El comportamiento político de los soberanistas catalanes está dando lugar a un cierto número de términos nuevos para designar instituciones y deseos que no tienen cabida en el entramado formal de las democracias. El llamado derecho a decidir, por ejemplo, debe reconocerse como una innovación ingeniosa, porque cumple a la perfección ese papel de envoltorio verosímil de un completo equívoco, de una petición de principio por completo sofística. En particular, esa expresión, pese a ser ajena a cualquier lógica, oculta con cierta eficacia la negación de todo derecho a quienes no forman parte de la minoría que pretende arrogarse la capacidad decisiva.

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Desde que se conoció la sentencia del Tribunal Supremo, tan benigna y bienintencionada como quepa imaginar, las protestas de hecho parecen haber tomado el lugar de vanguardia que hasta este momento se había otorgado a la retórica política, a la invención de supuestas razones. Como los soberanistas parten de la base de que les amparan derechos tan innegables como amplios y convenientes, como sostienen que nunca han hecho nada que pueda tacharse de delictivo o ilegal, y no consta ninguna reacción recriminatoria hacia las actuaciones de guerrilla llevadas a cabo por esa turbamulta de organizaciones patrióticas, soberanistas, y republicanas, no me queda otro remedio que suponer que, por alguna razón que se me escapa, todavía no se han decidido a innovar en la teoría dando soporte conceptual a semejantes travesuras, no vaya a ser que cualquier españolazo (o fascista que es lo mismo, al parecer) se confunda y llegue a creer que las llamaradas en las calles, los cortes de vías férreas y de autopistas constituyan actos desprovistos de fundamento legítimo. En esta línea, sugiero que se bautice como “derecho a la violencia” la legitimidad que según Torra (“apreteu, apreteu”) y otros tratadistas asiste a los incendiarios, saboteadores y ocupadores de calles que cumplen con el patriótico deber de poner en un aprieto a la malvada España y a sus pusilánimes gobiernos.

Tal proceder es otra manera de mostrar el derecho de Cataluña a ser un Estado independiente, un Estado de una Nación que, a ojos de sus historiadores apesebrados, ha sido la primera en existir, la más noble, la más brava y la más creativa y abierta en el universo mundo. En efecto, desde Hobbes se sabe que la violencia es un poder que solo pertenece al soberano, idea que repitió Weber sobre el monopolio legítimo de la violencia, de modo que al ejercer el derecho a la violencia que ampara a los CDR y a los  Tsunamis democráticos, se está demostrando de forma irrefutable, que Cataluña usa de manera independiente y soberana ese poder legítimo a violentar a los enemigos que la agreden, a oponerse a sentencias ilegítimas y abusivas, y a ejercer son limitación alguna una parte todavía pequeña de la violencia legítima que poseen en función de sus derechos nacionales.

Puede que algunos crean que es cuestión de dejar pasar el tiempo, de esperar a que los aguerridos republicanos vean que no hay nada que hacer, pero hay un error muy de fondo en ese planteamiento, y es que no se puede dialogar con quien emplea la violencia ni se puede premiar a quienes la auspician y legitiman

Los sorprendente del caso es que este supuesto derecho de cualesquiera catalanes, sin necesidad de investidura alguna, a golpear, perseguir, asustar, interrumpir, destruir, quemar, la vida ordinaria de cualquiera que tenga la mala suerte de tener que andar por ahí, es jibarizado de manera irresponsable por el Gobierno bonito de Sánchez, más ocupado en defunciones varias, que en sus funciones, reduciéndolo a la categoría de desórdenes públicos, lo que en buena lógica debiera irritar sobremanera a quienes usan de un derecho tan fundamental como el de la violencia legítima cuando lo consideren necesario y contra quien quiera que se tropiecen.

Son muchos los que han hablado de la desaparición del Estado en Cataluña, pero ninguna desaparición puede compararse a esta dejación en manos de las turbas del monopolio de la violencia mientras los ciudadanos tienen que contemplar atónitos y sufrir con resignación esta apropiación de las funciones legítimas del único y verdadero Estado democrático.

Al actuar de ese modo, están jugando con fuego, y no solo literalmente. Al ocupar las vías públicas en base a su derecho a la violencia están poniendo de manifiesto que el Estado no se atreve a comparecer, pero, sin darse cuenta, están dando una imagen muy adecuada de qué clase de cosas promueven en realidad, de cómo sería cualquier supuesta República catalana, no un oasis sino un infierno en el que los más necios y brutales se acabarían saliendo con la suya.

No podemos seguir consintiendo que se transforme el derecho de manifestación en un inexistente derecho a ejercer la violencia sobre los ciudadanos que creían vivir bajo el manto protector de la ley y el derecho. Es verdad que cualquier manifestación bordea los límites de la violencia por cuanto impide a terceros su derecho a circular, pero no puede haber ningún derecho a manifestarse que se convierta en un ejercicio de violencia bien preparado, ejercido con órdenes precisas y apoyado de una manera bien abierta por el Estado mismo en su función de gobierno y administración autonómica, lo que ha llegado a la paradoja máxima de azuzar a los manifestantes al tiempo que enviaba a los guardias, aunque, eso sí, con la advertencia clara de empapelar a cualquier agente que se extralimitase y atentase contra ese nuevo derecho catalán a la violencia callejera, de momento.

Los sucesos de Cataluña rompen todos los moldes y expresan de forma muy elocuente el barroquismo de la cultura política catalana, esa mezcla de hipocresía, cobardía y ostentación tan propia del prototipo del miles gloriosus. Lo en verdad nuevo aquí es la indeterminación de los Gobiernos de España para atajar esa violencia, su incapacidad para desmentir cualquier atisbo de legalidad en la lucha incivil por una imposible república y su determinación para proteger el derecho de una mayoría de catalanes a la vida pacífica y de la totalidad de los españoles a vivir en una democracia digna y no sometida a chantajes sean culturales, democráticos o populares.

Puede que algunos crean que es cuestión de dejar pasar el tiempo, de esperar a que los aguerridos republicanos vean que no hay nada que hacer, pero hay un error muy de fondo en ese planteamiento, y es que no se puede dialogar con quien emplea la violencia ni se puede premiar a quienes la auspician y legitiman. Los soberanistas están empleando la misma táctica de Arzalluz, dejar que algunos descerebrados agiten los nogales para que los más astutos puedan quedarse con las nueces, pero es hora de que los españoles aprendan que no puede haber premio a la violencia, que la deslealtad se paga, que la Nación tiene memoria y dignidad y no debiera consentir por más tiempo que quienes la insultan y agreden se lleven luego los mejores frutos del trabajo honrado de la mayoría, los impuestos de todos. El hecho de que existan políticos dispuestos a dialogar con quienes nos agarran del cuello y están empezando a apretar con cara de tener derecho a hacerlo, es una desgracia, pero tarde o temprano tendrá remedio y castigo.

Mientras llega ese feliz momento, bastará con que sepamos deconstruir con claridad los falaces argumentos soberanistas, ese inexistente derecho a decidir que nos priva de la ciudadanía a todos los demás, y ese ridículo derecho a ejercer la violencia cuando se les antoje, sin que nadie haga lo que debe hacer por protegernos del mal.

Foto: Sin.Fronteras

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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web