Con el fin del año 2019 y la llegada de 2020 nos disponemos a culminar la segunda década de este siglo XXI, que además ha sido la mejor década de la historia de humanidad. En estos últimos diez años hemos reducido a mínimos históricos la pobreza, la mortandad infantil, el hambre, la mortandad por contaminantes o los daños materiales y humanos causados por los fenómenos naturales extremos. Al mismo tiempo hemos aumentado la expectativa de vida, el número de países con leyes que protegen los derechos de las mujeres, el de países en regímenes no totalitarios, el de países que protegen los derechos de los homosexuales y extendido la atención sanitaria primaria a tantos humanos como nunca en la historia pasada. Estamos de enhorabuena. Nuestro ingenio y nuestro afán por hacer llegar a todo el mundo sus frutos han dado un impulso de progreso sin parangón que debemos apreciar en su justo valor.

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Los innovadores descubrimientos científicos, en astronomía, genética o medicina, así como las nuevas tecnologías, continúan siendo extremadamente fascinantes en este siglo XXI. A nivel mundial, cada vez más investigadores e ingenieros se aseguran de que avancemos en nuestro conocimiento de la naturaleza y nuestras habilidades para usarla y controlarla. Con cada vez más recursos fluyendo hacia la investigación en todo el mundo (España tal vez sea una lamentable excepción en occidente), podemos estar seguros de que la nueva década que ahora comienza nos traerá grandes avances científicos y tecnológicos.

Sin embargo, la fascinación y el optimismo asociados con las nuevas tecnologías tienden a ser relativizados con bastante rapidez en el momento en que se cree que su potencial para generar cambios sociales puede ser considerado grande. El experimento de laboratorio se convierte, por así decirlo, en un experimento social con consecuencias y dinámicas a menudo impredecibles. Esto, frecuentemente, revela uno de nuestros mayores defectos: vivimos aún en un contexto sociopolítico en el que domina el miedo a perder el control social.

La cultura del pesimismo ante el progreso

Desde los años setenta y ochenta, el escepticismo fundamental hacia las capacidades humanas no solo se ha mantenido, sino que ha aumentado considerablemente. Además de este estado de ánimo pesimista, la creciente pérdida de control de las personas con respecto a los acontecimientos políticos y económicos desempeña un papel agravante. El rechazo generalizado de la globalización, pero también de las llamadas «tecnologías de riesgo» como la energía nuclear o la ingeniería genética, se alimenta de este estado de ánimo. Todo lo que suene a cambio parece problemático en sí mismo.

En un esfuerzo por preservar las estructuras económicas, la acción estatal se ha convertido en una barrera objetiva para el progreso tecnológico

Esta forma de autocomprensión de nuestras sociedades occidentales fortalece y crea una enorme resistencia social, ya que, con la pérdida de confianza en el potencial humano, han sido cuestionados los valores que forman la base intelectual de la generación de riqueza e innovación dentro de una economía de mercado. Los valores de la ilustración liberal, la razón, la libertad y el progreso, ahora son vistos con gran escepticismo en todo el espectro político. Como escribe el economista británico Phil Mullan, este clima cultural ha permitido el surgimiento de un «estado conservador» que tiene como objetivo lograr y mantener la estabilidad social y económica. Esto también incluye la tarea, en nombre de la estabilidad, de reducir al máximo cualquier crisis en la economía de mercado, una política que se ha convertido en la tarea principal de los bancos centrales occidentales desde el colapso de los mercados financieros en 1987.

En un esfuerzo por preservar las estructuras económicas, la acción estatal se ha convertido en una barrera objetiva para el progreso tecnológico. El cambio estructural necesario se evita activamente por temor a las consecuencias que pudieran resultar de la desaparición de empresas o incluso de la destrucción de sectores económicos enteros como resultado de las revoluciones tecnológicas.

La amenaza de la digitalización y la automatización

La inevitable digitalización y automatización propias de lo que se viene en llamar capitalismo 4.0 (o cuarta revolución industrial) son también víctimas de la resistencia social más arriba mencionada. La interconexión de la producción industrial con las tecnologías de la información y la comunicación debería resultar en nada menos que la disrupción de la economía y la sociedad para adentrarnos en la cuarta revolución industrial. ¿Disrupción? Ya el concepto provoca pánico entre los políticos y diseñadores sociales de nuestros días. Ello supondría abrazar la incertidumbre y olvidar la planificación. Prefieren hablar de “transformación”, es decir: vamos a acompañar y moderar a la sociedad en su camino hacia el futuro.

Tal vez por ello, desde hace algunos años, los estudios científicos que abordan desde la alarma los efectos sociales potencialmente problemáticos del mayor uso de la tecnología han sido muy bien recibidos por nuestra clase política. En ellos se trazan hipótesis y modelos en los que, como resultado de la automatización y la digitalización, se perderán muchos puestos de trabajo y aquellos que pudieran prevalecer o aparezcan “de novo” requerirán cualificaciones más altas que aquellas a las que los nuevos desempleados (nuevas víctimas) puedan adquirir.

Estos miedos no son nuevos. Ya en la década de 1930, el economista John Maynard Keynes advirtió sobre el «desempleo tecnológico» porque las oportunidades tecnológicas para reducir el número de empleos estarían creciendo más rápido que las posibilidades de generar nuevos puestos de trabajo. Debido a la expansión económica después de la Segunda Guerra Mundial, estos temores se desvanecieron por muchos años, pero ahora vuelven a dominar el debate.

Hace siete años, un estudio ampliamente difundido por los medios al uso predijo que uno de cada dos empleos en los Estados Unidos estaría en riesgo debido a la automatización. Sin embargo, en un estudio posterior sobre los efectos del cambio tecnológico en Europa desde 1999 hasta 2010, el Centro Europeo de Investigación Económica (ZEW) llegó a la conclusión de que la automatización tuvo un efecto general positivo en la demanda laboral. Las máquinas habían reemplazado cierta cantidad de mano de obra humana, pero la mayor demanda de productos había aumentado la demanda de mano de obra en otros o en los mismos sectores en mayor medida.

Llama la atención que muchas publicaciones proyecten resultados pesimistas, cuando en realidad, y con datos de finales de 2016, en el mundo sólo se han instalado 1,83 millones de robots industriales. Incluso con la suposición más pesimista de que estos robots habrían destruido seis empleos netos cada uno, la pérdida en puestos de trabajo resultante realmente no es muy relevante dados los miles de millones de trabajadores en todo el mundo. El problema hasta ahora con la cuarta revolución industrial o la «Segunda Era de la Máquina» proclamada por Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee es obvio: la cosa va demasiado lenta.

El rápido progreso tecnológico aumentaría significativamente la prosperidad social a través de los correspondientes aumentos en la productividad. En cambio, ha habido una desaceleración en el crecimiento de la productividad en los países industrializados occidentales durante décadas sin signos previsibles de que estemos ante un cambio. De esta manera, nuestro miedo al progreso es el principal causante de que no haya aumentos significativos en la productividad, lo que conduciría a bienes y servicios más baratos y podría elevar el nivel de vida general.

Sí al progreso

El cambio impulsado por la tecnología conduce a un efecto rebote en la demanda laboral. Productos más baratos y mejores crean un efecto de aumento de la demanda y, en consecuencia, generan una demanda adicional de mano de obra en estas industrias. En sectores económicos más maduros, como la producción agrícola, incluida la maquinaria agrícola, la industria de fertilizantes, etc., a medida que la demanda se satura y la productividad aumenta, probablemente sí se producirán pérdidas de empleos. Sin embargo, surgirán nuevos sectores económicos que nos satisfarán necesidades sociales futuras aún desconocidas y abrirán nuevos campos de trabajo.

La idea de que, en las sociedades occidentales, incluso en España, estamos presenciando un cambio social impulsado por la digitalización acelerada y la automatización es todavía una quimera. Los supuestos «efectos colaterales» negativos discutidos y reconocibles, como el estancamiento general de los salarios reales desde principios de la década de 1990, la generación de perdedores económicos y los temores reales de deterioro social son las consecuencias de una dinámica de innovación demasiado LENTA. No tiene sentido cuestionar las tecnologías innovadoras antes incluso de que aparezcan o se implementen. Para el 2020 que empieza deseo que seamos capaces de liberar los frenos a la innovación y al crecimiento y la prosperidad. Podemos comenzar por volver a confiar en nuestra capacidad para generar progreso y bienestar mediante la tecnología, justamente aquello que nos ha proporcionado esta década prodigiosa que hoy termina.

Foto: Greg Rakozy


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