“Hemos devuelto el poder a las personas. La esencia de un buen gobierno es prepararse para tomar decisiones difíciles de conseguir” recoge el discurso que Margaret Thatcher pronunció en su adiós político aquel noviembre de 1990. Aparte de sus palabras, quedaron sus hechos como la liberación del mercado laboral, el impulso en la compra de viviendas, el lanzamiento de la City londinense o el acuerdo anglo-irlandés que dejó abierto para Tony Blair, por citar solo algunos. Encontró un país en los suelos, envuelto en huelgas y endeudado. Entendió y así lo afirmó en otro de sus discursos que “la gente tiene que ser dueña de sus casas, de acciones, que tenga una participación en la riqueza de la sociedad y que esa riqueza sea luego heredada por generaciones futuras”. A diferencia de los juegos de salón que practicaban laboristas y conservadores, ella no tenía ninguna intención de ganar votos permitiendo que todo siguiera como antes. Cierto que también cometió errores, pero lo indiscutible es que ejerció un liderazgo político porque tenía un proyecto claro de país y una estrategia para resolver los problemas de Gran Bretaña, pero esto forma parte de la historia.

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Antes de escribir este artículo he preferido acceder a lo que los denominados asesores políticos que se dedican a la cosa de la comunicación, cuentan de sí mismos. Coinciden en calificarse como artífices en la “capacitación y potenciación de la eficacia de sus representantes políticos, en su comunicación y acción persuasiva”. Leer esto conduce a la inmediata tentación de pensar en el marketing real. En lo que es la comunicación comercial, sustentada en su publicidad, y que carece de sentido si no existe un producto o servicio real. A diferencia del llamado marketing político, en el que la comunicación política se convierte sistemática y deliberadamente en un continuo engaño. Está permitido mentir y volver a mentir. Si lo haces una y cien veces no pasa nada.

No es casualidad que a los responsables de la comunicación política de cada partido o institución se les denomine “spin doctors”. La etimología de las palabras siempre enseña algo, el “spin” es el golpe que utilizan algunos deportes como el béisbol, fútbol, tenis o billar para engañar al contrincante

En el caso de la política actual en general, y de la española en particular, se observa que detrás del relato no hay producto, porque no existe un líder con talla que defienda con coherencia y claridad un programa con unas ideas. En cambio, en el marketing tradicional, con frecuencia criticado, sí existe algo que vender u ofrecer, porque de otro modo, más bien pronto que tarde llega la rendición de cuentas y los clientes no perdonan.

La “Consultora Iván Redondo” es un mayúsculo ejemplo de lo que hablamos. El asesor por excelencia del gobierno desconoce la Administración, pero Bruselas le exige medidas de contención muy precisas con reglas claras para abrir sus fondos, pero mientras tanto el equipo de asesores se pierde en requiebros y generalidades. Pero no pasa nada. El corto plazo decide la agenda política solo a la caza y captura del voto de su electorado a cualquier precio. Al contrario de lo que ocurre con una marca publicitaria, que necesita tiempo para posicionarse, para ganar o mantener la confianza de sus clientes, con una imagen de marca que solo tendrá sentido en la medida en que exista una respuesta a las expectativas que su público objetivo espera de todos y cada uno de sus productos. Sin producto, sin un proyecto a medio y largo plazo, y sin una rendición de cuentas lo que representan nuestros políticos es un fraude, con un ejército de asesores siempre preparados para lanzar los fuegos artificiales.

No es casualidad que a los responsables de la comunicación política de cada partido o institución se les denomine “spin doctors”. La etimología de las palabras siempre enseña algo, el “spin” es el golpe que utilizan algunos deportes como el béisbol, fútbol, tenis o billar para engañar al contrincante. El lanzador golpea la bola para que su rotación dificulte la recepción debido al endiablado efecto que lleva. A diferencia de lo que ocurre en la política, el resultado del golpe tiene plena eficacia y puede decidir un punto o una victoria.

El Ejecutivo de Sánchez se luce como el de mayor tamaño tras la dictadura franquista. Nunca hubo desde entonces tantos vicepresidentes ni carteras ni secretarías de Estado. Desconozco exactamente el número exacto de personas que “viven” de la política en España, así como el número de asesores que conforman la guardia pretoriana de los diferentes partidos. Parece que son más de cien millones de euros, sin contar País Vasco y Navarra, lo que supone el mantenimiento de los miles de políticos en nuestro país.

Sin embargo, y siendo relevante tanto el número de políticos y asesores, como el gasto que suponen para el Estado, la cuestión principal es comprender para qué están. ¿A quién sirven? La elección del cargo de asesor político depende exclusivamente del partido y de quien lo dirige, de modo que el elegido sirve al partido y a quien lo representa. Esta politización de altos cargos conforma unas redes clientelares que son muy eficaces para mantener la espiral de corrupción y mediocridad existente que caracteriza la política actual.

Este desprestigio aleja el talento y la dedocracia atrae la chusma de arribistas. La política tiene la habilidad de no servir para nada, salvo para los intereses de cada partido, a diferencia de cualquier otro sector en la vida. Si necesitamos un médico queremos que nos cure, no que sea muy simpático. Si queremos que nuestros hijos tengan una buena enseñanza buscamos un maestro que enseñe, no un tipo ocurrente y divertido que dibuja-pinta-colorea. O si llamamos a un fontanero porque se nos ha estropeado el grifo, queremos que nos lo arregle. Pero en política no, no hace falta, ya tienen un título, aunque no  sea merecido o sirva para algo, ya lo hemos votado y ya tienen sus asesores en comunicación que pintarán de colores lo que es blanco y negro. Aunque no haya liderazgo ni visión de estado, se construye el relato para que los votos sigan cautivos y el poder conseguido se mantenga, así se cumple una y mil veces la sentencia de Lampedusa, todo parece que cambia aunque todo siga igual, o incluso vaya a peor.

Hannah Arendt insiste en el valor de lo público cuando se gobierna, que entiende la libertad como el ejercicio de la norma que obedece al bien público y que debe reclamarse en la acción del ciudadano. Una propuesta para repensar la condición política en la igualdad humana ante la ley, que respeta la profunda singularidad del individuo, en la que “el verdadero poder es siempre consecuencia de una acción conjunta y compartida dentro del espacio y el tiempo en que todos los hombres se sienten a la vez distintos, pero iguales”. Cabe la esperanza de que la sociedad civil consiga salir de su entumecimiento e impotencia para acordar de una vez la rendición de cuentas que toda política exige y se ponga rumbo a la nave.


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