Esta mañana he oído decir que la palabra sinvergüenza es típicamente española, lo que tal vez no sea del todo cierto puesto que es fácil encontrar equivalentes en la mayoría de las lenguas; pero me parece que el que hizo la afirmación ha subrayado algo que sí es digno de atención, la importancia que damos en España a la opinión que se tiene sobre nosotros y, en el plano colectivo, la importancia que hemos venido dando a lo que se opina sobre nuestro país en tierras foráneas, algo que como ha mostrado Tom Burns Marañón, les importa una higa a los ingleses, sin ir más lejos.

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Para bien o para mal, creo que, en efecto, el respeto español por el qué dirán ha ido desapareciendo, que la vergüenza ha cedido el paso ante la ostentación, el autobombo (cosas que producían lo que llamamos vergüenza ajena) y la simple desvergüenza. Es muy probable que el cultivo de una forma de acción política que se basa en el enfrentamiento a ultranza y en el empleo de exageraciones y burdas mentiras haya tenido algo que ver, pero el hecho es que estamos asistiendo a proclamaciones de la propia excelencia (de lo que por tal se tiene) que, como dijo en cierta ocasión John Wayne sobre una película un tanto subida de tono, producirían rubor a su caballo. Al parecer, algunos han perdido por completo la capacidad de ruborizarse y estiman, incluso, que el ditirambo sobre sus proclamadas virtudes puede convertirse en un arma cargada de futuro.

La escalada propagandística iniciada por Pedro Sánchez no presagia nada bueno, porque si las cosas fuesen tan estupendas como él proclama, no tendría necesidad de ponerse tan altisonante

Las manifestaciones recientes del presidente de gobierno sobre que el suyo es un gobierno «ejemplar», un modelo de «diálogo, negociación y acuerdo», además de un caso excepcional de respeto al resto de instituciones del Estado ha merecido una rotunda salva de aplausos entre sus diputados, tal vez bastante atribulados por unas perspectivas que algunos pintan sombrías. Como modelo de coach para sus huestes, este presidente no tiene rival, pero cabe dudar de que esas cualidades cuya proclamación no es desinteresada sean del común aprecio de otros muchos españoles que no gozan del beneficio de la protección de Pedro Sánchez para seguir en sitiales bien remunerados y de escaso sufrir.

No es, desde luego, la primera vez que Sánchez se pone campanudo: basta recordar sus declaraciones sobre la victoria obtenida contra el virus para ver que se trata de un político dotado de una descomunal capacidad para el autoelogio. Esta desvergonzada forma de autobombo no resiste la más ligera comparación con baremos objetivos, como la inflación, el gasto desmedido, la sumisión ante poderes externos (como el de Marruecos) o la genuflexión frente a algunos de los políticos que desearían ver una España aún más postrada que la que preside Sánchez.

Lo más notable de todo este asunto no es solo que se esté perdiendo ese espíritu crítico, siempre beneficioso, que se recoge en el dicho de que “de dinero y de bondad, la mitad de la mitad”, o que estemos demasiado dispuestos a admitir el autoelogio (de los nuestros, claro) como si estuviera trufado de verdades evidentes, sino que todas estas baladronadas acaben consolidando todavía más la credulidad de muchas gentes dispuestas a aceptar diversas especies de maravillas.

Piénsese, por ejemplo, la facilidad con la que se han admitido, por unas u otras razones, afirmaciones de muy difícil confirmación, tales como, por ejemplo, “tenemos el mejor sistema sanitario del mundo” o “el CNI es un servicio de información prestigiosísimo y considerado como uno de los mejores del planeta”. Nada tengo ni contra la primera afirmación ni contra la última, que responderán, con seguridad, a ciertas virtudes en esos sistemas, pero las preguntas que habría que aprender a hacer serían del siguiente tipo: “¿Quién lo dice?”, ¿cómo se puede saber?, etc. No hacer este tipo de preguntas es condenarse a la credulidad más absurda y, en consecuencia, renunciar a las mejoras que se podrían hacer, en ese y en otros muchos asuntos, si se partiese de análisis objetivos y de valoraciones contrastadas.

El exceso de propaganda política, si no se equilibra con medios de información rigurosos, produce en los electores un estado de estupefacción porque todavía, al menos, se conserva la capacidad de reconocer que no pueden ser ciertas al mismo tiempo dos afirmaciones contrarias, aunque sí puedan ser ambas falsas. Entre el gobierno ejemplar del que habla Sánchez y el gobierno por completo desastroso que nos presenta en muchas ocasiones la oposición no cabe ninguna especie de conformidad. Cada cual puede sentir una explicable inclinación a preferir una de las dos valoraciones y a considerar una de ellas como exagerada y la otra como el puro retrato de la realidad desnuda, pero en esa batalla se pierde algo esencial, que es la lucha por la objetividad, el aprecio por las fuentes fiables, el respeto a los buenos datos. No se gana nada a cambio, porque el extremismo carece de cualquier valor político.

Es en este contexto en el que hay que considerar que la escalada propagandística iniciada por Pedro Sánchez no presagia nada bueno, primero porque si las cosas fuesen tan estupendas como él proclama, no tendría necesidad de ponerse tan altisonante; en segundo lugar porque muestran que la llamada al voto se está haciendo, una vez más, al margen de cualquier moderación lo que, dicho sea de paso, denota un temor que mejor sería no tener que ocultar. Hay, por último, un aspecto de carácter moral que se comprende muy bien cuando se recuerda la idea de Jefferson sobre que es el gobierno el que debe rendir cuentas ante los ciudadanos, y no los ciudadanos ante el gobierno, porque el elogio y el autobombo tratan de impedir la capacidad ciudadana para ver sombras en la acción del gobierno, buscan engañar.

El autobombo, y más si es inmoderado, supone una vuelta de tuerca más en el intento de arruinar la capacidad crítica de los ciudadanos, una intensificación que debiera producir bochorno de la técnica más habitual que es la polarización. Ambos tratan de evitar la obligación política de rendir cuentas, prostituyen la democracia y por eso la acusación de polarizar se dirige siempre al contrario, pero el autobombo produce, además, una intensa situación de vergüenza ajena, una capacidad de rebote que no debiera ignorar un político tan avisado como Sánchez, aunque la vanidad suele cegar a quienes quieren huir del ridículo y se agarran a algo tan endeble como aquello de “usted no sabe con quién está hablando”, mientras que es muy de sospechar que estamos empezando a saberlo con seguridad.

Foto: La Moncloa – Gobierno de España.

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web