Ortega cita con sorna en varias ocasiones la paradójica frase de un historiador que afirmaba que en el Imperio Romano los impuestos empezaron por no existir. Creo que esa ironía podría muy bien por aplicarse a la democracia española del 78 que empezó, también, por no existir. Los puristas siempre han visto en ese origen una tacha inextinguible, una peana para apoyar sus delicuescentes argumentos en favor de sistemas técnicamente irreprochables, acabados, perfectos. La verdad es, por el contrario, que tanto en la naturaleza como en la historia todos los cambios empiezan por algo que los niega, entre otras cosas porque, de no ser así, no habría cambio alguno.

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La democracia española comenzó por la ley, por una ley que no fue aprobada por una asamblea democrática sino por las cortes del franquismo que tuvieron el gesto de inmolarse bajo el impulso del Rey, de su presidente, Torcuato Fernández Miranda, y de Adolfo Suárez, al frente del Gobierno por decisión de los dos primeros, para someterla a la aprobación de los españoles en un referéndum, y ahí comenzó a existir la democracia que no existía, que apenas acababa de nacer.

De ese primer impulso, pero también de una larga tradición arbitrista, nació seguramente la idea de que cuando hay un problema no hay nada mejor que promulgar una nueva ley, y de ahí que tengamos una cantidad de leyes ligeramente exorbitante sin que nuestros problemas hayan desaparecido bajo la influencia de semejante bálsamo cuantitativo.

Quienes nos representan en el Congreso parecen pensar más en sus respectivos intereses que en los de todos

Poco a poco, porque una democracia madura no se alcanza en un periquete, nos hemos ido dando cuenta de que las leyes no bastan, que, a veces, incluso estorban. Que necesitamos que otras instituciones funcionen bien y que los ciudadanos hagan lo que tienen que hacer, votar y participar, participar y votar, para que las instituciones no se parasiten a sí mismas y entren en períodos de franca esterilidad. Por ejemplo, con estas dos últimas legislaturas, la del 2015 y la de 2016, estamos viendo como el Parlamento no acaba de encontrar una fórmula de gobierno viable, es decir que quienes nos representan en el Congreso parecen pensar más en sus respectivos intereses que en los de todos, y eso debiera hacer que reparemos en el funcionamiento de los partidos y en la falta de buenos hábitos de funcionamiento político en su interior.

Desde, al menos, 2011 asistimos a procesos de destrucción interna de los partidos con diversos resultados de gran trascendencia. Casi se puede asegurar que el único partido que está ahora como estaba hace 20 años es el PNV, ese partido que es una especie de movimiento nacional vasco, pero dejemos este asunto por un momento y fijémonos en los demás con un ángulo específico, pues son muchos los que se pueden adoptar para analizar un asunto no demasiado simple.

El punto que quiero poner de manifiesto es el de la incapacidad de los partidos para articular los liderazgos con el debate y la participación, y su extrema vulnerabilidad a los errores de quienes los dirigen. Para empezar, señalaré los casos más obvios, UPyD desaparece por errores personales de Rosa Díez, CiU ha sido aniquilado por las sucesivas genialidades de Artur Mas, el PP ha estado a punto de quedar reducido a la nada bajo el liderazgo de Rajoy, y el PSOE parece haber desaparecido, como tal, ante las contradictorias, constantes y estupefacientes ocurrencias del pseudo-doctor Sánchez.

El punto importante, me parece a mí, es que ninguno de esos líderes ha sido enteramente responsable de cuanto les ha pasado, y les va a pasar, a sus partidos, incluso diría más, cualquiera de ese cuarteto destructivo ha tenido indudables cualidades que explican su llegada al poder, claro es que cada uno las suyas, pero todos ellos han conseguido que sus partidos desaparezcan (UPyD y CiU) o estén amenazados de extinción si no rectifican a fondo y a tiempo (PP y PSOE). Puede que no tarde mucho en verse que Pablo Iglesias no deja piedra sobre piedra de Podemos, en lo que sería una muestra más de lo disfuncional que resulta el llamado “centralismo democrático” del PCE, que hizo inviable el liderazgo de Carrillo y disolvió la proverbial fortaleza electoral de ese partido en los primeros años de la democracia.

En lugar del modelo, seguramente excesivo, de pluralismo interno de UCD, los partidos apostaron por algo muy parecido al centralismo democrático del PCE de Carrillo

Porque lo que realmente ha ocurrido, desde el punto de vista histórico, es que los partidos, especialmente en la derecha, han interpretado mal las causas de la desaparición de UCD, considerando que fue su excesiva vitalidad interna, la causa de su extinción, sin tener en cuenta la importancia que tuvo en todo ese proceso la necesidad de que la monarquía gobernase pronto con la izquierda. En todo caso, en lugar del modelo, seguramente excesivo, de pluralismo interno de UCD, los partidos apostaron por algo muy parecido al centralismo democrático del PCE de Carrillo y líderes fuertes cultivaron el caldo que trajo que los partidos se hayan visto sometidos a algo muy parecido al “silencio de los corderos”. Mientras al partido le va bien, no parece que el sistema sea demasiado malo, pero cuando los electores tuercen el morro, la falta de flexibilidad de los partidos, el miedo de los diputados y de los cargos electos para enfrentarse al líder, el seguidismo mansurrón de lo que dicen y hacen, la sumisión más absoluta a sus caprichos, acaba por conducir al desastre.

El caso del PP ha sido paradigmático. Para cualquier persona con un mínimo de criterio político era evidente que Rajoy llevaba al partido al despeñadero, por su inoperancia política, su modo tecnocrático y displicente de gobierno, y, last but non least, por su escandalosa relación con tramas de corrupción. Si Rajoy hubiese afrontado esa situación en cualquier momento anterior con responsabilidad y grandeza de ánimo, o si algunos diputados hubiesen tenido el valor cívico, moral y político de plantarse ante él y exigirle cambios en su actitud, el destino del PP no habría sido el que ha sido, y todos los españoles hubiéramos salido ganando. Rajoy ha debido de abandonar la escena de manera nada brillante y su partido ha quedado en una situación próxima al desguace, si es que la lucidez y el brío de Casado no aciertan a evitarlo.

No estamos hablando de un problema circunstancial, de algo que ha pasado y podría no pasar. Si los partidos se reducen voluntariamente a ser una tropa de figurantes presta al aplauso incondicional, si sus órganos internos son inoperantes, si no son instituciones que sirvan para hacer política, y hacer política de calidad supone debatir, y debatir bien supone estudiar y trabajar, los partidos acaban reduciéndose a bandas, y no hay que esperar que siempre vayan a ser bandas benéficas.

Ya va siendo hora de que aprendamos de los errores cometidos, y de que se imponga en los partidos el respeto a las leyes que nos hacen cumplir a los demás

El PSOE siempre había mantenido, mucho más que el PP, una cierta tradición de partido plural en cuyos órganos se debatía y se ha hecho política que puede no gustar, pero que ha tenido siempre un cierto anclaje en la opinión y la sensibilidad de sus bases. Pedro Sánchez parece haber acabado con todo eso, y puede que lo haya hecho, incluso, con buena intención, pero carece por completo de cualquier sentido político que el PSOE actual convalide sin rechistar las contorsiones, las improvisaciones, los cambios de criterio, las deferencias vergonzosas con los golpistas catalanes, sin que el partido apenas pestañee. El PSOE parece empeñado en oficiar su propio funeral al prescindir de modo tan absurdo de sus mejores tradiciones de izquierda moderada y europea.

Claro es que los partidos españoles también empezaron por no existir, han tenido que moverse en un terreno del que no había buenos mapas, pero ya va siendo hora de que aprendamos de los errores cometidos, y de que se imponga en los partidos el respeto a las leyes que nos hacen cumplir a los demás, el límite a sus poderes, que ha alcanzado la desvergüenza con el mangoneo judicial, y el respeto a la libertad política de sus militantes y cuadros intermedios. Un partido en el que no se participa, en el que no hay ni control ni transparencia, y en el que no se acepte el debate y la democracia interna, que son mandatos constitucionales, tiene el riesgo de acercarse más a una escuela de pésimos hábitos que a un instrumento capaz de contribuir a que la libertad y el progreso sigan siendo la guía segura del futuro de España.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web