Alguien le ha enchufado un micro a alguien en un momento distendido y se ha armado la marimorena, porque ese segundo alguien ha expresado ideas que a muchos miles de personas que se autodenominan tolerantes, defensoras de los derechos humanos, adalides de la democracia y ante todo inclusivas esas ideas no les gustan. Peor aún, ese alguien ha declarado que votará a un partido —al que todo parece indicar que votarán unos tres millones o más de españoles— cuyas ideas no tienen derecho a tener voz pública; sin importar que respeten el juego democrático, en nombre de la democracia se pretende aniquilar sus propuestas. Enseguida se han organizado los vociferantes para saber dónde trabaja ese alguien —Orange—, y, parapetados en su mayoría tras un cobarde anonimato, se han puesto a ver de qué manera podrían hacerle daño.
Los oficiantes de la fea escandalera se han dividido en tres comandos: quienes abogan por un boicot a la compañía que la emplea, quienes han pedido su despido fulminante y quienes han declarado sencillamente que dejarán de contratar con Orange, en vista de la gente facha que se les cuela en sus procesos de selección, o incluso por considerarlos cómplices. Los del boicot son los más ruidosos; los #HashtagWarriors que van cosechando sensaciones de superioridad moral smartphone en mano desde el sofá de casa. «Un nuevo hito en mi lucha antifascista», tuitea adjuntando un selfi esta panda de pusilánimes que acosan a una persona —¿a una compañía? Ja— a la que niegan la posibilidad de tener posturas políticas alternativas a las suyas. Tampoco es que vayan a cambiar de compañía, los pusilánimes, que ya nos conocemos: no pagarían ni una penalización de treinta euros ni un sobrecoste mensual de seis por defender sus «principios». En el colmo de la estupidez, ha habido hasta algún tuistar de la lucha antifascista que ha lamentado no ser de Orange para poder darse de baja; cómo añoro los tiempos en que la conciencia política no era en cuatro de sus quintas partes performance.
Lo que hemos descubierto con este altercado es que hay mucha gente que confunde la ideología de las empresas con la de sus empleados; y que les gustaría saber dónde trabaja la gente cuyas ideas no comparte, para ver si puede arruinarle la vida
No hace falta decir que fueron los autoproclamados campeones contra la censura quienes primero y con más ahínco promovieron esta censura. Ya saben, quienes tiran del poema de Niemöller y comparten el manido «Primero vinieron por los socialistas, pero yo no dije nada, porque no era socialista». Por cierto, el poema empieza hablando de los comunistas y luego de los socialdemócratas; pero esto es lo de siempre, lo vamos a deformar por el bien del relato. Rubén Ochandiano, actor que dos (¡dos!) días antes clamaba contra la censura política a una obra de teatro, se sumó alegremente al boicot instantáneo. Porque nunca es el qué, siempre es el quién. También han participado en el pogromo los campeones de la tolerancia, que como todo el mundo sabe es la cualidad (in)moral que consiste en tolerar a los tuyos y acallar a los disidentes. En el colmo del cuajo, estos adoradores de la Glavlit y Franz Eher van llamando a quienes defienden la libertad de expresión «nazis», cuando ellos demuestran, con su celo persecutor y sus Siberias redivivas, ser émulos perfectos del proletario de Moscú y el tendero de Múnich que alegremente denunciaban a sus vecinos allá por los años treinta.
A los de la tolerancia de pacotilla les gusta aducir, como contundente argumento a su favor, la —inventada— paradoja de la tolerancia, que consiste, atentos a la profundidad de la postura, en un pictoline en el que junto a una docena de esvásticas y un par de Hitler aparece Karl Popper afirmando que «defender la tolerancia exige no tolerar lo intolerante». Como es más fácil guasapear un dibujito que leer y pensar, el 99% de quienes gustan de la estampa no saben que la idea proviene de una nota al pie de una obra de Popper —La sociedad abierta y sus enemigos— que tiene cientos de páginas dedicadas a explicar lo contrario de lo que sugiere el pictoline: que una sociedad abierta, libre, es aquella en la que la palabra se combate con la palabra. Tampoco hace falta ser Popper —con la ESO basta— para saber que el nazismo surgió a través de la violencia, y no porque un señor con un bigote y un peinado ridículos diera discursos en una cervecería de Múnich; que desde el principio todo totalitarismo consiste en hundir a los demás dinamitando el debate por las malas; por ejemplo, condenando a los votantes de un partido a que nadie los contrate. Capítulo aparte para lo corto que hay que ser para combatir una opción política que te disgusta victimizando a sus votantes, granjeándoles, así, las justas simpatías de los verdaderos demócratas. Pero ya sabemos que ninguno de esto quiere acabar con su némesis: la necesita para sus discursos y para añadir pseudoépica a sus cobardicas batallas.
Con todo, lo más pasmoso ha sido ver un montón de cuentas tuiteras de las del triangulito rojo, ver a esos perfiles con el puño el alto —la Internacional como tono del móvil, seguramente— arremeter contra una trabajadora y ponerla a los pies de los caballos. Que quienes se dicen anticapitalistas (¡?) sean precisamente quienes exijan a las empresas que controlen las ideas de los empleados y que, llegado el caso, los despidan, están pidiendo ni más ni menos que el mundo corporativo se erija en guardián de la polis, y que los comités de dirección suplanten al pueblo. Pedir limpiezas ideológicas al «capital» es un repugnante pensamiento de esclavo. Influencers como Selena Milán —cuento los días para que esta gente vuelva a la irrelevancia de la que nunca debió haber salido— pidieron «consecuencias» contra la trabajadora; y, en fin, han sido innumerables los del «poder para el trabajador» que se han puesto a lapidar a una compañera, como en la famosa escena de La vida de Brian; y sin siquiera tener la vergüenza de calzarse una barba.
«No es una trabajadora, es una directiva». Oh, vaya. En primer lugar, es falso que sea una directiva. La afectada ostenta el cargo de Trade Marketing Manager; para los que no sepan nada de empresa —la mayoría de sus acosadores—, un Manager es un mando, esto es, un currela. No es solo que hoy sea «Manager» hasta un empleado sin personas a su cargo —dense un paseo por LinkedIn, a ver si encuentran a alguien que NO sea «Manager» de algo—, y que, por supuesto, ella no sea un «alto cargo», como ciertos panfletos, para azuzar bobamente a sus hordas, la han denominado; es que una persona, trabaje de lo que trabaje y hasta en el caso (no es este) en que esté sujeta a un contrato especial de alta dirección, no ve por ello conculcados sus derechos civiles. Que a mucha gente le gustaría que los/las jefes/jefas fuesen ciudadanos de segunda ha quedado bastante claro.
El aspecto más inquietante de esta polémica es el a primera vista más inocuo: la idea de que el consumidor «es soberano» y que puede decidir dejar de contratar con Orange por motivos ideológicos o los que le vengan en gana. Que legalmente puede no es ni siquiera susceptible de discutirse; por lo demás, aquí no se está hablando de leyes. Lo que hemos descubierto con este altercado es que hay mucha gente que confunde la ideología de las empresas con la de sus empleados; y que les gustaría saber dónde trabaja la gente cuyas ideas no comparte, para ver si puede arruinarle la vida. Sirva como otro recordatorio más de cómo nos están tribalizando las redes sociales. Llega un punto en que el «consumidor soberano» abre la puerta al sujeto incivil, acosador y totalitario. Como sigamos jugando así con la convivencia, pronto lloraremos por cosas mucho más graves, y romperemos cosas que no tienen recambio ni se curan con un puñetero hashtag.
Por lo que a mí respecta, esta es la nota de prensa que me hubiera gustado que emitiera Orange:
Hemos sabido, a través de las redes sociales, de las declaraciones de una empleada de nuestra empresa en la que expone sus ideas políticas. A raíz de dichas declaraciones, muchas personas se han dirigido a nosotros por diverso canales bien para expresarnos que se darían de baja de nuestra compañía bien para pedirnos que despidamos a dicha empleada.
Queremos expresar nuestra más absoluta repulsa a quienes nos piden que fiscalicemos las creencias políticas de nuestros empleados. Somos una empresa diversa, y eso implica que los somos en todos los sentidos: etnia, orientación sexual, religión y por supuesto ideología política. Creemos que una sociedad que pide a las empresas que nieguen el derecho al trabajo a una persona por sus valores —condenándola a la exclusión y a la muerte civil— se dirige hacia el precipicio totalitario, y de ningún modo, ni al seleccionar personal, ni al decidir sobre sus carreras, vamos a contribuir a ello. No vamos a inmiscuirnos en la esfera que la Constitución sanciona como perteneciente a la intimidad inviolable de las personas; y estamos en contra de todo tipo de censura. Queremos, además, llamar la atención sobre la peligrosa deriva de una sociedad en la que denunciantes anónimos, haciendo gala de su nula disposición democrática, su baja catadura moral y su cobardía, se dedican a perseguir a sus conciudadanos.
Nuestra empresa basará siempre sus decisiones empresariales en ofrecer el mejor servicio a sus clientes, y no en hacer política; porque entiende que no hay mejor contribución a la polis para una empresa que respetar la esfera de conciencia de todos y cada uno de los ciudadanos.
Lamentablemente, la empresa se expresó en otros términos bien distintos, refiriéndose a su estricto respeto «a la diversidad», en clara disculpa por lo que había dicho su empleada. Desmarcarse de lo que tus empleados digan en su esfera privada es una cosa bien tonta, además de autopunitiva (excusatio non petita, accusatio manifesta); es darle la razón a quienes no distinguen entre tu línea ideológica y la de tus empleados. Y apelar a la «diversidad» sin defender la diversidad ideológica es un acto que empeora la convivencia. Las empresas tienen en efecto deberes políticos que cumplir; si no por convencimiento, deberían cumplirlos por interés: en una sociedad sin libertad hay muchas menos cosas que vender, y antes o después las tiendas se manchan de sangre.
Foto: Joshua Rawson-Harris.