La política de la Edad Contemporánea pretende romper con su pasado alzando los tres lemas de la revolución francesa: libertad, igualdad y fraternidad (este último de inspiración franciscana). Un frente populista aunaría distintas fuerzas sociales para luchar y vencer al enemigo común: los poderes absolutos en manos de unos pocos que sometían al resto. Sin embargo, con el paso del tiempo, la unión se resquebrajaría dando lugar a nuevos enfrentamientos ideológicos: los que pusieron a la libertad individual como máxima principal del pensamiento político se llamarían a sí mismos liberales o “de derechas”; los que pusieron la igualdad de todos los individuos por encima de todo lo demás serían progresistas o “de izquierdas”. Los de derechas rechazan y odian los argumentos de los de izquierdas y viceversa, tal cual Montescos y Capuletos del Romeo y Julieta de Shakespeare, el mundo polarizado en dos bandos. La fraternidad no se ve por ningún lado.

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Libertad

Uno de los filósofos que inspirarían gran parte de las políticas contemporáneas en la era post-revolución francesa fue el alemán Friedrich Hegel, para quien “la historia universal es el progreso en la conciencia de la libertad”. A Hegel le saldrían herederos intelectuales a derecha e izquierda: la llamada derecha hegeliana —conservadora y satisfecha con el estado de las cosas conseguidas hasta el momento en el Estado prusiano de aquel entonces— y la izquierda hegeliana —inconformista y progresista, de donde saldrían figuras como la de Karl Marx. Serían los primeros, los liberal-conservadores, los que más se afanarían con ensalzar el logro de libertades conseguidas, siguiendo la línea original del maestro, pensando que ya se había alcanzado el fin de la historia. No obstante, cabe dudar de que su conformismo tuviera puras raíces metafísicas, como forma de manifestación del espíritu, sino que más bien obedecía a un talante acomodaticio para quienes tenían riqueza y veían bien un mundo en el que el dinero tenía todas las libertades para permitir que unos viviesen opíparamente, mientras que las clases bajas vivían miserablemente sin poder gozar de más libertad que la de elegir entre trabajar hasta extenuarse o morirse de hambre.

Desde el punto de vista metafísico, no tiene mucho sentido el concepto de libertad en tanto que libre albedrío, como no sea dentro de una visión del ser humano religiosa, o dualista o mentalista. Constituye un absurdo pensar que alguien puede al mismo tiempo estar determinado por sus circunstancias como parte de la naturaleza y la sociedad y ser una especie de causa sui, como si fuera Dios.

“La afirmación de que un ser dado es libre, esto es, en circunstancias dadas puede actuar así y también de otro modo, significa que tiene una existentia sin essentia, es decir, que simplemente es sin ser algo; por lo tanto, que no es nada pero es; así que a la vez es y no es. Eso es, pues, el colmo del absurdo, pero no deja de ser bueno para gente que no busca la verdad sino su alimento y, por lo tanto, nunca dará por válido lo que no se ajuste a su conveniencia, a la fable convenue de la que viven: en vez de refutar, lo que sirve a su impotencia es el ignorar.” (Schopenhauer, Parerga y Paralipómena, refiriéndose a Hegel y algunos de sus contemporáneos)

Muchos piensan que con la llegada de la física cuántica a principios del s. XX ya no tenemos que pensar en términos de determinismo y por lo tanto somos libres, pero eso no es correcto, pues sigue siendo la naturaleza la que impone su voluntad y juega a los dados con nuestros cuerpos; somos fragmentos de naturaleza arrastrados por sus leyes, y eso no confiere mayor grado de libre albedrío. Ni el azar ni la necesidad son libertad. El libre albedrío en tanto que origen espontáneo, incondicionado, sin antecedentes causales ajenos a nosotros, de lo que podemos desarrollar conscientemente (movimientos, opciones, pensamientos, sentimientos,…) es una ilusión difícilmente sostenible.

Podemos pensar que estas cuestiones metafísicas no van con nosotros, y que poco importa si podemos querer lo que queramos (parafraseando a Hobbes, 1654, Sobre la libertad y la necesidad) o no. En política, lo que importa es si podemos hacer lo que queramos, y a eso es lo que se denomina libertad, sin preocuparse de si ese querer surge de nosotros o está inducido por agentes externos. Mas no es una bicoca esa clase de libertad. Todo el mundo reconoce, como argumentaba Hume (1748, en un ensayo sobre la libertad y la necesidad), que cualquiera que no esté prisionero con cadenas tiene esa clase de libertad, hasta las bestias del mundo animal que no están enjauladas poseen tal libertad. Cualquier persona manipulada en una secta tiene también esa clase de libertad porque “hace lo que quiere”. Igualmente, cualquier persona manipulada por los medios de comunicación en nuestros tiempos de capitalismo y democracia también sería libre en ese sentido, porque hace y compra y elige lo que quiere y cree como suyo su querer. Mas ¿no resulta un poco chocante llamar libre a un títere, una marioneta en manos de fuerzas externas que lo manipulan?

Vivimos tiempos de democracia, en los cuales la propaganda es un elemento fundamental para mantener el orden y la conformidad con la forma de gobierno impuesta. Es fundamental de ésta hacer creer a los ciudadanos que la democracia es buena porque ellos “libremente” pueden elegir la sociedad que quieren a través del sufragio. Ideas fatalistas que hablan de cómo unos poderes manipulan los quereres de las masas, de cómo el querer último de la población no está en manos de la misma, sino de quien manipula sus intereses, no son tan simpáticas al sistema. Las ciencias políticas, el derecho, la ética, etc. de los tiempos democráticos que nos han tocado vivir están basados en esa idea del libre albedrío, en la idea de la libre elección cuya responsabilidad recae en nosotros mismos. La propia Constitución de la nación que domina el planeta dice que todo individuo nace libre. Los derechos humanos que se autoproclaman universales rezan otro tanto. Parece darse a entender que no hay otra forma de pensar y, si la hubiese, parece que lo políticamente correcto es machacarla y hacer hombres libres «a la fuerza».

La palabra “libertad” no solamente tiene buena prensa en sistemas políticos democráticos: Franco proclamaba que la España bajo su yugo era “una, grande y libre”; en los portones de entrada de los campos de concentración nazis había inscripciones en letras grandes proclamando “Arbeit macht frei” (el trabajo os hace libres). Hay, sí, una larga lista de casos del uso de la palabra “libertad” como engañabobos para la plebe en todo tipo de regímenes.

En nuestro mundo actual de los países occidentales, hay que entender la palabra libertad como “libertad de movimiento de capitales”, pues quien maneja el poder económico puede comprar los medios de comunicación y hacer propaganda hasta la saciedad para que la población termine aceptando las ideas impuestas. “La libertad de opinión pública requiere la elaboración de dicha opinión, y esto cuesta dinero” decía Oswald Spengler en su obra La decadencia de occidente— “¿Qué es la verdad? Para la masa, es la que a diario lee y oye. Ya puede un tonto recluirse y reunir razones para establecer ‘la verdad’: seguirá siendo simplemente su verdad. La otra, la verdad pública del momento, la única que importa en el mundo efectivo de las acciones y de los éxitos, es hoy un producto de la prensa”. La libertad de expresión en la prensa, televisión, radio o los medios más visitados de Internet estará en manos de quien la costea, y con ella la capacidad de captación de votantes.

El dinero puede comprar también partidos políticos, y condicionar la libertad de los ciudadanos para elegir los valores del Estado. El pueblo ni se entera de dónde vienen los tiros, todavía cree ingenuamente que las ideas de las masas y los movimientos sociales surgen espontáneamente, vive embobado creyendo que un país con varios partidos políticos con distintas marcas es un país con libertad. ¡Teatro! Lo que hay detrás de los bastidores es una lucha de distintos poderes económicos o de otra índole.

La financiación de los partidos políticos en España es quizá uno de los temas que menos gustan de comentar nuestros politicastros, quizá porque no hay ningún partido político que pueda alcanzar varios millones de votos sin tener un turbio pasado sobre cómo se han conseguido los medios para financiar las campañas electorales, ya sea por corrupción y cajas B, o ya sea por injerencia de potencias extranjeras (como el caso de distintas facciones de Irán subvencionando a Unidas [sic] Podemos y a Vox).

Tenemos una turba de ciudadanos neoliberales que siguen creyendo en la libertad de conciencia individual en temas políticos, como si de sus cabezas pudiera surgir algo que no hubiera sido inducido previamente. La libertad, o mejor dicho el espejismo de libertad, y el individualismo envenenan el funcionamiento de nuestras sociedades, y las hacen menos eficientes que aquéllas en las que la unión hace la fuerza.

No quiere ello decir que esta libertad política pregonada por los liberales no sea algo de gran valor. Sí lo es, en especial la libertad de expresión, que permite el flujo de ideas evitando caer en sectarismos o el pensamiento único propio de regímenes totalitarios. No obstante, las libertades individuales, para ser tales, deberían basarse en capacidades de elección incondicionadas, en sociedades libres de propaganda política, y libres de manipuladores de los medios de comunicación y los sistemas educativos. Esa sociedad no existe ni existirá.

Igualdad

No menos quimérica es la idea de igualdad. Ni todos tenemos las mismas capacidades, ni todos somos igual de guapos o feos, inteligentes o estúpidos, sanos o enfermos, ricos o pobres. No obstante, aun a sabiendas de tan evidentes diferencias, no se consuela el que no quiere, porque nos han dicho que todos tenemos los mismos derechos. Al igual que hizo la Iglesia Católica en su día y le funcionó muy bien, explotando la idea de que ante los ojos de Dios todos somos iguales, en la moderna maquinaria del Estado se trata de convencer a los ciudadanos de que la igualdad ante la ley es la panacea que resuelve toda desigualdad, y las frustraciones y envidias que genera. Es ésta la idea predilecta del socialismo o progresismo. Hay quien piensa de hecho que el socialismo es el refugio de los envidiosos, de los muchos pobres diablos que envidian a los que tienen o son más y que sueñan con un paraíso en la Tierra —dado que el paraíso que prometen las religiones no termina de llegar— donde se igualarán a los que envidian. Mas no siempre es así, hay en la izquierda caviar de la actualidad también mucho burgués montado en el dólar que considera humano socorrer a los oprimidos y a los que menos tienen; eso les hace sentirse mejores personas y limpia sus conciencias, mas no son santos que dejen todos sus bienes para repartirlos entre los pobres, como San Francisco de Asís, sino que se dedican a repartir los bienes de los demás, más bien como Robin Hood.

La igualdad de derechos de todos los ciudadanos es un gran hito de nuestra civilización, pero no sacia totalmente las frustraciones de los más desfavorecidos. Nuevamente, por mucho que los lemas de una igualdad teórica se repitan hasta la saciedad, aparece un gran obstáculo para la igualdad práctica: el dinero o cualquier otra forma de poder.

Se nos habla de igualdad de oportunidades, de modo que el hijo de un pobre o de clases bajas pueda tener las mismas facilidades para el acceso a los puestos de más alto status en la sociedad que el hijo del rico o de alta clase social. Pero el hijo del rico va a mejores colegios o universidades, incluso aunque no sea un estudiante excelente merecedor de becas. Esto no impide que algunos de los estudiantes procedentes de las clases bajas lleguen a elevados puestos, pero estadísticamente los resultados difieren notablemente: por ejemplo, en un estudio realizado hace algunas décadas en el Reino Unido (datos de Sociología, 5ª. ed. de Anthony Giddens), se pudo ver que el 70% de los estudiantes cuyos padres pertenecían a la clase profesional más alta conseguían notas satisfactorias en más de cinco asignaturas en los exámenes nacionales; sin embargo, sólo el 14% de los procedentes de hogares de la clase obrera lo conseguían.

Se podría hacer una larga lista de cosas que son fáciles de conseguir para quien tiene poder, dinero o influencia, y que son muy difíciles de conseguir para quien no está entre las clases favorecidas. Somos iguales, sí, pero unos viven en casas ostentosas y otros viven en chabolas o sin techo. Unos tienen vacaciones a países exóticos, coches lujosos, yates, y otros no tienen ni para pagar el recibo de electricidad ni para pagar el bono mensual de transportes. Unos se mueren esperando en listas de espera de la seguridad social de años a que les toque el momento de ser atendidos, y otros disponen de recursos para ir a hospitales privados extranjeros en caso de tener algún problema grave de salud. El dinero y el status en las sociedades como las nuestras marcan diferencias notables en las posibilidades de los ciudadanos, y nunca podremos conseguir en la práctica una igualdad mientras existan diferencias salariales, derechos adquiridos por herencias familiares u otros. Igualdad y capitalismo es un oxímoron.

Entre la hipocresía y la impotencia por defender un ideal imposible, surgen en nuestros tiempos variantes de sucedáneos que hacen de opio moderno de las masas. Ahora, la moda post-hundimiento de la Unión Soviética es apelar al victimismo de mujeres, homosexuales, negros, inmigrantes, etc. bajo la estela del esquema clásico de opresores y oprimidos propio de la lucha entre proletariado y burguesía de la filosofía marxista. Cualquier excusa es válida para proclamar a grito pelado “igualdad”, sin que se sepa muy bien qué se quiere decir con tal exhortación más allá de la igualdad de derechos ya conseguida hace tiempo. Más bien, parece que lo que se persigue es el voto de los descontentos o frustrados prometiéndoles un paraíso inexistente.

Fraternidad

La fraternidad es la gran olvidada por todos los que aspiran a hacer algo en política democrática, pero quizá sea la más bella y justa idea de entre los tres lemas revolucionarios. También es el ideal menos utópico. No se trata de ser libres como individuos, no se trata de ser iguales, se trata de estar unidos como hermanos (como buenos y cooperativos hermanos en una familia unida, no como Caín y Abel), como pueblo o nación en los logros o ante la adversidad, y pensar en términos globales de la patria o humanidad antes que en lo individual, en el sacrificio y la sumisión de unos individuos en pos de unos valores globales por el bien común.

“En el acto de nuestra sumisión consiste tanto nuestra obligación como nuestra libertad.” (Hobbes, Leviatán)

“El talento político de una masa no es sino confianza en la dirección.” (Spengler, La decadencia de occidente)

En contra de lo que suele aparecer en los libros de Historia ordinarios, las buenas intenciones y los buenos ideales no son suficientes para que los cambios triunfen. Es más, las revoluciones que triunfan no son las de más dignos ideales, sino aquellas en las que los intereses de quienes las promueven y su sed de poder llegan a tener suficiente fuerza como para vencer al Statu quo. La revolución francesa, por ejemplo, no fue puramente una lucha del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, ni por todos esos ideales hermosos de libertad, igualdad y fraternidad; tras la escena movía hilos la burguesía ansiosa de poder esperando la caída de la aristocracia para poder ellos ser importantes. Era y es una cuestión de lucha de poderes.

Los políticos actuales siguen alentando hoy en día las consignas de libertad o igualdad. Es ingenuo creer en ellas. Hoy como ayer, la democracia se basa en falacias, y dista de ser la mejor forma de gobierno, tal y como nos dice la tradición del pensamiento antidemocrático desde hace 24 siglos. Mientras siga existiendo el capital como fuerza que impone su orden social, libertad e igualdad no son sino meras palabras sin contenido real. Pero la democracia es inseparable del capitalismo, ergo…

Libertarios e igualitaristas constituyen el pensamiento político débil de nuestra época. Si dejamos que algunos libertarios decidan sobre cómo controlar una pandemia pensando en las libertades individuales, o las previsibles catástrofes climáticas o de otra índole, nuestra sociedad se irá al garete. Si dejamos que algunos igualitaristas remplacen las meritocracias por sistemas de cuotas, y dejamos que feministas chillonas o colectivos frustrados mangoneen la política de una nación, aviados estamos también a la hora de competir con otras potencias pujantes. Más nos valiera construir una sociedad fuerte y unida en pos del bien común.


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Martín López Corredoira
Martín López Corredoira (Lugo, 1970). Soy Dr. en Cc. Físicas (1997, Univ. La Laguna) y Dr. en Filosofía (2003, Univ. Sevilla) y actualmente investigador titular en el Instituto de Astrofísica de Canarias. En filosofía me intereso más bien por los pensadores clásicos, faros de la humanidad en una época oscura. Como científico profesional, me obstino en analizar las cuestiones con rigor metodológico y observar con objetividad. En mis reflexiones sociológicas, me considero un librepensador, sin adscripción alguna a ideología política de ningún color, intentando buscar la verdad sin restricciones, aunque ofenda.