Ser capaz de reconocer la verdad, ser inteligente, y rechazar la ignorancia, el error y la mentira es una de las cualidades que todo el mundo estima poseer tanto o más que cualquier otra persona. A esa capacidad, que se queda muy coja si no obtiene el respaldo de otros, se le llama a veces “ponerse de acuerdo”. Cuando ese acuerdo es muy unánime, tiende a ser fuertemente expansivo, trata de imponerse y puede incurrir no ya en el deseo de convencer, de convertir al incrédulo, sino en el propósito de imponer eso que se tiene como verdad con la piadosa disculpa de que el error no avance y que la ignorancia no cause más daños.

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A veces se ha llegado a pensar que la verdad tiene sus propios derechos, olvidando que los derechos los tienen solo las personas, en ningún caso las creencias o los ideales, por comunes que sean y obvios que parezcan, razón por la cual hay que poner mucho más interés y atención en proteger la libertad de opinión que en establecer ningún supuesto derecho a imponer algunas especies de verdades, por ciertas y definitivas que puedan parecer. Las convicciones fuertes suelen oficiar de salvoconducto para saltarse cualquier cosa que se oponga o dificulte su vigencia, hasta el punto de lograr que las propias mentiras se tornen casi imperceptibles para el que las sostiene: la pasión por imponer una verdad que se aprecia mucho puede llevar a que se considere que no es mentir las falsedades que se defienden en honor de una verdad que se estima superior, de la vigencia de lo que querríamos establecer como indiscutible.

Cuando vemos que se nos imponen verdades por la fuerza de la ley, se trate de la historia, de los derechos o de las amenazas del futuro, debemos sentir miedo, incluso si esas verdades nos parecen serlo también a nosotros

Otorgar a las mayorías una autoridad intelectual puede ser un error grave, porque las creencias mayoritarias bien pueden ser absurdas, irracionales y peligrosas, por más que podamos pensar que eso no es lo más frecuente. Hay un enorme rimero de cuestiones en las que la verdad no resulta fácil de establecer, y es en esas cuestiones cuando un desmedido afán proselitista de los que creen poseer ya la verdad sin más se convierte en algo muy peligroso.

No es ninguna casualidad que los totalitarismos del siglo XX se hayan presentado como democracias, a pesar de haber convertido a la mentira en fundamento de su política criminal. Existe una razón muy de fondo para que la mentira y el poder se alíen con gran facilidad, una dimensión de la mentira que va más allá del cálculo, del éxito que quepa atribuir al engaño.

Mientras que la verdad nos obliga a reconocer algo que no puede ser modificado a capricho, la mentira muestra una amplitud muchísimo mayor porque, al igual que el error, puede existir de mil maneras. El que tiene un poder que le permite mentir sin peligro de ser desmentido puede jugar a sus anchas con la realidad porque puede construir un mundo a la medida de su interés. La mentira no solo es un acto libre, sino que, además, es libre en un sentido muy profundo, no tiene límite alguno y, si se puede sostener, cabe que llegue a ser todopoderosa, además de que protege a quien la usa con astucia. Churchill decía, al parecer, que una mentira da la vuelta al mundo antes de que la verdad se ponga los pantalones, y esa rápida eficacia constituye una tentación muy difícil de superar a los muy convencidos de estar en lo cierto.

Tratar de imponer la verdad se parece bastante a mentir porque supone negar a los demás el derecho a pensar por cuenta propia, y siempre exige el olvido de las facetas menos vistosas de la verdad que se defiende con tanto ahínco. Cuando se dice, como hacía Juan de Mairena el apócrifo machadiano, que la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, se afirma algo que muchos, sean reyes o porqueros, tienden a no creer, porque piensan que la verdad que otro proclama puede no serlo, incluso sin ser un instrumento de engaño, y esa resistencia a reconocer sin reservas todo lo que se nos diga es una muestra de buen sentido y de capacidad crítica.

La tendencia optimista a pensar que ha de ser verdad algo que la mayoría comparta, supone un prejuicio que olvida una experiencia demasiado común, la frecuencia con que las mayorías se han equivocado y han sido esclavas de errores tremendos. Es preciso tener presente que buena parte de los mayores disparates y crímenes políticos se han cometido con aplauso del público. Truesdell, un historiador de la Mecánica, decía que en cuestiones de ciencia la mayoría siempre se equivoca.

Cuando vemos que se nos imponen verdades por la fuerza de la ley, se trate de la historia, de los derechos o de las amenazas del futuro, debemos sentir miedo, incluso si esas verdades nos parecen serlo también a nosotros. Hay un límite moral bastante nítido entre respetar la verdad y tratar de imponerla, y es un abuso intelectual y moral convertir a la verdad en un bien que los poderes públicos pueden administrar a su antojo. Agamenón hacía mal al poner en duda una verdad formal, una tautología, pero se mostraba como un hombre prudente al sospechar de las buenas intenciones de los que mandan. La opinión de la mayoría puede ser una excelente guía para tomar decisiones, acertadas unas veces, otras no, pero es muy peligrosa como criterio de sabiduría, y no hay ningún derecho a imponerla ni con el marchamo de una ciencia que se suponga unánime, ni como si fuera la palabra de Dios.

Foto: Sora Shimazaki.


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web