Una de las características de la llamada posmodernidad consiste en haber desplazado la lucha política del espacio socio-económico al discursivo. Para la izquierda tradicional la lucha política se centraba en el análisis de las situaciones de dominación política y económica, como se podía analizar en los escritos clásicos de Marx como El 18 de Brumario de Luis Bonaparte o Sobre la cuestión judía. El posmodernismo ha enfatizado el poder del discurso en la confrontación política.
Cualquiera que lea a Laclau o Foucault, autores englobados en la corriente posmarxista, se percata casi de inmediato de la importancia que estos autores conceden al poder del discurso en la conformación de las identidades políticas. Éstas se conforman a partir de la asunción por parte del individuo de un discurso que se convierte en dominante. Ya no se es tanto de izquierdas o de derechas por enfatizar unos valores en detrimento de otros, sino por el hecho de sentirse identificado por una determinada narrativa u otra. Hemos llegado a un punto en el que nuestra propia individualidad no se entiende sin pensarnos como partes integrantes de un relato político que nos representamos como hegemónico. En el tiempo que nos ha tocado vivir, dominado por el poder de los influencers, las redes sociales, los trending topic o los mass media, se ha consumado esa profecía que los llamados post-estructuralistas de finales de los años 60 anunciaron: la llamada muerte del hombre.
Más que ciudadanos hoy en día somos personificaciones de discursos. Lo que caracteriza al ser humano no es tanto su propia conciencia cuanto lo que los franceses llaman “agencia”, es decir la capacidad de exteriorizar con nuestros actos y pensamientos lo que otras instancias ideológicas nos hacen decir y pensar. Se ha producido la inversión de aquella verdad fundante de la primera modernidad cartesiana. Ya no existimos porque pensamos, sino que existimos porque otros nos piensan y piensan por nosotros.
Como apunta el personaje interpretado por Jude Law, aquello que se convierte en objeto de repudio se torna en misterioso y curiosamente en algo profundamente atractivo
La sofística griega fue un movimiento intelectual que conmocionó los cimientos del orden socio-político griego. Los sofistas, maestros del arte de la retórica política que ofrecían sus enseñanzas a los aspirantes a políticos de la época, destacaron el poder del discurso. No se trataba tanto de que éste se conformara a la realidad de las cosas cuanto de que a través del propio discurso se movilizaran las conciencias en favor de una determinada causa u otra. Barbara Cassin en su obra el Efecto sofístico destaca como existen dos concepciones de la política que recorren la historia del pensamiento. Los sofistas y sus herederos que desvinculan la política de cualquier ontología y la convierten en pura retórica. Aquellos herederos de Platón que buscan anclar su idea de la política en una determinada visión del mundo y del hombre.
Hoy en día prevalece el llamado efecto sofístico. Un ejemplo de esto último lo hemos podido apreciar en la polémica que ha envuelto a un conocido programa de entretenimiento del duopolio televisivo. Su presentador, un conocido todólogo, lleva tiempo dedicándose a contribuir a la asunción, por parte de las capas de la población menos alfabetizadas, de un relato determinado. No se trata realmente de un discurso ideológicamente muy elaborado. Simplemente se limita a presentar un esquema binario, muy simple, de la forma más intuitiva posible. Izquierda=PSOE= BIEN. Ultraderecha= PP+ VOX+ Periodistas no afectos al régimen. Fue el conocido antropólogo Levi-Strauss el que señaló que la psique humana construye sus mitos a partir de estos simples esquemas binarios. Aquí tenemos un claro ejemplo de mito político posmoderno. En vez de hacer uso de explicaciones que aluden a fuerzas sobrenaturales o divinas y que den cuenta de este esquema tan simple, como ocurre en los mitos tradicionales, aquí nos encontramos un programa de entretenimiento que hace del cotilleo relativo a los amoríos, las presuntas vilezas y el modus vivendi de periodistas, políticos y famosetes los mimbres sobre los cuales tejer este nuevo mito político posmoderno.
Para vincularse más estrechamente con su audiencia, el presentador en cuestión hace uso de analogías con el legado cultural de sus televidentes. Esto le permite, por ejemplo, vincular el lío de faldas del famoso en cuestión con alguna serie de éxito que pertenece al imaginario del público. De esta forma se logra personificar la maldad intrínseca de una determinada concepción política o la crítica con la acción gubernamental del periodista-famoso. Se procede así a través de una falacia ad hominem. El esquema de esta forma de pensamiento mítico es la siguiente. Un individuo que presuntamente se comporta en su vida privada como el “malo de una conocida teleserie” no es de fiar. Tampoco lo será aquello que defienda, por ejemplo una menor intervención del estado en la vida de los individuos o unos valores tradicionales. Aun cuando estas ideas puedan ser compartidas por parte de la audiencia del programa, la estigmatización del periodista-famoso, de vida disoluta, coloca en la diana de la crítica social también aquellas ideas que este defiende.
Curiosamente el presentador, que alardea de estar combatiendo el fascismo en su programa, utiliza uno de los recursos clásicos del fascismo. La famosa noche de los cuchillos largos, que acabó con el poder de las SA, organización paramilitar nazi en el incipiente nuevo estado nacional-socialista alemán, vino precedida de una importante campaña mediática que buscaba desprestigiar a esta rama del partido nazi haciendo uso de los trapos sucios relativos a la vida sexual de sus principales dirigentes.
Los principales medios de comunicación afines ideológicamente al gobierno ha reparado en esta cuestión y han comenzado la defensa y exaltación del programa en cuestión como el último baluarte frente a la barbarie fascista. Paradójicamente la izquierda culta y elitista acaba reivindicando un programa que hace ostentación de la zafiedad y de la incultura.
No siempre este esquema mítico se encuentra en productos culturales tan poco elaborados como el programa de televisión al que nos referimos, sin nombrarlo expresamente. Ello obedece a razones que el lector podrá fácilmente adivinar.
También productos culturales mucho más elaborados y estéticamente mucho más logrados descansan en un esquema argumentativo similar. El joven papa es una célebre serie de televisión creada por el realizador italiano Paolo Sorrentino. Heredero a partes iguales del decadentismo viscontiniano como de los universos oníricos de Federico Fellini, Sorrentino es un digno heredero de la Gauche divine francesa y no lo oculta precisamente. En esta serie en cuestión, de la que se acaba de estrenar recientemente una secuela, se pretende hacer un pastiche satírico-ideológico del catolicismo, del papado y del conservadurismo en general. La elección de Donald Trump sirvió de inspiración para la elaboración de esta serie. Cuando las organizaciones políticas y religiosas se ven sometidas a presiones externas e internas que amenazan con hacerlas implosionar se producen fenómenos que desconciertan las lecturas progresistas acerca de la historia: la radicalidad suele prevalecer frente a las tendencias posibilistas. Ya fuera con la reacción jacobina que llegó a desconcertar al propio Kant, el “progre” de aquel momento histórico o más recientemente con la elección de un presidente en los Estados Unidos que ha hecho del “America first” el lema de su acción de gobierno.
Sorrentino presenta en su serie una caricatura de curia, dominada por un papa soberbio e intransigente frente a ciertos sectores de la misma que postulan un posibilismo político adaptado a los nuevos tiempos mientras se mantienen hipócritamente las formas. De esta forma el realizador italiano cree estar contribuyendo a crear un imaginario colectivo determinado que lleva a denostar unas ideas, las conservadoras, a partir de los vicios privados de aquellos que dicen encarnarlas.
En lo que no reparan ni Sorrentino ni el famoso presentador en cuestión es que sus “productos culturales” consiguen justo lo contrario: apuntalar la fortaleza de unas ideas que resisten incluso las insuficiencias y las carencias, reales o presuntas, de aquellos que las defienden. Como apunta el personaje interpretado por Jude Law, aquello que se convierte en objeto de repudio se torna en misterioso y curiosamente en algo profundamente atractivo.