Si eligieran ustedes una cadena privada o pública, observarían que el tiempo dedicado al contenido informativo resulta mínimo, mientras que el ocupado por la apología de la corrección política, bien nutrida de componente emocional, es máximo. Una ecuación que no falla en un canon narrativo en el que la víctima tiene un papel dominante. La guerra de Siria, el conflicto de la República Centroamericana del Congo, o la guerra del Yemen (bastante silenciados), Venezuela o cualquier página de sucesos local, nacional o internacional, se convierten en una crónica, donde las víctimas son un hilo narrativo que banaliza la información,  tanto desde la constante admonición al sufrimiento de las personas, como al culto victimario, y en particular si son niños.

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La explotación de la víctima es un ejercicio muy rentable para los índices de audiencia, en la medida en que explotan la carga emocional que acomoda al espectador y simplifica la realidad. El discurso igualitario imperante en la corrección política actual, no contempla los procesos individuales diversos que cada uno tiene para hacer suyo el sufrimiento propio o el de los demás.  Sobran evidencias para afirmar que lo que puede ser tolerable para unos, resulta insoportable para otros, del mismo modo, parece demostrado que existen diferentes umbrales de dolor.

Los dictados de la corrección están indicando que todos tenemos que ser igual de sensibles al dolor ajeno, y que lo contrario manifiesta una falta de sensibilidad y solidaridad. Pero además hay que aceptar que todo sufrimiento debe ser valorado en función de la persona que lo padece. Dicho de otro modo, sufre más quién más lo manifiesta. Los artistas, políticos, pensadores, hasta futbolistas lloran, porque así son más auténticos, aceptados y creíbles.

Esta pornografía del sensacionalismo del sufrimiento, con el victimismo como protagonista, se extiende por todos los aspectos de la sociedad actual, iceberg del infantilismo que se expande por Occidente. El sociólogo Michel Wieviorka indica un giro antropológico, que convertiría a la víctima en el sujeto central de un nuevo diseño en las relaciones sociales. La ocupación del victimario en el espacio público (sociedad, cultura, política, arte) y privado (familia, relaciones), no solo marcan una tóxica hibridación de los espacios públicos y privados, también imponen un dogma narrativo y moral. 

Anthony Daniels, psiquiatra británico, advierte con un buen puñado de evidencias, que estamos en la era del sentimentalismo tóxico, en la que el culto a la emoción pública infecta todos los aspectos de la vida. El lugar para el luto y el dolor, necesitado de intimidad y silencio, hoy es alardeado y jaleado en público desde la escenificación sensacionalista, amplificada en el circo mediático.

Los educadores, los padres y madres experimentan su responsabilidad en el zozobro de la alarma constante de sus hijos ante toda exigencia y colocación de límites. Familia y educación han construido un bonito parque infantil, en el que se aprende jugando, y se educa en la complacencia y la ausencia de normas. Padres y madres delegan en la escuela, lo que la escuela en muchos casos, no puede o no quiere hacer. El temor a la exigencia, y el esfuerzo de ser constantes y persistentes en el mantenimiento de unos límites, precisa intención, dedicación y presencia. Realidades muy presentes en el seno de las familias y en la escuela, como el abandono, el acoso escolar, la diversa discriminación, se presentan solo desde la visión de la víctima, sin atender a sus diferentes contextos, causas, efectos y protagonistas.

La aceptación social de que las víctimas, reales o imaginarias, tienen la autoridad moral, ética y legal para determinar un servicio privado o público (familia, escuela, policía, servicios sociales, sanidad, instituciones), conduce a la costumbre del supuesto abuso, solo contando con la opinión de la víctima. Es decir, una persona  que expresa su dolor, es prueba suficiente para su reconocimiento. Su percepción está por encima de las pruebas objetivas y comportamientos que motivaron esa queja. Si el contexto mediático frecuente ante estos casos, es de linchamiento social, es poco probable distinguir entre lo ocurrido y la posición prevalente de la víctima. Al fin y al cabo quien ha sufrido algún tipo de daño, se ha convertido en víctima, y por tanto, poco daño o mal puede hacer. Imaginen el trabajo que tienen los abogados, las múltiples ONGs, y asociaciones varias en torno a este asunto.

Es mucho más cómodo y liberador pensar que la causa de cada uno de nuestros problemas o desgracias está fuera. Y muchísimo más, pensar que hay un culpable fuera de nosotros. Por lo cual es muy razonable que existan personas, es muy probable que ustedes lectores conozcan alguna, que cronifique su posición de víctima porque descubren que les aporta más beneficios que costes. Es una buena manera de estar al salvo de la crítica ajena, porque de la propia ya lo estuvo.

Sabemos que las narrativas precisan de víctimas, y en consecuencia, conflictos con rostro, para que sus lectores y espectadores sonrían y lloren, sientan y se emocionen con el drama ajeno. La industria mediática explota sus escenas lacrimógenas en la explotación de la víctima, como hemos observado estos largos días alrededor del niño Julen, parece que quien no ha escrito u opinado o expresado sus emociones y su compasión ante esa desgracia es un insensible.

Sabemos que es muy fácil diseñar hoy una tendencia, el circo mediático y el laboratorio de las redes sociales, y la suma de sus esfuerzos e intereses, encuentran la carnaza suficiente en el fragor violento del suceso que se convierte en relato, o en el efecto balsámico de la noticia amable, condescendiente, que nos hace sentir a todos un poco más buenos y un poco menos culpables. Es difícil imaginarse un telediario sin los deportes y el tiempo en su cierre, o la noticia y crónica de una catástrofe sin el socorro a las víctimas con la intervención final de una ONG.

La fascinación por el espectáculo violento, o por la pornográfica exhibición de las emociones alrededor de una víctima, no es una novedad, sí lo es la proyección moral y la amplificación social que ha adquirido con las llamadas tecnologías de la información y la comunicación, o sea, las múltiples pantallas con sus asesores y diseños.  La posibilidad de publicar  una imagen en un fragmento de segundo a cientos de miles de espectadores o usuarios, convierte a una persona anónima en una efímera celebridad. Si esta persona es una víctima, la simpatía y la empatía de la audiencia global está garantizada, da igual lo que haya ocurrido, o las consecuencias que tengan su actitud.

Como bien indica Anthony Daniels, se percibe como un ansia por ser víctimas hasta de nuestro propia comportamiento. El esfuerzo por ser cómplices de nuestros propios actos violentos además de ser vacuo sentimentalismo es decadente. La idea de que todos los que sufren son víctimas, tiene un rápido y cómodo corolario, los que no son víctimas no sufren, que nos conduce a otra peligrosa conclusión: las ayudas, subvenciones, compasiones y derechos, deben prestarse según la necesidad, y no según el merecimiento.

Foto: Andrea Bertozzini


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