Decía Mario Benedetti que un pesimista no es más que un optimista bien informado. A tenor del estado del mundo y de España en este final de década uno podría aceptar sin demasiados reparos la sabia apreciación del famoso escritor uruguayo. En esta década que termina la famosa invitación kantiana al sapere audere, que se tradujo en la pretensión de que la modernidad supondría el triunfo definitivo de la razón sobre el oscurantismo parece estar muy lejos de cumplirse. En pleno siglo XXI estamos instalados en una era donde la razón ha dejado de ser un criterio de verdad para dejar paso al sentimiento como criterio de certeza. Nuevas ideologías como son el catastrofismo climático, el feminismo radical, el animalismo o el globalismo se han convertido en formas de teología secularizada que imponen nuevos dogmas de obligada creencia so pena de incurrir en una forma de excomunión secularizada llamada muerte civil. Ni siquiera ya la ciencia es esa disciplina objetiva, desprejuiciada y neutral nacida de la llamada revolución científica del siglo XVII. Ésta se ha convertido en una especie de nuevo brazo secular encargada de imponer los dogmas establecidos por las nuevas teologías secularizadas.

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En España por la nefasta influencia que ha ejercido el llamado progresismo en nuestra historia hemos asumido la errónea tesis de que somos una nación atrasada en relación al devenir de la civilización occidental. Ese divorcio histórico entre la modernidad y España que ya comenzara con nuestros sobrevalorados ilustrados, como muy bien apunta Elvira Roca en su último y criticado ensayo Fracasología, y que ha seguido siendo cultivado por buena parte de nuestra intelectualidad que va desde Ortega a José Luis Villacañas, nos aboca a profesar la llamada fe del converso.

Nuestras élites intelectuales por ese complejo histórico de nación atrasada abrazan con una fruición frénetica las modas intelectuales surgidas allende de nuestras fronteras. Ya vengan de las prestigiosas universidades americanas de la llamada Ivy League o de nuestro vecino francés, epítome para nuestras mentes ilustradas de esa secularización de la noción teológica de gracia que llamamos cultura.  Nuestras élites intelectuales nos dicen que las razones del atraso histórico de España radican en nuestras ideas equivocadas sobre nuestra historia o de una concepción tradicional de la historia que nos lleva a rechazar patológicamente la noción ilustrada del progreso. Esta forma de spinozismo político ha traído incontables males para la nación española.

Quizás España esté ante su mayor crisis existencial desde 1808, pero ahora como entonces una parte de su población se resiste a convertirse a este nuevo “afrancesamiento” en que se ha convertido el globalismo posmodernista

Para la intelectualidad patria progreso es aquello que las élites intelectuales anglosajonas o francesas dictaminan que es tal, ya sean los desvaríos ecologistas de una adolescente instrumentalizada por unas grandes corporaciones deseosas de sustituir el viejo laisser faire por el socialismo verde o la nueva guerra de los sexos que nos radian como verdaderos epígonos de Orson Welles los nuevos medios de comunicación de masas.

No hay nada más dramático en la ominosa tendencia de la intelectualidad patria de apuntarse a la última moda que la de haber importado la crisis de identidad de la izquierda. Como muy bien apuntara Gustavo Bueno en su taxonomía de las izquierdas, las llamadas izquierdas indefinidas han ido desplazando a la izquierda clásica como herederas de esa tradición de pensamiento surgida de la revolución francesa. Esta nueva izquierda asume nuevos sujetos políticos que desplazan a la clase obrera como protagonista de sus discursos, desprecia la noción jacobina de nación por una suerte de internacional de las identidades oprimidas que se convierte en aliada circunstancial del globalismo en su lucha por la erradicación del Estado nación como sujeto político y se instala en una especie de nihilismo deconstructor incapaz de proponer una alternativa seria al capitalismo que no pase por una especie de lifting apresurado del marxismo.

En el caso español esto es especialmente dramático. Buena parte de la tragedia de España como nación reside en el hecho de no haber contado con una izquierda que asumiera la existencia de una nación española. El acta de nacimiento de ésta, en 1812, nunca ha gozado del beneplácito de esta izquierda. A diferencia de lo ocurrido en la Francia revolucionaria aquí no se produjo un corte axial con el antiguo régimen. Nuestra nación no renunció ni al catolicismo ni a la corona de ahí que nuestra izquierda patria no asumiera el axioma jacobino de la nación como expresión más plena de la soberanía popular. Del jacobinismo sólo queda el anhelo roussoniano por moldear la realidad según las directrices de una razón incontaminada por los perniciosos efectos de la cultura y la sociabilidad. Si la nación surgida de 1812 era un esperpento, una caricatura de nación no quedaba otra que destruir aquella para sustituirla por una nueva que cumpliera las expectativas de progreso y estuviera incontaminada de todos aquellos prejuicios asociados a la llamada leyenda negra. Buena parte de nuestro convulso siglo XIX y primera mitad del siglo XX se explica por esa suicida tendencia de la izquierda española por renegar de su condición nacional.

Si nuestra izquierda no ha creído nunca en la existencia de una nación española no es difícil explicar dos anomalías recientes de nuestra vida política como son la subasta pública de la soberanía nacional que está llevando a cabo el presidente del gobierno o el izquierdismo vacío de contenido real de un partido como Podemos. Que el presidente del gobierno esté dispuesto a casi cualquier cosa con tal de ser investido sólo se explica por dos razones. Una es el cinismo político y el maquiavelismo sin inteligencia que exhibe el personaje y el absoluto desprecio por la idea de nación política que le lleva a desconocer la capital distinción que estableció Sièyes entre poder constituyente y poder constituido. El presidente, como expresión de un poder constituido, no puede negociar con aquello que sólo es propiedad exclusiva del poder constituyente soberano: la propia existencia de la nación política.

Aquellos, afortunadamente cada vez menos, que creen ver en el presidente Sánchez una suerte de estadista interesado en recomponer consensos constitucionales yerran gravemente. Su recuperación de la idea zapateril de la nación de naciones no es una suerte de traslación a la política de aquella visión sinóptica del dialéctico platónico que es capaz de ver la indisociable relación entre lo uno y lo múltiple. Más bien se trata de una tosca forma de sofisma retórico que busca engañar al nacionalismo con una burda operación semántica que jamás podrá saciar al insaciable por naturaleza que es el nacionalista.

Por otro lado que la izquierda reniegue de la existencia de una nación española también sirve para explicar la anomalía política de un partido, de Podemos, que por un lado busca reverdecer los viejos laureles de la socialdemocracia de máximos nórdica que exige un Estado fuerte y cohesionado, y que por otro se entrega con especial apasionamiento a la tarea de balcanizar España. Ya sea en Baleares, Cataluña o León. Podemos es así una suerte  de oxímoron político que sólo tiene de izquierdas el haberse convertido en una organización política que practica el culto al líder supremo y que se parece cada día más al partido comunista de Albania, el último en pasar por el trance de la desestalinización. La pareja dirigente de la formación morada en poco desmerece a los Ceaucescu rumanos en buena parte de su acción personal y política.

Quizás España esté ante su mayor crisis existencial desde 1808, pero ahora como entonces una parte de su población se resiste a convertirse a este nuevo “afrancesamiento” en que se ha convertido el globalismo posmodernista. Es por lo tanto capital que ahora sí logremos consolidar una nación como no se pudo hacer en 1812. Una nación que no se avergüence de su historia y que deje atrás absurdos localismos que sólo buscan enriquecer a unas élites extractivas.

Imagen: La familia de Carlos IV, por Francisco de Goya


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