Es bastante probable que, al menos en teoría, casi todo el mundo prefiriese escoger la realidad, si tuviese que decidir entre ella y una mera apariencia. Lo curioso es que, en la práctica, la fuerza de las apariencias suele ser muchísimo mayor que la de las realidades desnudas. No hay demasiado misterio filosófico en esta paradoja, pero sí parece conveniente preguntarse por las razones que hacen posible la preferencia por las apariencias y, muy en especial, por esa clase de apariencias que son las mentiras.
Las mentiras son apariencias que no parecen serlo, y esa es la ventaja que tienen, que juegan sucio con la vestimenta de la verdad, pero deberán tener alguna otra cualidad que las haga valiosas, interesantes.
Las mentiras son apariencias que no parecen serlo, y esa es la ventaja que tienen, que juegan sucio con la vestimenta de la verdad
Empezaré el análisis con un caso que se ha recordado recientemente con motivo del centenario de Richard P. Feynman, el físico más a brillante de la segunda mitad del pasado siglo. Feynman, que tenía justísima fama de no rendirse ante ninguna conveniencia, formó parte de la comisión que trató de explicar el fallo del Space Shuttle Challenger en 1986, una explosión espectacular y aparatosa que conmovió al mundo y ponía en peligro los ambiciosos planes de gasto de la NASA.
Los comisionados se inclinaban a un cierto tipo de disimulo político, y Feynman, que discrepaba de esa estrategia, exigió que su dictamen se publicase de manera íntegra e independiente. Sus palabras finales se han repetido muchas veces desde entonces porque expresan una verdad que trataba de ocultarse: “Para una tecnología exitosa la realidad debe prevalecer sobre las relaciones públicas, porque no se puede engañar a la Naturaleza”.
La ciencia de calidad y la política basura
Aquí encontramos una diferencia fundamental entre la (buena) ciencia y la (mala) política. En la ciencia de calidad, la mentira tiene pocas probabilidades de prosperar porque impera la competencia y el espíritu crítico, en la política basura, la apariencia (en forma de mentira o de relato, como ahora se dice) puede convertirse en una fuerza casi insoportable, precisamente por lo contrario, porque impera la voluntad de imponerse, el partidismo.
La naturaleza es común a todos, pero las palabras se pueden usar para ocultarla, para imponer el lenguaje del interés, que es partidario por definición, y los que se benefician de él acaban constituyendo una fuerza indudable que se las arregla para sojuzgar a los demás, merced a la incorporación progresiva y potencialmente ilimitada de nuevas huestes partidarias, mediante el control de los espacios sociales teóricamente destinados a la conversación y a la discusión libre entre iguales. Como es lógico, la inclusión en los planes de educación (una expresión que debería ser alarmante) de sus respectivas doctrinas es el paso definitivo para lograr el ansiado control social.
Esta es la clave del predominio que se quiere imponer cada vez con más fuerza en las políticas de grupo, en los impulsos hacia el privilegio, partan o no de una situación de injusticia. Al pertenecer a un grupo y hacer de ese hecho un sentimiento identitario, los miembros de ese colectivo (sean proletarios, mujeres, nacionalistas, ciclistas o animalistas) se sienten capaces de imponer sus preferencias como algo natural, dejan de percibir la porción de privilegio que pueda haber en sus demandas e imponen sus relaciones públicas en la agenda política haciendo sentirse culpables a quienes no las compartan, incluyéndoles, quieran o no, en el grupo de los opresores, de los mentirosos. Así funciona esa dinámica, con plena independencia de la justeza y valor de las causas respectivas.
Donde los individuos se sienten aislados y débiles, procuran formar parte de un ‘colectivo’ suficientemente agresivo, una identidad común
Estas demandas de grupo tienden a hacerse irresistibles en las sociedades de masas en las que los individuos pueden llegar a sentirse muy aislados y débiles, de forma que procuran defenderse formando parte de un colectivo suficientemente agresivo y con una identidad común y floreciente. Lo terrible de esta dinámica es lo lejos que queda de los ideales ilustrados y escépticos, proclives al sapere aude, al pensamiento libre, de forma que se puede llegar a configurar una sociedad que, como en el caso de El Mundo feliz de Aldous Huxley esté, a la vez, férreamente sometida al designio de unos pocos, y habitualmente desconocidos, pero, a cambio, se sienta muy cómoda y libre, por estar sujeta con cadenas que le parecen de su elección.
La mentira y la apariencia
Ser antes que parecer, es un lema valiente con el que muy pocos se atreven a ser consecuentes. La mentira es un lenitivo muy poderoso, y la apariencia es lo que la mayoría de las personas corrientes valoran sin mayores preocupaciones. Por eso resulta tan importante decir que se tiene un máster legal sin saber una palabra de derecho, se afirma tener una voluntad de servicio cuando se quiere esconder el ánimo más rapaz, o se quiere presumir de liberal siendo un autoritario de tomo y lomo.
Debería preocuparnos vivir en un país donde se rinde pleitesía a famosos sin mayor motivo y en el que el espíritu crítico prácticamente ha desaparecido
Debería preocuparnos vivir en un país en el que se rinde pleitesía a famosos sin mayor motivo, en que se otorga prestigio a auténticos bocazas, y en el que el espíritu crítico (secuestrado habitualmente por hampones) prácticamente ha desaparecido, si es que ha llegado a existir. Tenemos en nuestra contra un pasado no excesivamente brillante en el que ha predominado una cultura más teológica y barroca que empírica, escéptica y científica, en la que la preferencia (Miguel de Unamuno, por ejemplo) por San Juan de la Cruz frente a Descartes ha solido ser más que una boutade.
No pretendo que caigamos en ninguno de los estrechos tópicos de las diversas leyendas negras, que, por cierto, se han adueñado de generaciones enteras de intelectuales menos críticos que petulantes, pero sí que seamos capaces de poner en solfa los valores mayoritarios, cuando lo merezcan, cosa muy frecuente, y de defender el valor de la democracia no por la que tiene de predominio de la mayoría sino por lo que significa de defensa de los derechos de todos, incluso de los de los infumables miembros de la famosa Manada, y no solo de los de las personas que representan prototipos de predilección.
Ernest Hemingway cuenta el caso de un miliciano que despacha a un bienintencionado misionero anglicano diciéndole que, si no ha creído en la religión verdadera, menos va a creer en la que le están contando. Me temo que no sea ese el caso general, para bien o para mal, una gran mayoría de españoles parece haber abandonado esa religión verdadera de la que hablaba el miliciano, pero cabe temer que no esté teniendo la misma libertad de espíritu frente a las diversas religiones que ahora le asaltan prometiéndoles el paraíso de la limpieza moral que se reserva a las almas bellas y biempensantes que la defiendan a capa y espada.
Entregados a un Estado benefactor, al ogro filantrópico del que habló Octavio Paz, podemos convertirnos en víctimas fáciles para quienes lo controlan abusando de la buena fe del común, de unos ciudadanos insuficientemente protegidos contra el imperio de apariencia por falta de destreza crítica frente a los alegatos mentirosos con los que se busca controlarnos.
Foto Chris Slupski
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