La defensa del derecho al suicidio tiene una larga historia. Sus orígenes, al menos para la tradición occidental, pueden remontarse a los filósofos cínicos y estoicos de la Antigüedad, quienes, siguiendo el ejemplo socrático, eran dados a cometer lo que podríamos denominar “suicidios virtuosos” y a teorizar moralmente sobre esta práctica, que, de todos modos, no era totalmente extraña en la sociedad de la Antigüedad pagana. Según los doxógrafos de estas escuelas helenísticas de filosofía, Zenón, Cleantes y Antípater de Tarso, escolarcas estoicos, cometieron este tipo de suicidio: hay ocasiones en las que el hombre sabio puede o debe quitarse la vida, si hay una razón apropiada para morir, como pueda ser por el país, por los amigos, o si está afectado por un dolor intolerable y una enfermedad incurable.
El tema vuelve a aparecer en Plutarco y Cicerón y otros autores que trataron la muerte del repúblico Catón de Útica o “El Joven”: antes que rendirse al triunfo de César en la guerra civil que acabaría con la República romana, decidió suicidarse. Pero tras el primer intento, algo teatral, falló, y tras encontrársele desmayado con la espada en el vientre, consiguieron salvarlo y vendarlo. Cuando recuperó el sentido, enfurecido, con sus propias manos, arrancó las vendas, se abrió la herida y sacó por ella todos sus intestinos hasta morir.
Séneca enfatiza el derecho al suicidio como última libertad humana y liberación final de todos los males
Dudamos si para los estándares actuales esto puede considerarse una buena muerte o eutanasia por el término griego, pero la doble influencia del materialismo epicúreo y de esta tradición estoica, en Séneca se llega a interesantes conclusiones en esta cuestión: ya no haría falta que un dios interior (daimon) o exterior (Providentia), tal y como expone Platón (Fedón, Leyes), le dé una señal al hombre sabio o virtuoso de que es necesario aceptar con naturalidad la muerte o incluso autoadministrársela.
De modo secular, Séneca enfatiza el derecho al suicidio como última libertad humana y liberación final de todos los males. El tema del suicidio aparece en De Providentia y en las Epístolas Morales a Lucilio en varias ocasiones, donde llega a afirmar que el hombre sabio vivirá tanto como deba, no tanto como pueda; siempre piensa en la calidad de la vida, no tanto en la cantidad de la misma. Dice Séneca: “Morir más pronto o más tarde no tiene importancia; lo que sí la tiene es morir bien o morir mal, y es, ciertamente, morir bien huir del peligro de vivir mal” (Ep. M., VII).
Séneca está lejos de exaltar el suicidio, pues depende mucho de las circunstancias y de la persona que puede cometerlo. Pero sí existe, entonces, al menos desde Séneca, una vinculación entre el suicidio, libertad, orgullo y dignidad del hombre libre que no se había observado antes: considera la libertad no tanto como la oportunidad de actuar sino más como un estado en el que a uno no se le puede obligar a actuar. Como ha indicado J.M. Rist, “su énfasis en el suicidio es un énfasis en un concepto negativo de libertad”.
El suicidio no debía ser cometido bajo angustia emocional sino como la expresión de un principio, de un deber o del dominio responsable del fin de la propia vida
En De ira llega a decir Séneca, “¿Me preguntas cuál es el camino a la libertad? Cualquier vena de tu cuerpo.” Cuando cayó en desgracia ante el emperador Nerón y supo de su muerte segura, decidió morir dignamente, así, desangrado en la bañera de su casa, mientras dictaba sus últimos pensamientos y hablaba de filosofía con los amigos. La última libertad del ser humano, cuando es segura y próxima su muerte, sería elegir el modo de morir, con el objeto de escapar de la indignidad y el sufrimiento innecesario, tanto propio, como ajeno. No debía ser cometido bajo angustia emocional sino como la expresión de un principio, de un deber o del dominio responsable del fin de la propia vida.
Con Agustín de Hipona se abandona esta línea de pensamiento y se vuelve a la línea órfica, pitagórica, platónica y aristotélica de crítica al suicidio como acto de orgullo egoísta y rebeldía humana contra la autoridad divina y terrena. Los valores cristianos incluyen la paciencia, la resistencia, la esperanza y la sumisión a la omnipotencia de Dios y condenan la práctica como el peor de los homicidios posibles. Tomás de Aquino afirma que el suicidio es contrario a la ley natural de la conservación de sí mismo, perjudica a la comunidad y usurpa el juicio final de Dios.
Habrá que esperar al Renacimiento para recuperar la línea de pensamiento de los antiguos paganos. Michel de Montaigne aborda el tema en varias ocasiones en sus ensayos llegando a afirmar que la “muerte voluntaria es la más hermosa. La vida depende de la voluntad ajena; la muerte, de la nuestra” (Ensayos, III, 2). Con la Ilustración y el Romanticismo, y sobre todo, con el desarrollo del empirismo racional, el método científico y la medicina, los códigos legales fueron progresivamente adaptándose a esta visión más racional -psicológica y medicalizada- llegando a la despenalización generalizada del suicidio en Occidente.
Sin embargo, el tema de la eutanasia voluntaria o la muerte voluntariamente autoinflingida por enfermos incurables mediante asistencia sanitaria sigue considerándose hoy una última frontera de las libertades civiles. Parece que su defensa se remonta a un ensayo publicado por Samuel D. Williams en 1873; en ese mismo país, Gran Bretaña, ya en 1935 se había creado la ‘Asociación de la eutanasia voluntaria’ (The Voluntary Euthanasia Society, VES) que estuvo refrendada por celebridades de las ciencias y las letras como J. Huxley, G. B. Shaw y H. G. Wells. Recordemos que Miguel Ángel Lerma, fundador de la asociación española Derecho a Morir Dignamente (DMD) en 1984, fue miembro de esta primera asociación.
Los avances técnico-médicos permitían la prolongación de la vida más allá de los límites tradicionales, pero se abría el debate ético sobre la conveniencia de esto en todos los casos
En 1974, un nuevo manifiesto apoyado por numerosos intelectuales en la revista The Humanist, volvió a relanzar la campaña por la legalización de esta práctica: los avances técnico-médicos permitían la prolongación de la vida más allá de los límites tradicionales, pero se abría el debate ético sobre la conveniencia de esto en todos los casos. Como bien señaló el filósofo Vladimir Jankélévitch a propósito de esta campaña, el tema de la eutanasia, o del suicidio voluntario y asistido de enfermos terminales, no era ya tanto un problema ético o jurídico del paciente, como del médico. Son muy pocos los países en el mundo que tienen legalizada y regulada esta práctica. En algunos otros como Argentina, Uruguay y Colombia, se autoriza bajo algunos causales, y en otros se practican formas pasivas de muerte asistida para aquellos que así lo desean en su testamento vital -retirada de terapias de soporte vital, sedación y control de síntomas dolorosos o desagradables, etc.-, así como suicidios asistidos a enfermos, aunque la práctica aún sea ilegal. Este último es el estado de la cuestión en España hoy día.
El cuerpo, la vida, es la primera posesión con la que obligatoriamente llegamos al mundo. Es lógico que sea lo último que podamos libremente descartar cuando desaparecemos de él, sin que nada o nadie pueda o deba impedirlo
Con el nuevo gobierno socialista, y con las proposiciones de ley sobre el tema de otros partidos, se nos viene la legalización encima. Como liberal y librepensador me he preguntado qué es lo correcto en este caso. El trilema liberal de John Locke, derecho natural de cada individuo a la vida, la libertad y la propiedad, puede reducirse a un derecho solo: el de propiedad. El derecho a la vida y la libertad no es más que ejercer el derecho de propiedad sobre el cuerpo y su agencia. El suicidio crea la paradoja aparente por la cual la destrucción del objeto poseído conlleva la del sujeto o agente. Pero es el derecho del propietario acabar, eliminar o desechar cualquier objeto de su propiedad cuando este no cumple más con su función. El cuerpo, la vida, es la primera posesión con la que obligatoriamente llegamos al mundo. Es lógico que sea lo último que podamos libremente descartar cuando desaparecemos de él, sin que nada o nadie pueda o deba impedirlo.
Como en otras cuestiones polémicas de bioética, creo que se debe separar muy bien la despenalización de la regulación, y un tipo de regulación, mínima, que deje el asunto en manos privadas, de una máxima, que deje toda la acción en la administración pública. Esto nos lleva, a su vez a la cuestión de la financiación del “derecho” y su administración: la sociedad española está preparada para la despenalización o liberalización, pero debemos cuidarnos mucho de que esto nos cuele de rondón, con el discurso de los derechos sociales, el control público y la financiación de dicha práctica; mucho menos la coacción a enfermos, familias, médicos o personal sanitario a realizar nada contrario a sus principios religiosos, morales o éticos.
El Estado laico debe mantenerse al margen de la administración y financiación de la eutanasia voluntaria o del suicidio asistido
El Estado laico, precisamente por la aplicación del principio de neutralidad religiosa, ideológica o moral que debería regirlo, debe mantenerse al margen de la administración y financiación de la eutanasia voluntaria o del suicidio asistido. Son los enfermos y las familias los que deben asumir el coste material y psicológico de querer morir antes de que se produzca el hecho final ineluctable y agónico. Y nadie debería ser juzgado por ello. El Estado solo debe estar como último garante de que no se realiza fraude o coacción contra el enfermo afectado, y que, libremente, y en plenas facultades, ante notario, ha expresado claramente sus últimas voluntades que a nadie incriminan. El Estado debe sencillamente dejar hacer, pero no inmiscuirse. Máxime cuando los costes onerosos de las pensiones de reparto y de la sanidad pública todavía dependen de su administración. Para evitar toda tentación o incentivo del sistema público por ahorrarse costes coaccionando a enfermos terminales o crónicos y ancianos, debemos sacarlo de la ecuación. Y, pensándolo bien, quizás sea ésta la verdadera última libertad: poder morir libremente, lejos de un funcionario.
Foto: JR Korpa