El Estado social es un concepto de la cultura política alemana. Su aparición se remonta a la Prusia de Otto von Bismarck (mediados del siglo XIX), pero su ideólogo fue Lorenz von Stein, que, inspirado en lo objetivos Karl Marx, buscó la manera de mejorar las condiciones de vida de la clase trabajadora de su época. De forma muy resumida, Stein argumentaba que el Estado debía aportar los recursos necesarios para asegurar una vida digna a los obreros, pues, en su opinión, el sistema capitalista de producción era en esencia un sistema de explotación.

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Eran tiempos distintos en los que, en efecto, las condiciones laborales resultaban extremadamente duras, con jornadas interminables y sin días de descanso, remuneraciones extremadamente bajas, apenas de subsistencia, y trabajadores que carecían de los derechos más elementales. Una enfermedad ocasional, un accidente laboral o la pérdida del empleo por cualquier otra circunstancia automáticamente empujaban al trabajador y su familia a la más absoluta miseria.

El Estado social ha evolucionado hacia lo universal. Esto significa, ni más ni menos, que independientemente del nivel de riqueza del sujeto, éste tiene derecho a las principales coberturas del Estado social. No importa el nivel de ingresos

Este sistema industrial capitalista primitivo, aunque, en efecto, acabaría dinamizando a las sociedades y fue el punto de partida de naciones mucho más prósperas y desarrolladas, en sus comienzos lo hizo a costa de la explotación descarnada. Tenía sentido, pues, que diferentes ideólogos pensaran que la sociedad, a través de su sistema de organización, que es el Estado, salvaguardara a los obreros proporcionándoles una serie de subsidios para evitar, o al menos paliar, sus miserias.

Evidentemente, por aquel entonces, nadie imaginaba que el sistema de economía abierta (de mercado) capitalista en apenas unas décadas acabaría, aún sin pretenderlo, expandiendo la prosperidad al conjunto de la sociedad, erradicando en gran medida la pobreza y proporcionando un bienestar generalizado de forma mucho más notable y eficiente que cualquier sistema estatista centralizado. Y que, además, esta prosperidad serviría, y mucho, para que los individuos fuesen cada vez más libres.

Como digo, eran otros tiempos y nadie tenía una bola mágica para adivinar el futuro. Lo que existían eran los hechos del momento. Y en base a estos, el Estado social acabaría adquiriendo un enorme protagonismo, hasta convertirse en nuestros días en un modelo de Estado indiscutible.

Pero, precisamente, porque los tiempos cambian, las necesidades de las personas también evolucionan. Y el Estado social ha ido enfocándose hacia realidades distintas. En la actualidad, sus competencias no se limitan a asegurar cuestiones básicas a quienes realmente lo necesitan. El Estado social ha evolucionado hacia lo universal. Esto significa, ni más ni menos, que independientemente del nivel de riqueza del sujeto, éste tiene derecho a las principales coberturas. No importa el nivel de ingresos. Es indiferente una renta de 20.000 euros anuales que 200.000. El derecho a la educación y sanidad “gratuitas” es prácticamente igual para todos. La matrícula en una universidad pública cuesta lo mismo para el que tiene altos ingresos que para el que los tiene bajos. A lo sumo, para el sujeto de menos recursos puede estar subvencionada al cien por cien, si logra cumplimentar determinados requisitos burocráticos. En cuanto a la sanidad, ni siquiera es necesario pagar una pequeña parte que no está subvencionada. Es completamente “gratuita” sin importar que el sujeto tenga ingresos suficientes para sufragar parcial o totalmente la atención médica.

Esta universalidad del Estado social ha cambiado por completo su sentido con respecto a la idea original que pudiera tener Lorenz von Stein. Ya no tiene como función proteger a los más desfavorecidos, sino proporcionar a todos, desfavorecidos o no, básicamente los mismos servicios y prestaciones. Este cambio, en buena medida inadvertido, es tan determinante que debería figurar en su enunciado, pues hoy el Estado social es, stricto sensu, un Estado social absoluto.

Con este cambio empiezan los problemas, porque la gratuidad es un concepto falso. Nada es gratis. Toda prestación, servicio o subsidio que proporcione el Estado cuesta dinero, en no pocos casos bastante más dinero del que sería razonable. Y este dinero no cae del cielo. Lo pagamos de forma indirecta a través de los impuestos. Es decir, el Estado social nos cobra por sus servicios, pero lo hace de tal forma que no somos plenamente conscientes de que los estamos pagando, menos aún de que su precio suele ser excesivo.

No supone el mismo esfuerzo tributario mantener el “viejo” Estado social, ideado para salvaguardar a los verdaderamente necesitados, que el actual Estado social, donde las prestaciones son universales. De ahí que su sostenimiento represente de media el 40 por ciento del Producto Interior Bruto. Una proporción que se ha normalizado — no debería, porque estamos hablando de cantidades enormes de dinero— hasta el punto que si un país desarrollado se sitúa sensiblemente por debajo de esta media, se suele advertir como una deviación que debe ser corregida.

En un Estado social absoluto, el contribuyente paga servicios y prestaciones, no a los necesitados, sino a todo el mundo, también a muchos que, en realidad, podrían pagarlos por sí mismos

Pero el Estado social absoluto también es absolutista. No da opción a negociar sus servicios. Los impone. No se puede renunciar a cambio de pagar menos impuestos, bien porque un sujeto decida, por ejemplo, pagarse su propia educación o asistencia sanitaria, bien porque prefiera ahorrar y detraer dinero de sus recursos a lo largo de su vida laboral para no depender del Estado en el futuro. Se puede recurrir a prestaciones privadas pero, más allá de mínimas exenciones fiscales, cada vez más mínimas o casi inexistentes, el Estado no ajustará proporcionalmente los impuestos. Pagarás por sus servicios, aunque no los utilices.

Para sostener esta obligatoriedad, se esgrime la idea del viejo Estado social: salvaguardar a los necesitados. En realidad, no pagas por obtener determinadas prestaciones, pagas para que las puedan recibir quienes las necesiten. Pero este argumento es falaz, porque en un Estado social absoluto, el contribuyente paga servicios y prestaciones, no a los necesitados, sino a todo el mundo, también a muchos que, en realidad, podrían pagarlos por sí mismos. De hecho, por más que los modelos fiscales sean “progresivos”, lo cierto es que, quiera o no, una persona “pobre” contribuye a pagar la universidad y la sanidad públicas a una persona “rica”.

Un ejemplo especialmente llamativo de esta arbitrariedad lo encontramos en las subvenciones públicas a los automóviles eléctricos, los cuales tienen precios inalcanzables para el salario más habitual en España. Pues bien, el conjunto de los contribuyentes, cuya renta media ahora mismo está a punto de caer por debajo de los 26.000 euros/año, está proporcionando a los más pudientes entre 4.000 y 5.000 euros para que se compren un automóvil eléctrico.

Con todo, lo peor es que los servicios y prestaciones universales del Estado social tienden inevitablemente a degradarse por diferentes razones. Algunas están relacionadas con los incentivos perversos que supone haber convertido el Estado en el sumidero de cantidades ingentes de dinero, como recientemente ha puesto de manifiesto la ‘sentencia de los ERE’. Otras, sin embargo, están relacionadas con las dificultades que toda gran organización burocrática que ha de prestar servicios masivos tiene para adaptarse a los cambios y actualizar sus prestaciones al ritmo de los tiempos. Así, por ejemplo, la sanidad pública, que ha de prestar servicio a decenas de millones de individuos, no puede seguir el ritmo de los avances médicos. Cada vez hay más tratamientos, técnicas y terapias que solo son accesibles pagando en el sector privado, porque incorporarlos a la sanidad pública según van apareciendo es económicamente inviable.

Intervenciones que en una clínica privada se realizan mediante técnicas sofisticadas y cada vez menos intrusivas, se tienen que seguir realizando en la sanidad pública con técnicas superadas. Es una cuestión básicamente económica. La vieja técnica supone un coste por intervención, por ejemplo, de 600 euros, mientras que la nueva son 6.000. Hasta que no se estandarice lo suficiente como para abaratarse de forma muy notable, no podrá incorporarse al sistema público. Esto, multiplicado por los constantes avances en infinidad de intervenciones o tratamientos, hace que la sanidad pública vaya perdiendo terreno de forma irremediable, de tal suerte que recurrir a ella acabará siendo, en efecto, la opción de los pobres.

El peligro del Estado social, se trate de un político, una sindicalista, un activista, un funcionario o un tipo cualquiera, radica en su habilidad para convencer a la gente de que lo gratis existe y que todo el mundo puede vivir a costa de todo el mundo

Los límites y las injusticias del Estado social, tal cual hoy lo entendemos, con prestaciones universales, cada vez se hacen más visibles. Sin embargo, en vez de replantearse su verdadero cometido, que es el de salvaguardar a los que de verdad pueden necesitarlo, se dan patadas hacia adelante…. y se miente.

Se dan patadas hacia delante cuando se argumenta que es viable… siempre y cuando la fiscalidad avance al mismo ritmo que sus necesidades crecientes. Pero no es cierto. Si no se racionaliza el Estado social, no habrá fiscalidad que lo soporte. Incrementar impuestos a los ricos y a las que se señala como grandes empresas es el chocolate del loro. Cuando el Estado social se convierte en una máquina de generar déficits acumulados de centenares de miles de millones de euros (en esta legislatura, por ejemplo, a la que todavía le resta un año, ya se han añadido otros 250.000 millones de deuda), no hay ricos ni empresas que lo sostengan, aunque en vez de subirles impuestos, se les confiscaran todos sus bienes. De hecho, al final lo cierto es que el aumento de impuestos se extiende a todo el mundo. Y tampoco es suficiente.

Se miente cuando, a pesar de subir impuestos y acumular déficit, los servicios y prestaciones del Estado son cada vez más deficientes. Volviendo a la sanidad pública, ha sido necesaria una epidemia para que la verdad se revelara. Nuestra sanidad, de la que constantemente se decía que era una de las mejores del mundo, resultó que estaba mucho peor de lo que se pregonaba. Y no parece que fuera tanto por falta de profesionalidad y conocimientos como por su progresivo deterioro, la precariedad en recursos y unas gerencias deplorables, por decirlo suavemente. Hemos llegado a un punto de autoengaño que, si la sanidad de una comunidad autónoma consigue acortar sus listas de espera para especialistas o cirugías a un mes o 40 días, el servicio se considera excelente. Para colmo, cuando se consigue semejante hazaña, suele ser más por malabarismos estadísticos que por plazos verdaderos.

Se miente cuando durante décadas se ha hecho creer a los individuos que su pensión era un compromiso garantizado por el Estado, y a la hora de la verdad, no se va a cumplir tal compromiso, sino que se va a ajustar al dinero que haya disponible. Esto, en la práctica, significa que cada año el Estado social español va a ir escamoteando alrededor de 30.000 millones de lo prometido a los futuros jubilados.

Se miente también cuando la educación pública, en vez de servir para eliminar diferencias de oportunidades, se convierte en un gulag pedagógico donde las nuevas generaciones son igualadas por abajo. Y si quieres que tus hijos tengan alguna oportunidad de cara al futuro, deberás pagar su educación por duplicado.

No hace mucho, un estudio del Instituto de Estudios Económicos estimaba que la economía española podría reducir su desembolso en un 14% y seguir ofreciendo el mismo nivel de servicios. Lo que traducido al cristiano significa que nuestro Estado social derrocha cada año alrededor de 60.000 millones de euros que en realidad no necesita. Nótese que ese ahorro se podría lograr sin que hubiera que renunciar a ningún servicio. Imagínese entonces, querido lector, cuánto podría ahorrar la sociedad española si el Estado social atendiera solo al que de verdad lo necesita, y no se hubiera erigido en un proveedor de prestaciones y servicios universales y obligatorios. Un torrente de riqueza, inversiones, negocios y oportunidades se derramaría sobre la exhausta sociedad española. Y a la vez, aquellos que de verdad necesitasen ayuda tendrían a su disposición el mejor Estado de los posibles.

Evidentemente, cuestionar el actual Estado social no interesa, no ya a los partidos políticos, que lo ven como una máquina de poder irrenunciable por la dependencia que genera en los ciudadanos, o a los empleados públicos, porque mejor o peor pagados saben que sus empleos están garantizados; tampoco a buena parte de la clase media, o lo que va quedando de ella, porque se ha acostumbrado a la universalidad de determinados servicios, sin ser consciente del dinero que realmente le cuesta, y no parece muy dispuesta a renegociarlos.

Y es que el peligro del Estado social, se trate de un político, una sindicalista, un activista, un funcionario o un tipo cualquiera, radica en su habilidad para convencer a la gente de que lo gratis existe y que todo el mundo puede vivir a costa de todo el mundo, como sucede en la Argentina. Pero esto es completamente imposible. Y ya va siendo hora de asumirlo… si no queremos ir camino del infierno.

Foto: terimakasih0.