Hay una frase que dice: “si quieres reducir a un hombre a la nada, convéncele de la inutilidad de todo cuanto haga”. El aserto es terrible pero verdadero, pues no hay nada más eficaz para destruir la voluntad que convencernos de su inutilidad, que nada de cuanto hagamos servirá para cambiar las cosas porque nuestro entorno obedece a fuerzas inasequibles.
Hay que dejarse llevar, girar con el mundo y estar del lado de la Historia, que es el lema del progreso, intentando aprovechar sus pequeños placeres y, acaso, expresando un sonoro sufrimiento para obtener la piedad de los otros. Aunque hasta la piedad puede ser un negocio.
No es nuestra voluntad la que manda sino la voluntad de un irritante todo, de una desesperante maquinaria que, a ratos, atribuimos a una conspiración y a ratos a la fatalidad. La idea de que somos, como humanidad, la encarnación de un mal que no tiene remedio es el manifiesto colectivo de la posmodernidad.
Así, nuestra vida discurre asediada por la culpabilidad y la angustia, impregnándonos de una sensación lúgubre, como un náufrago que bracea desesperado en un gran mar saturado de salitre sin ninguna esperanza de llegar al agua dulce para enjuagarse. Incluso aquel al que la vida le sonríe no puede evitar caer a menudo en la trampa de la incertidumbre, de la culpabilidad y su penitencia, y preguntarse angustiado: y si mañana cambiara mi suerte, ¿quién me salvará?
Solo así podría explicarse, por ejemplo, que Greta Thungber, una chica que, con a penas 16 años de edad, se erige en el símbolo juvenil contra el cambio climático, diga: «Cuando tenía 11 once años estaba muy deprimida: dejé de comer, dejé de hablar. Tenía mucho que ver con el cambio climático.»
La reivindicación de la “categoría mujer”, que es de todas las identidades colectivas la más amplia y, por lo tanto, la más apetecible para el poder, se convierte en una falsa liberación
Casi nadie se libra del poderoso pesimismo que parece apoderarse no del mundo, sino de lo que llamamos “mundo occidental”. Porque para los habitantes de la República Centroafricana, Níger, Chad, Burkina Faso, Burundi, Guinea, Sudán del Sur, Mozambique y otros muchos países que, sin ser tan pobres, están muy lejos de nuestra calidad de vida, la depresión es un lujo, exactamente igual de inasequible que conducir un BMW.
“Hemos perdido la alegría”, me aseguraba un hombre sabio recientemente. “Antes”, añadía, “cualquier cosa podía ser motivo de celebración, porque la alegría era una característica de nuestro carácter. Pero esa alegría ha desaparecido”. Y creo que tiene razón. Vivimos en un perenne cabreo sordo, pendientes de la posibilidad de la catástrofe, de un inminente apocalipsis, impregnados de una cultura obsesionada con la muerte. Algo que se refleja en infinidad de películas y series, imbuidas de un realismo mágico dominado por las temáticas del terror, la psicopatía, la violencia y la conspiración.
En todos estos productos audiovisuales, y más allá de su inevitable corrección política, no hay lugar para las buenas vibraciones. Sus finales suelen ser tan deprimentes como lo son sus argumentos, porque está de moda la conclusión fatal. Es lo que demanda el público. En comparación, el Concierto de Año Nuevo, con sus alegres valses, es un fugaz ejercicio de nostalgia, un recuerdo desvaído del mundo de ayer.
Si al menos este sentimiento de fin de ciclo fuera acompañado de una cierta dignidad o, incluso, de la valentía desafiante del héroe que, erguido, ofrece su pecho a la lanza del destino, la esperanza existiría. Porque con ese gesto de gallardía el héroe demuestra que no teme el final. Y si llegar al final es los más terrible que puede sucedernos, no tener miedo es vencer.
Pero en este milenarismo posmoderno no hay ni rastro de coraje, solo un enojoso lloriqueo. Ya no hay sujetos sino identidades colectivas que suplantan la identidad personal, la que nos convierte en lo que somos individualmente, para bien y para mal. Esa identidad única sobre la que antes el sujeto se construía con más o menos fortuna, pero siempre resistente, o al menos más resistente que ahora. Y desde luego, más libre.
Este colectivismo que llora y patalea, que nos hace depender intensamente del Estado, tiene su máxima expresión en un feminismo “nuevo”, donde la reivindicación de la “categoría mujer”, que es de todas las identidades colectivas la más amplia y, por lo tanto, la más apetecible para el poder, se convierte en una falsa liberación.
Escribía Lucía Méndez Prada, periodista del diario El Mundo, tal vez contagiada por la agitación de la masa, que “no hay ningún partido, ninguno, capaz de sacar a la calle a cientos de miles de personas. Sólo el feminismo y la Igualdad. Interpretar las masivas manifestaciones de este 8M en clave partidista es de miopes. A ver si abrimos los ojos a una realidad que no tiene vuelta atrás”.
En eso estamos, en abrir los ojos para contemplar con estupor lo que Lucía llama “realidad”. Y me vienen a la cabeza las palabras de Claudio Magris, que en 1999 anticipaba las contradicciones que traería consigo el nuevo milenio. Porque, aunque con su Utopía y desencanto pretendía romper el maleficio pesimista, también vio el peligro venir
“El milenio se anuncia con contradicciones llevadas al extremo. La derrota, si no en todos sí en muchos países, de los totalitarismos políticos no excluye la posible Víctoria de un totalitarismo blando y coloidal capaz de promover -a través de mitos, ritos, consignas, representaciones y figuras simbólicas – la autoidentificación de las masas, consiguiendo que «el pueblo crea querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más oportuno».
Para Lucía Méndez no hay ningún partido capaz de sacar a la calle a cientos de miles de personas, lo cual es muy discutible. Si repasamos las páginas más negras de la historia, ahí estuvo la masa politizada también, convencida de que su causa era una gran causa, la más justa de todas las causas. Es la ideología de masas al servicio del poder. Exactamente lo que es este feminismo, por más que algunos le añadan el sufijo liberal.
Es cierto, la realidad no tiene vuelta atrás. Pero si la realidad a la que alude Méndez es la proyección de ese totalitarismo blando y coloidal sobre el que advertía Magris, tal vez deberíamos rectificar. La regresión puede adoptar muchas formas; la libertad solo tiene una. Y no es esta, desde luego.
Foto: Paula Kindsvater