Robert Nozick es fundamentalmente conocido por sus posiciones minarquistas en el campo liberal, sin embargo dentro de la corriente analítica de filosofía también realizó una importante contribución en el campo de la epistemología.  En dicho ámbito filosófico es conocido por su teoría de la trazabilidad de la verdad que pretende vincular la creencia y la verdad como elementos conformadores de la noción de conocimiento. A través del uso de contrafácticos Nozick defiende que el conocimiento no es más que una creencia que se debería vincular a aquellos hechos que la hacen verdadera en cualquier caso posible. Así si la verdad acerca de un hecho objeto de mi creencia cambiara,  también debería hacerlo mi propia creencia para así poder afirmar que albergo conocimiento.

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Este test basado en contrafácticos que plantea Nozick resulta especialmente indicado también para analizar la racionalidad de las creencias políticas de los individuos. Tanto Trumpistas fervorosos como antitrumpistas enfermizos tienen muy claro que saben que  Trump es el epítome de todas las virtudes asociadas al político o que se trata de la encarnación del mal, el dictador más perverso de la historia o la encarnación del más peligroso y violento populismo. En cualquier escenario alternativo o mundo posible en el que un grupo de fanáticos Quanonistas y de infiltrados antifas no hubieran logrado acceder al sagrado templo de la democracia americana tanto trumpistas furibundos como nauseabundos antitrumpistas hubieran mantenido sus creencias irracionales acerca del sujeto en cuestión.

Una de las críticas más feroces, y también creo que más injustas, que se hace al fenómeno populista es la de vincularlo con la exaltación de la violencia

Sin acudir a las sutilezas conceptuales del pensador norteamericano podemos aceptar la tesis que plantea el filósofo francés Alain Badiou para quien el olvido de la política, por ser portadora de irracionalidad y pura emocionalidad, tiene su origen en la obra cartesiana. Este olvido de la política como condición de posibilidad de aparición de la verdad conlleva la reducción de ésta a la pura retórica o al mero realismo político que disuelve lo político en una lucha por imponer la propia fuerza sobre la de los demás.

Con este excurso acerca del populismo ni se ha pretendido hacer un panegírico de Trump como político, empresario o fenómeno de masas ya que el autor de estos artículos no conoce a Trump, sólo conoce proposiciones que se afirman de Trump. En esta serie de artículos, que termino hoy, me he servido de la figura de Trump para hacer un diagnóstico algo diferente del populismo como fenómeno de político. En anteriores entregas me he centrado en analizar como el populismo hace su entrada en la esfera política cuando esta se encamina hacia un escenario decisionista donde el agonismo político desemboca en una desafección de buena parte de la sociedad respecto de sus élites políticas. Haciendo uso de las metáforas médicas aplicadas a la política, tan caras al pensamiento griego, se podría establecer una cierta analogía entre el populismo y la quimioterapia aplicada al cuerpo político. Una “sanación dolorosa” frente a un mal endémico que amenaza con la destrucción del cuerpo político.

Una de las críticas más feroces, y también creo que más injustas, que se hace al fenómeno populista es la de vincularlo con la exaltación de la violencia. Así el populismo constituiría una antesala del fascismo que hace de la exaltación de la violencia una de sus señas de identidad. Autores como Ortega y Gasset o B. Croce ven en el fascismo una regresión civilizatoria, una forma de atavismo político en la que el tono provocador, el culto a la violencia o el irracionalismo son sus señas de identidad. Desde mi punto de vista el único punto que comparten populismo y fascismo es una estetización de la política. Ambos son procesos de subjetivación colectiva que guardan ciertas analogías con la experiencia estética. La principal diferencia es que mientras que en la estética fascistas hay un culto a la violencia, en la experiencia estética populista hay una teatralización catártica de una serie de pasiones políticas que gracias a la canalización populista devienen en ficcionales, contribuyendo a la purificación del cuerpo político enfermo.

La vinculación entre estética y política puede parecer extraña al lector no familiarizado con ciertas lecturas políticas de la estética kantiana, por ejemplo la de Hannah Arendt. Esta autora busca en la universalización del juicio del gusto kantiano un modelo para la universalización del juicio político, expulsado del ámbito de la modernidad racionalista. Otras lecturas interesantes acerca de la vinculación entre la estética y la política se pueden encontrar en un autor como Jacques Rancière.

Sin embargo me voy a fijar en la caracterización que de la Tragedia hace Aristóteles en su Poética (1049b- 24-26) en la que la define como “imitación esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada cada una de las especies en las distintas partes, actuando los personajes y no mediante relato, y que mediando temor y compasión lleva a cabo la purgación de tales afecciones”. La Tragedia supone por lo tanto la representación teatralizada de acciones y pasiones humanas, representativas de caracteres humanos genéricos, que hacen surgir en los espectadores emociones (temor y compasión) al sentir éstos últimos que comparten con los protagonistas de la tragedia el mismo horizonte de sentido. La tragedia griega canalizó una visión inmanente y puramente contingente de la existencia humana, donde las pasiones ciegas gobernaban el destino de los hombres. Esta filosofía anti-trascedente in nuce, que estaba implícita en la narración trágica, está en el origen de la famosa expulsión de los poetas de la ciudad decretada por Platón en el Libro X de la República. Lo que interesa destacar de la caracterización aristotélica son dos aspectos. Por un lado el hecho de que la tragedia contribuye a la conformación de una subjetividad colectiva: el espectador adquiere la conciencia de que sus problemas existenciales y sus frustraciones personales son universales antropológicos. Por otro lado la comprensión del hecho de que no hay fundamento conlleva un efector liberador de las propias dudas existenciales.

La modernidad política supone un intento de restablecer la fundamentación última de la política, toda vez que la fundamentación religiosa del orden político quiebra con la victoria del realismo político representado por el maquiavelismo. El absolutismo hobbesiano busca restablecer esa fundamentación última basándola en la idea de seguridad y de paz social, el liberalismo en la idea racionalista y abstracta de una naturaleza humana común portadora de derechos naturales e inalienables, el socialismo en la recuperación de una idílica armonía social basada en un paradigma igualitarista…

El gran drama de la modernidad política radica en el fracaso a la hora de intentar encontrar un fundamento último de la inevitable condición política del ser humano, esa insociable sociabilidad humana a la que se refería Kant que nos empuja a una existencia política que se torna en problemática siempre.

Frente a ese fracaso de la fundamentación de la política cabe albergar un planteamiento impolítico, que destierre la noción del fundamento pero que aboque a la política a la negación de cualquier tipo de fundamentación, lo que conlleva el peligro de considerar nuestras instituciones políticas y nuestros derechos como meras narrativas, frente a las que caben otras alternativas (posición posmodernista). Otra alternativa consiste en  la resacralización de lo político con una inversión del planteamiento nietzscheano (la muerte de Dios) a través de una nueva teología política

Sin embargo, las direcciones dominantes parecen apuntar hacia la disolución de la filosofía política en mera ciencia política empírica, reconvirtiendo la cuestión ideológica en pura demoscopia y sociología política o la sustitución de la política por la tecnocracia sobre la base de un planteamiento neohobbesiano en el que la salud, la seguridad y el progreso exigen que el demos entregue su poder democrático a un gobierno de sabios. Parece que la última opción va a ser la dominante en los próximos años a tenor de las directrices establecidas por la llamada agenda 2030.

El populismo trumpiano parece haberse erigido en la alternativa más peligrosa para dicha corriente tecnocrática a la que nos aboga una perspectiva neohobbesiana según la cual la paz social, la seguridad y la salud justifican la estigmatización de aquellos sectores de la sociedad que se oponen a la pretensión de establecer un gobierno mundial de sabios.

Frente al horizonte de guerra civil al que aboca el decisionismo político imperante, el populismo trumpista plantea una teatralización de nuestras angustias existenciales bajo la forma de una subjetividad colectiva que comparte el mismo horizonte de sentido.

Foto: Gage Skidmore.


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