Una de las leyendas románticas de mayor tirón es la del bandido generoso, el ladrón que roba a los ricos y reparte con los pobres. Por curioso que pueda parecer, los Estados se han amparado en esa figura para ser populares, han pretendido convencer de que solo arrebatan a los ricos lo que la injusticia había permitido que arrebataran a los pobres. Su crecimiento en poder, influencia y presencia se ha justificado en la necesidad de redistribuir, de moderar con el peso del voto la tendencia a la desigualdad y la amenaza de insumisión y acción violenta por parte de los más perjudicados por las dinámicas de crecimiento y competencia en los negocios y actividades privadas: paz social por servicios, subsidios y políticas redistributivas.
El apoyo al crecimiento de los Estados tiene su origen en las demandas de protección de las mayorías frente a la desigualdad. De modo casi espontáneo, los pobres, que son más, piden ayuda al Estado. Pero la política solo puede combatir la desigualdad con privilegios a los que se niega ese nombre, lo que supone, en la mayoría de los casos, favorecer a unos y perjudicar a otros lo que implica un ejercicio sistemático de arbitrariedad, pues no hay ni puede haber regla fiscal ni criterio de subvención que no lo sea.
Los gobiernos tratan de servir, al tiempo, los intereses sindicales y los empresariales, los de los consumidores y los de la gran banca, y lo hacen siempre a costa de los que están menos organizados y peor identificados
En la práctica, los gobiernos tratan de servir, al tiempo, los intereses sindicales y los empresariales, los de los consumidores y los de la gran banca, y lo hacen siempre a costa de los que están menos organizados y peor identificados. Para responder a las demandas de protección, el Estado se ha convertido en una máquina prodigiosa capaz de hacer frente a cualquier necesidad habitual, pero también de enfrentar todo tipo de emergencias o catástrofes, lo que le ha convertido en un ersatz ventajoso de la providencia y en un sinónimo del bienestar muy capaz de acabar con las desgracias y, casi, de resucitar a los muertos.
La maquinaria del Estado es omnipresente, no cesa nunca y sus poderosos y contradictorios tentáculos suponen una extraordinaria dificultad para cualquier política que intente ponerla en cuestión o se resista a dotarla de mayores medios. Los ciudadanos contemplan su funcionamiento cada vez con mayor escepticismo, pero saben que no cabe otra que la resignación. Cualquiera que haya tenido contacto con alguna de las miles de esquinas de este engendro que es a la vez administrativo, informático, asistencial, recaudatorio, punitivo, planificador, proyectivo, financiador, emisor, prestamista, fiscalizador, educativo, comerciante, proveedor, sanitario, medioambiental, industrial, innovador, inversor, gestor, registrador, garante, prestamista, certificante, inspector, diplomático, militar, y un infinito etcétera de especialidades, sabe bien que, como dijo Josep Plá, cuando se entra en una oficina pública lo que más se necesita es tener suerte, y no siempre ocurre.
El riesgo cierto es que el Estado nos quite alguna cosa o propiedad, cualquier libertad o derecho efectivo, y lo estupefaciente es que lo hará siempre con el aplauso de buena parte del público, en ocasiones de los propios afectados, hasta el punto de que los que han tenido experiencias negativas con cualquiera de sus oficinas, lo que incluye también a buena parte de sus funcionarios y empleados, apenas se atreverá a comentarlo en privado, pues temerá que se le repute como delincuente o de loco, y jamás pensará en pleitear con tan enorme tinglado porque es seguro que el proceso le saldrá mucho más caro que el daño que intente remediar.
El Estado goza siempre de la presunción de inocencia más absoluta y el prestigio de sus acciones está garantizado de antemano. Nadie osa siquiera pensar en pedirle cuentas. ¿A qué se debe tanta bendición con tan escaso fundamento? En primer lugar, a que el Estado tiene más aliados que nadie, es su propio sindicato y pretende armonizar en un único objetivo los fines e intereses de los que mandan con los de quienes obedecen.
Los Estados no solo alimentan a millones, obtienen la dependencia de muchos más, de forma que incluso los más beneficiados en la rueda de la fortuna se han acostumbrado a sacarle tajada, y no suelen ser los que se dan menor maña en hacerlo. Esa alianza implícita de casi todo el mundo en su favor se añade al hecho básico de la soberanía, una propiedad que, aunque en las Constituciones se sitúe en el pueblo o la nación, acaba, de hecho, residiendo en el Estado, que es quien puede invocarla, aplicarla y sacarle provecho. En contraste con la debilidad de los individuos, con su ignorancia y su fragilidad, el Estado es omnisciente y todopoderoso, y, como decía Borges de los peronistas, no es ni bueno ni malo, es incorregible.
Utilizar los resortes del Estado para el beneficio de unos pocos y hacerlo a la luz del día debiera parecer imposible, pero, por desgracia, no es un mal sueño. Quienes actúan así son en puridad, traidores, una palabra gruesa que empleo ahora con total conciencia de lo que digo
Detrás de este edificio tan colosal, se oculta, sin embargo, un amplio sindicato de beneficiarios, aquellos que saben jugar con ventaja, que conocen las covachuelas y los recovecos y están ciertos de la tecla que hay que tocar en cada caso para librarse o, mejor aún, sacar buena tajada. Al frente de ese tinglado de ventajistas se colocan una buena parte de los políticos que hacen del cinismo su mejor defensa, aquellos que saben manejar los resortes del tinglado para aumentar su poder, para salir indemnes, para eludir cualquier sospecha.
Utilizar los resortes del Estado para el beneficio de unos pocos y hacerlo a la luz del día debiera parecer imposible, pero, por desgracia, no es un mal sueño. Quienes actúan así son en puridad, traidores, una palabra gruesa que empleo ahora con total conciencia de lo que digo. Traicionan sus ideales, sus promesas y, por supuesto, a sus electores, y pueden hacerlo porque saben engañar y se esconden bajo la capa que les presta la inocente y general convicción de que el Estado es generoso, ayuda a los débiles, hace justicia y patrocina la piedad.
Este es el mantra con el que el Gobierno de Sánchez quiere vendernos su modificación del delito de sedición, un negocio del que espera sacar ventajas que no le han de sobrar para repetir mandato. Sánchez busca disfrazar como clemencia y como supuesta homologación con legislaciones europeas, las modificaciones necesarias para que quienes quisieron dar un golpe de Estado en Cataluña puedan volver a hacerlo con mayor tranquilidad.
En lugar de reconocer que la llamada declaración de independencia unilateral ha sido un acto tan absurdo que no fue fácil encontrar la norma jurídica para evitarla y castigarla, y aprestarse a corregir tal fallo, que es lo que haría cualquier demócrata sincero, Sánchez quiere derribar ahora de un plumazo los únicos asideros en los que el orden constitucional tuvo pleno amparo y permitieron protegernos a todos.
Lejos de hacer lo que prometió, perseguir con mayor dureza a quienes se rebelen contra el orden constitucional, Sánchez pretende convertir la sedición en un delito de andar por la calle, debilitar de forma deliberada el escaso elenco de figuras jurídicas que ha permitido enjuiciar a los líderes del levantamiento que acabó en nada, pero no porque desistieran, sino porque no tuvieron el valor suficiente para seguir con ello.
Sánchez se lo quiere poner más fácil para que el “lo volveremos a hacer” sea más indoloro. La pretensión del presidente y de quienes le secunden es de una obscenidad indescriptible, pero Sánchez parece dispuesto a vender el coche para comprar gasolina, nos arriesga a adentrarnos en episodios muy cercanos a la guerra para amarrar cuanto pueda una nueva legislatura bajo su mandato.
Es la cínica apoteosis del Estado generoso, descargando de culpa a quienes pretenderán derribar de nuevo el orden político y constitucional y hacerlo con el pretexto de una supuesta grandeza de ánimo y la excusa de procurar que se desinflamen las desastrosas consecuencias del ridículo y penoso episodio. Produce vergüenza tener que explicar cosas tan evidentes, pero hasta aquí han llegado las aguas de esa inundación de política sentimental y mágica que quiere hacernos creer que como el Estado es Dios quienes lo rigen pueden hacer milagros, en este caso el de que desaparezca de los libros de historia la ridícula aventura de unos políticos inmaduros y cobardes.
Para explicar la condena en el juicio a Eichmann, Arendt escribió: «El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son la misma cosa”. Si hubiese estado en manos de Sánchez, el argumento habría sonado de modo muy distinto: “En el mundo de la política debemos aprender de los niños, intentar no es lo mismo que hacer y estos chicos no hicieron nada que merezca castigos tan severos, les aplicaremos el bálsamo de la comprensión y la dulzura seguro de que quieren engañarnos cuando prometen que lo volverán a hacer”, es decir que Eichmann habría podido volver a Argentina a esperar pacientemente una nueva oportunidad para el nazismo. Pero Sánchez parece no comprender lo obvio cuando no le conviene, y de momento no le va del todo mal, para desdicha de todos.
Foto: Pool Congreso. Congreso de los Diputados, Madrid.