El despropósito de la «Ley de restauración de la naturaleza», aprobada por el Parlamento de la Unión Europea (UE), es el enésimo ejemplo de un funcionamiento perverso de las instituciones de Bruselas, donde la representación democrática es condicionada en sus orígenes mediante un cuello de botella cuyo modus operandi es el motivo de este post.

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Para negar las acusaciones de que la UE no es representativa, que no refleja el parecer de sus ciudadanos, mucho menos sus intereses, se suele esgrimir la existencia de un parlamento compuesto por representantes elegidos mediante sufragio en cada país miembro. Por lo tanto, las decisiones adoptadas por ese parlamento cumplirían escrupulosamente con el principio de representación.

Resulta difícil creer que se puede legislar de forma tan suicida y necia por propia voluntad sólo porque se es progresista, ecologista o simplemente imbécil. Aquí huele a dinero. Un aroma que también emana de ese otro disparate que es la electrificación del parque automovilístico europeo en unas magnitudes y plazos imposibles

Sin embargo, la cuestión no es el sentido del voto de ese parlamento, que también es para nota debido al sesgo dominante, sino cómo y quién escoge los asuntos que acaban llegando a él y, por pasiva, quién y cómo impide que lleguen otros que son mucho más pertinentes que los que se acaban votando.

En resumen, ¿quién y cómo controla la agenda europea?, ¿por qué acaba llegando al parlamento una propuesta tan perjudicial como es la «Ley de restauración de la naturaleza»?, ¿cómo es posible que la UE promueva leyes que suponen una catástrofe para el sector agrícola europeo y especialmente español?, ¿han enloquecido en Bruselas? Sospecho que no se trata de locura sino de algo peor.

Trataré de explicar brevemente cómo se impone una agenda al margen no ya del parecer de los ciudadanos europeos, sino sin que estos sean siquiera razonablemente informados.

El núcleo duro de los tecnócratas de Bruselas, además de un puñado de políticos profesionales, casi todos socialistas, socialdemócratas o democratacristianos, lo constituye un ejército de egresados universitarios que, sin apenas experiencia, recalan en los órganos burocráticos europeos. Se supone que estos egresados tienen una formación académica de primer orden. Son expertos en el manejo de datos y capaces de realizar estudios en profundidad sobre infinidad de materias… pero siempre desde una visión estrictamente teórica que suele estar unida a un “ideal”… o a determinados intereses. No son neutrales, tienen sus preferencias y, en función de éstas, discriminan los datos y los recolocan en un marco interpretativo ad hoc. Esta tecnocracia junto con el perfil político dominante en Bruselas se ha constituido en una poderosa tenaza que controla la agenda europea.

Pero esta tenaza necesita, además de la liturgia del voto de los parlamentarios europeos, una legitimidad proto-democrática; es decir, necesita apoyarse en una supuesta participación ciudadana, una demanda social previa para vendernos el relato de que no se nos impone una agenda, sino que las iniciativas legislativas beben de un sentir popular previamente constatado.

Esto es exactamente lo que ha sucedido con «Ley de restauración de la naturaleza». Una ley que en realidad los europeos no han demandado y de cuya votación en el Parlamento Europeo se han enterado apenas unos días antes, sin margen para informarse y mucho menos reaccionar.

En el caso que nos ocupa, la coartada proto-democrática tiene un nombre rimbombante: Conferencia sobre le futuro de Europa. Un conjunto de debates celebrado en mayo de 2022 sobre determinados asuntos en el que hubo «mesas ciudadanas» pero del que la inmensa mayoría de europeos no tuvo ni noticia (¿usted se ha enterado?). Las mesas se constituyeron con ciudadanos de los diferentes países que, previamente, fueron seleccionados por las organizaciones locales. Es decir, que si usted, querido lector, no participaba en una de estas organizaciones o no era un miembro destacado de alguna de ellas, no es ya que no pudiera ser seleccionado, es que no tuvo noticia del evento.

Así, las “mesas ciudadanas” no son constituidas por ciudadanos escogidos al azar, sino por activistas muy conscientes de los objetivos que persiguen. El resto de los europeos está trabajando, estudiando y atendiendo sus asuntos, y no tiene tiempo de militar en organizaciones destinadas a salvar el mundo. Y es que salvar el mundo no es una mera afición, es ya una profesión. O te dedicas a ello o te ganas el pan con el sudor de tu frente. Gracias a esta selección previa, las conclusiones de los afortunados “invitados» están saturadas de justicia social, justicia medioambiental, economía sostenible, economía circular, agricultura ecológica, etc.

Con la supuesta «participación ciudadana» como punto de apoyo, políticos y tecnócratas pueden argumentar que es la ciudadanía, representada por un puñado de invitados, y no ellos, quien promueve una legislación que, de aplicarse, desmantelará el sector agrícola europeo, pondrá en jaque nuestra soberanía alimentaria y nos dejará a merced del suministro de terceros.

Así, la nota informativa sobre la aprobación de esta nueva ley concluye: «Esta legislación responde a las expectativas de los ciudadanos en relación con la protección y la restauración de la biodiversidad, el paisaje y los océanos, expresadas en las propuestas 2(1), 2(3), 2(4) y 2(5) de las conclusiones de la Conferencia sobre el Futuro de Europa». Sin embargo, ni usted ni yo nos hemos enterado, tampoco el 99,9999% de los europeos.

Bruselas avanza con paso firme en la degradación de la UE mediante una suerte de asamblearismo con mucha pompa y circunstancia, pero que en realidad no es más que un subterfugio con el que un puñado de mandarines ha tomado el control.

Con todo, lo peor es la sospecha de que, detrás de supuestas preferencias ideológicas, hay algo mucho más ruin: la alargada sombra de la compra de voluntades. En el caso de la «Ley de restauración de la naturaleza», esa sombra sería la acción exterior de Marruecos y un lobby agrícola marroquí en el que, curiosamente, participan empresarios europeos.

Resulta difícil creer que se puede legislar de forma tan suicida y necia por propia voluntad sólo porque se es progresista, ecologista o simplemente imbécil. Aquí huele a dinero. Un aroma que también emana de ese otro disparate que es la electrificación del parque automovilístico europeo en unas magnitudes y plazos imposibles. Aunque en este otro caso, la alargada sombra de la corrupción es un conjunto de sombras chinescas… también con ciertos agentes europeos implicados.

Sea que haya detrás ideología o dinero, todos estos disparates —en realidad, puras y duras estafas— deben ser paralizados por los gobiernos nacionales. En lo que a los españoles respecta, esa tarea recaerá en el próximo gobierno. No podemos seguir silbando ante una deriva de la Unión Europea que cada vez da más miedo y que apesta a corrupción.

Foto: PeterBe.

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