“Socialismo o libertad”. En apenas unas horas, tras verse abocada a convocar elecciones para evitar presentarse como líder de la oposición a una candidatura de izquierdas, Isabel Díaz Ayuso acuñó el lema de campaña para Madrid, esto es, para España. Poco después Pablo Iglesias sorprendió a propios y extraños dando el salto desde La Moncloa a la Real Casa de Correos, ante cuya puerta se halla el kilómetro cero. Y Ayuso cambió el lema, por elevación, a “comunismo o libertad”.

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La izquierda postmoderna no cree que haya realidades subyacentes, o desconfía de que podamos llegar a conocerlas. Vivimos, entienden, encerrados en un conjunto de palabras que es un universo autorreferido, al igual que Immanuel Kant nos encerró en una cárcel de subjetividades de la que no es posible escapar. Por eso la política ha migrado de los conceptos a las palabras. Y ahora, esa política tiene un nuevo juguete, que es precisamente el del término “libertad”.

El ansia de las bajas pasiones es lo propio de la clase productora, que eso ya lo decía Platón. Y no son ellos quienes deben mandar, decía el ateniense, sino los filósofos. Como los jefes de opinión de El País, que sí saben preocuparse por los bienes globales. Es el nihil novum sub sole de esta semana

Íñigo Errejón decía recientemente que está en contra de la idea “neoliberal” de libertad. Y se refería al lugar común de que mi libertad termina donde empieza la tuya. La idea es bien sencilla: mi libertad consiste en hacer lo que quiera con lo que me pertenece. Y termina en lo que le pertenece a los demás, que es donde empieza precisamente su libertad. Errejón es intelectualmente capaz de entenderlo; pero moralmente, no.

Dice que la idea “neoliberal” de la libertad consiste en poner los derechos a competir entre sí. En realidad, a lo que se refiere Errejón es al hecho de que existe la escasez, una realidad que nada tiene que ver con la libertad, y que existe también en las economías de ordeno y mando que son del gusto de Errejón. Es más, donde mandan los errejones, hay mayor escasez. Esos errejones llegan al poder prometiendo que con ellos desaparecerá la escasez, brotarán los bienes de manantiales inagotables, y correrán torrentes de servicios sin que tengamos ni que trabajar por ellos. Nunca explican cómo, aunque de algún modo su camino hacia El Dorado pasa por aumentarnos los impuestos e introducir una malla de obligaciones, prescripciones y prohibiciones.

Su compañero de afanes Pablo Iglesias también ha hablado de libertad. De la de Díaz Ayuso, para empezar. Asegura que cuando él esté en el poder de la Comunidad de Madrid, la actual presidenta acabará en la cárcel, por robar. El concepto de “robo”, para alguien que no cree en la propiedad privada de los demás, tiene que ser forzosamente equívoco. Como el de “crimen”. Pablo Iglesias dice que la derecha es “criminal”; y lo es en el sentido en el que para él, la ETA y sus marcas electorales no lo son. Crimen, para Pablo Iglesias, es igual a oposición a sus planes.

Pero vamos con la palabra “libertad”. Recojo las palabras de nuestro prócer: “Y dicen abiertamente que reivindican la libertad”. Y mira su papel, para hacerse una idea de lo que va a decir a continuación. Y sigue: “La libertad de desobedecer la ley, y la libertad de incumplir la Constitución. La libertad de robar a manos llenas a los ciudadanos”.

Es posible que Iglesias tenga un concepto de los líderes de la derecha algo distorsionado, y que las intenciones de Díaz Ayuso y demás no sean exactamente esas. Pero lo relevante, para nosotros, es que ha errado el tiro. La libertad de la que hablan las líderes del PP y Vox en la Comunidad de Madrid no es la suya, sino la de los ciudadanos. En el bien entendido de que los votantes que valoren su libertad tenderán a entregarles el voto a ellas con más facilidad que a otros candidatos. Por otro lado, es fácil ver por qué Iglesias sólo parece entender la libertad para la capacidad de maniobra de quienes estén en el poder. Él reclama su libertad de encerrar a Ayuso, no digo más.

Todavía nos queda una estación más; la más interesante. Máriam Martínez-Bascuñán, jefa de opinión del diario El País, ha publicado un artículo titulado ‘El tran tran de la libertad’. Martínez-Bascuñán entiende precisamente eso que a Pablo Iglesias se le escapa: La libertad de la que se habla en la campaña es la de los ciudadanos; no la de Pablo Iglesias, sus aliados, y sus “enemigos”, como gusta decir.

La politóloga, dicho sea sin ánimo de ofender, entiende perfectamente que “un empresario que vive en el barrio de Salamanca” reclame su libertad. Pero le cuesta aceptar que “la trabajadora del súper” diga de los políticos que “no hay manera de confiar en ninguno”, y que añada que ellos “me han robado mi libertad”.

En un principio me costó entender por qué es difícil de aceptar que “una persona de una clase social más baja que la nuestra”, por utilizar unas palabras de Pablo Iglesias, no tiene el mismo derecho de reclamar su libertad que los demás. Pero el resto del artículo ofrece algunas pistas.

Las palabras de la cajera, “admitámoslo, suenan a ayusismo”, dice Máriam. Eso es un problema, claro. Como lo es que la cajera ha asumido ese lema, pero no otros: no “clama contra el fascismo”, ni “sobre el papel de las mujeres en la historia”. No. Reclama su libertad. Una libertad que no le asiste ni para elegir el lema con el que acudir a las urnas, que al final la cajera va a tener razón.

Una libertad cuyo “punto de fuga” es “el ansia del ocio, el salir a tomar unas cañas o disfrutar de la gente que quieres”, pero no “la preocupación por los bienes globales”. El ansia de las bajas pasiones es lo propio de la clase productora, que eso ya lo decía Platón. Y no son ellos quienes deben mandar, decía el ateniense, sino los filósofos. Como los jefes de opinión de El País, que sí saben preocuparse por los bienes globales. Es el nihil novum sub sole de esta semana.

Aún hay una reflexión más profunda de Máriam. Cuando comenta cómo la cajera, en su ingenuidad, queda atrapada en un lema ayusista, añade: “No importa que sea verdad o mentira: importa su impacto. Lo determinante es que construye un sistema de significación coherente al interior de sí mismo, y que explica más o menos lo que a una le ocurre, aunque sea pervirtiendo las palabras”. Eso es. No importa la realidad, sino el relato.

Es interesante que esto lo asuma un periódico, una institución que sólo tiene sentido si hay una realidad y si su relato de la misma se corresponde con un nivel tolerable de veracidad. Pero no, lo que es intolerable es que los ciudadanos de a pie de Madrid votando al tran tran de la libertad, sin escuchar el chachacha del tren del diario El País.


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