El pasado mes de marzo cinco personas murieron en Tel Aviv a causa de un tiroteo. Ocurrió junto a una gasolinera y un centro comercial de la ciudad de Beersheva. Las imágenes muestran a un hombre que se acerca a una mujer a la que apuñala repetidamente, este palestino ciudadano israelí, apuñala a una segunda y a una tercera, pero antes atropella a un ciclista. Finalmente es abatido por dos civiles armados.
El lugar estaba dotado de diferentes cámaras de seguridad, completado por las grabaciones de los móviles de los diferentes viandantes, junto a la retransmisión en todos los informativos, que aprovechan la coincidencia de los hechos con su horario de emisión, y la consiguiente distribución en la avalancha de las redes sociales, recogida posteriormente por la prensa y los medios digitales, convirtieron el suceso en la noticia del momento. Apoyado por la versatilidad de las cámaras GoPro de la policía, que recogen como un agente abate al terrorista mientras su compañero es gravemente herido.
Asistimos a un desfile de imágenes donde quienes sufren son los demás. Unos lo llaman telerrealidad, otros reality show o docudrama, en cualquier caso el fenómeno, que no crece, sino que se multiplica, desborda cualquier canal, soporte y género
Parece que la vigilancia en está asegurada, solo en la Ciudad Vieja de Jerusalén, apenas un kilómetro cuadrado, hay 400 cámaras con circuito cerrado, según un informe de la ONG Who Profits. Según las cifras que maneja Comparitech, en el mundo hay 770 millones de cámaras en uso, de las cuales el 54% se encuentran en China.
La paradoja podría ser que la misma naturaleza humana, capaz de producir diferentes tipos de violencia, también produce la tecnología suficiente no para evitarla, sino para recrearla desde cualquier lugar, en cualquier momento.
La investigación de Susan Fiske en la Universidad de Princeton, resultó ser un experimento ingenioso en esto del placer por el dolor ajeno. En la misma línea, Tiffany Watt, también investigadora del Centro de Historia de las emociones del Reino Unido lo llama “schadenfreude”, palabra alemana que ya se ha implantado en los canales divulgativos, que recoge los significados de desgracia y alegría, pero que en nuestro castellano, entendemos directamente como regodeo, emoción placentera por ver cómo caen los demás, y que algunos prefieren asociarlo al lado oscuro de la mente humana.
Una vez más, si evitamos el fragor de la novedad del adanismo imperante, encontramos que, desde hace más de dos milenios, los romanos utilizaron el término malevolencia, anteriormente en el siglo V a. C, Aristóteles en su ética nicomaquea, denominó a uno de sus primeros tratados sobre ética y moral de la filosofía occidental, “epikhairekakia”, lo que llega a significar alegrarse por la mala fortuna de otro.
Por consiguiente, el interés del ser humano por la desgracia y el dolor ajeno es algo bastante antiguo. “Schadenfreude” es el célebre libro de Tiffany, cuyo término circula por los pasillos de la psicología de la autoayuda, en el que la psicóloga-novelista aconseja que nadie se juzgue con demasiado rigor por sentir este deseo, tan alejado y opuesto a la moderna y sagrada empatía. Pero más allá de los copiosos manuales de autoayuda, mucho antes, en “Crimen y castigo”, observamos como Marmalov es conducido, ensangrentado e inconsciente a su residencia en San Petersburgo, donde busca recuperarse de un grave accidente. Varios vecinos se arremolinan a su alrededor, describe Dostoyevsky, “experimentan esa extraña sensación de satisfacción interna que siempre se manifiesta, incluso con la víctima más próxima y querida. No importa cuán sinceros sean sus sentimientos de piedad y compasión”
Parece que el dolor ajeno siempre fue plato de buen gusto para muchos comensales, lo novedoso, si queremos llamarlo así, es que la tecnología permite hoy la mostración del todo, pero con la perspectiva de una mirilla graduada de antemano. Un objetivo que obtura la atracción de cada cual, que calibra el negocio del espectáculo o la necesidad de evasión, otros dirían catarsis, que pueda tener la desgracia ajena, incluso propia. El caso es que estamos en un desfile de imágenes donde quienes sufren son los demás. Unos lo llaman telerrealidad, otros reality show o docudrama, en cualquier caso el fenómeno que no crece, sino que se multiplica desborda cualquier canal, soporte y género. Desde los Simpson hasta las docuseries de Netflix, o el cine más actual, como refleja “75 días”, la película del crimen de las adolescentes de Alcàsser, que se estrena en los próximos meses, son algunas muestras.
El dolor ajeno ha encontrado en el relato la suficiente complacencia para convertirse en todo un género narrativo de esta posmodernidad. Cada país tiene su colección, en España se publicó el estudio “La realidad de la telerrealidad. Escáner de una sociedad hiper-televisiva”. Detallado análisis de dos décadas de producción audiovisual, que si preferimos allanar el significado del título, sería algo así como el listado con cientos de programas que aparecen en todos los canales durante veinte años, con unos rasgos narrativos particularmente comunes, y que funcionan porque tienen audiencia.
En síntesis, el suceso forma parte de lo cotidiano, en el que la obsesión por la realidad está tasada en la selección de los perfiles amables con la cámara. Con una hiperconstrucción de la realidad que se decora y distorsiona, en la desesperada búsqueda de lo inédito, que concluye en la esperada emoción.
En definitiva, como señala el artículo, “este hibridismo dificulta una exacta definición. Es la eclosión de la convergencia mediática y los portales web, con el “género-matriz” del docudrama, compuesto por subgéneros, bien reciclados o inventados, que se diversifican y formatean con contenidos también reciclados que se fusionan en una espiral ininterrumpida. Los géneros tradicionales información + entretenimiento + publicidad, serpenteando en mutaciones impredecibles. Un baby boom mediático permanente e hiperpresente”.
Foto: Hailey Kean.