El triunfo de Donald Trump en las elecciones de 2016 fue interpretado desde el principio como una reacción patológica de la sociedad norteamericana. A juicio de numerosos analistas, un individuo racional, con verdaderas convicciones democráticas y en su sano juicio, jamás votaría a semejante candidato. Debía pues existir alguna razón extraordinaria que explicara lo sucedido, una mano invisible que hubiera capturado la voluntad de millones de electores. Esa mano invisible se sustanció en una teoría: la manipulación de las mentes de forma masiva mediante el uso de las redes sociales, y su capacidad de microfocalizar mensajes combinada con la “psicografía”, que originalmente es una rama de la mercadotecnia dedicada al estudio y clasificación de las personas según sus actitudes, aspiraciones y otros criterios psicológicos. Con estas dos herramientas correctamente integradas se podría lograr que muchas personas votaran a una opción contraria a sus propios intereses e incluso preferencias. Esta teoría ha sido difundida desde 2016 hasta el presente no por conspiranoicos, negacionistas o terraplanistas, sino por políticos, politólogos, expertos y periodistas. Y de alguna forma se ha utilizado también para explicar otros fenómenos sociológicos, como el Brexit o la victoria de Jair Bolsonaro en Brasil. Pero ¿qué hay de cierto en esta idea?
En 2013, los investigadores publicaron un artículo que mostraba que se podían predecir algunos rasgos de personalidad a partir de los Me gusta de Facebook. La empresa Cambridge Analytica pretendía utilizar estos datos para generar perfiles «psicográficos», esto es, identificar la personalidad de cada votante para así diseñar mensajes políticos microfocalizados y adaptados a estos perfiles. El objetivo: persuadir a los sujetos diana de que votaran a su candidato-cliente.
Los perfiles psicográficos se definirían en base a los cinco rangos del Big Five personality traits, una taxonomía de los rasgos de la personalidad desarrollada a partir de la década de 1980. Estos cinco grandes rasgos se desglosarían de la siguiente manera:
- apertura a la experiencia (inventiva/curiosa vs consistente/cautelosa)
- escrupulosidad (eficiente/organizado vs extravagante/descuidado)
- extraversión (extrovertida/enérgica vs solitaria/reservada)
- amabilidad (amigable/compasivo vs desafiante/insensible)
- neuroticismo (sensible/nervioso vs resiliente/seguro)
Pero ¿cómo obtener los datos de Facebook para crear estos perfiles? Un investigador de la Universidad de Cambridge, Alex Kogan, creó una aplicación llamada Thisismydigitallife, que consistía en un breve cuestionario para determinar el tipo de personalidad. Alrededor de 250.000 personas recibieron una pequeña cantidad de dinero para realizar este cuestionario. Quienes lo completaron compartieron algunos de sus datos de Facebook, así como los datos de sus amigos en esa red social (siempre y cuando la configuración de privacidad de los amigos permitiera a los desarrolladores de aplicaciones de terceros acceder a sus datos). De esta forma se obtuvieron datos de unos 30 millones de consumidores estadounidenses, según la FTC. Así que, asumiendo que esos 30 millones fueron votantes registrados, lo que es bastante más que improbable, significaría que en el mejor de los casos con los datos recopilados podrían crearse perfiles para menos del 20 por ciento de los electores norteamericanos. Aunque algunos pudieran no estar de acuerdo con la política de Facebook para compartir datos de usuarios con desarrolladores externos, esta recopilación cumplía con los términos de servicio de Facebook en aquel momento. El problema vino a continuación, cuando Kogan vendió esos datos a Cambridge Analytica sin el consentimiento de los usuarios y violando la prohibición de Facebook de vender datos a terceros. Al descubrirlo, Facebook ordenó a Alex Kogan y Cambridge Analytica que borraran todos los datos, pero no notificó a los usuarios que sus datos se habían utilizado indebidamente. Tampoco confirmó, a través de una auditoría independiente, que los datos realmente hubieran sido eliminados. Alrededor de este suceso, el tráfico indebido de datos, se construirá un relato mitológico, según el cual Cambridge Analytica, con la ayuda de Facebook, puso en marcha una temible maquinaria que alteraría el rumbo de las elecciones de 2016. Este relato se propagó como la pólvora a través de los medios de información y mediante reportajes audiovisuales muy efectistas, entre los que tendría un impacto significativo el documental El Gran Hackeo (The Great Hack), producido y dirigido por Jehane Noujaim en 2019.
Hay una frase en este documental que resume a la perfección la idea principal sobre la que se sustenta la teoría de la manipulación en masa: “Hay [en Facebook] 2.100 millones de personas, cada una con su propia realidad. Y una vez que todas tienen su propia realidad, es relativamente fácil manipularlas”. Este era el argumento de marketing que también utilizó Cambridge Analytica para obtener clientes, pero que resultó ser mera propaganda comercial. Lo primero que un analista debe plantearse ante una cuestión tan controvertida es qué efectividad real tienen las campañas políticas en cualquiera de sus modalidades. Muchos dan por hecho que, puesto que estas campañas manejan ingentes cantidades de dinero, afectarían de manera crítica a los resultados electorales. Sin embargo, esta creencia ampliamente compartida no es cierta. Pero la industria establecida alrededor de la comunicación política tiene sus intereses, y en estos no encaja, como es lógico, cuestionar su propia utilidad. Cómo ya adelantara en La ideología invisible (2020), la evidencia más consistente en contra de su eficacia la aportan Joshua Kalla y David E. Broockman en un estudio publicado en 2018 por American Political Science Review
“La mejor estimación de los efectos del contacto de las campañas y la publicidad en las elecciones generales estadounidenses es cero. Primero, un metaanálisis sistemático de 40 experimentos de campo estima un efecto promedio de cero en las elecciones generales. En segundo lugar, realizamos nueve experimentos de campo propios que multiplican por diez la evidencia estadística sobre los efectos persuasivos del contacto directo. El efecto promedio de estos experimentos también es cero”.
Es decir, un metaanálisis de 49 experimentos de campo de alta calidad encontró que, en las elecciones generales de Estados Unidos, la publicidad no tiene ningún efecto sobre el resultado. Sólo hay evidencia de que las campañas pueden tener efectos significativos en elecciones primarias, cuando las señales partidistas no están presentes. En elecciones generales (partidistas) con un electorado polarizado, es realmente difícil persuadir a los votantes para que cambien de opinión. Un aspecto relevante de este metaanálisis es que analiza los efectos de la propaganda política más allá de lo que sería el periodo propio de una campaña electoral. No sólo valora los efectos de la publicidad política en la fase habitual de una campaña, que abarcaría las semanas previas a unas elecciones, sino también las acciones a largo plazo, es decir aquellas que pueden desarrollarse meses o incluso años antes de los comicios, y que tendrían como objetivo generar de forma gradual una opinión pública favorable a un determinado partido.
Esta evidencia contradice la supuesta capacidad, no ya de Cambridge Analytica, sino de cualquier otro agente, para alterar el voto de millones de electores, y supone un primer obstáculo para las conclusiones del documental El Gran Hackeo y, en general, para numerosos medios de información, tanto norteamericanos como de otros países, que ayudaron a difundir el fantástico relato. Algunos, no obstante, se harán la inevitable pregunta: pero Cambridge Analytica ¿no podría haber sorteado esta barrera apuntando mensajes a adaptados a cada perfil?
La respuesta a esta pregunta la encontramos en otro estudio de Eitan D. Hersh y Brian F. Schaffner publicado en The Journal of Politics. Los votantes rara vez prefieren la complacencia dirigida a los mensajes generales, es decir, los electores prefieren las apelaciones mediante principios amplios y creencias colectivas. Lo cual es coherente con el inevitable tribalismo político. Para corroborarlo, un experimento de campo con 56.000 votantes de Wisconsin en las elecciones presidenciales de EE. UU. de 2008 evidenció que los candidatos que utilizaron apelaciones persuasivas perdieron apoyos en lugar de incrementarlos; es decir, el contacto directo mediante mensajes muy orientados generó rechazo en los electores. Entonces, ¿qué utilidad tiene la persuasión dirigida al perfil del votante en la publicidad política? Hasta la fecha, que se sepa, muy poca o ninguna.
En cuanto a la capacidad de cartografiar perfiles psicológicos, las averiguaciones realizadas por la investigadora en comportamiento político, Kris-Stella, hallaron que los rasgos de personalidad Big Five predicen menos del cinco por ciento de la variación en la orientación política de los individuos. Esto significa que el uso de datos sobre la personalidad de los votantes añade poca o ninguna información útil al conjunto de datos con el que ya trabajan la mayoría de las campañas políticas. Cambridge Analytica ni siquiera pudo cumplir con éxito una tarea elemental con los datos obtenidos de Facebook: hacer coincidir los Me gusta de Facebook con los cinco rasgos de personalidad Big Five de los usuarios. Según el propio Alex Kogan, sólo habían sido capaces de identificar los perfiles correctos en el uno por ciento de los casos.
Pero la mejor evidencia disponible sobre la efectividad del mapeo de perfiles mediante datos recopilados de los usuarios proviene del marketing estrictamente comercial (probablemente es más fácil influir en las decisiones de los consumidores que en las decisiones políticas de un electorado cada vez más polarizado). En un experimento se dirigieron anuncios basados en la personalidad a más de 1,5 millones de personas; el resultado fue aproximadamente 100 compras adicionales del producto de las obtenidas mediante la publicidad sin perfiles psicográficos. En términos porcentuales, el uso de psicografía supuso una diferencia del 0,006 por ciento.
A pesar de todas estas evidencias, ha prevalecido un relato de la manipulación mental masiva que se sustentó, además, en una cadena de hechos falaz en lo que se refiere al propio proceso electoral, incluido el periodo de primarias. Así, cuando Ted Cruz pasó de ser el candidato peor valorado en las primarias republicanas a ser el único capaz de plantar cara a Trump en el tramo final, se señaló a Cambridge Analytica como responsable de la sorprendente mejoría de Cruz. Sin embargo, Nicholas Confessore y Danny Hakim en The New York Times refutaron esta creencia al revelar que la relación entre Ted Cruz y Cambridge Analytica naufragó con la primera prueba de campo, cuando más de la mitad de los votantes de Oklahoma, que Cambridge Analytica había identificado como potenciales partidarios de Cruz, apoyaron a otros candidatos. De hecho, la campaña de Cruz dejó de utilizar los servicios de Cambridge Analytica antes de las asambleas del Partido Republicano de finales de febrero de 2016, tal y como informaron Kenneth P. Vogel y Darren Samuelsohn en Politico en junio de ese año.
En palabras de un ex asesor de Cruz: «Existe la idea de que hay una salsa mágica de selección de la personalidad que puede superar cualquier problema, y el hecho es que ese no es el caso». En realidad, la excesiva notoriedad de Cambridge ha sido atribuida en el entorno de la publicidad política a razones bastante más pragmáticas y menos fantásticas. Al principio, empresas involucradas en las campañas de distintos candidatos contrataron a Cambridge Analytica porque se consideraba un requisito previo para recibir dinero de MERCERS, es decir, recurrieron a Cambridge Analytica por las conexiones de la empresa con el multimillonario Robert Mercer.
Pero ¿y Donald Trump?, ¿cuál fue la relación de su campaña con Cambridge Analytica? También prescindió muy pronto de esta empresa. Como informó Major Garrett para CBS News, la decisión se tomó a finales de septiembre de 2016, cuando el yerno de Trump, Jared Kushner, y Brad Parscale, el asesor digital de Trump, decidieron utilizar sólo los datos de la Convención Nacional Republicana (RNC, en sus siglas en inglés). La razón es que los datos de la RNC resultaron ser mucho más precisos que los de Cambridge Analytica. Así que, cuando quedó claro que la RNC apoyaría la candidatura a la presidencia de Trump, los responsables de su campaña decidieron confiar únicamente en la RNC.
Hasta entonces, el papel de Cambridge Analytica en la campaña de Trump había sido testimonial y nunca involucró psicografías. Es cierto, no obstante, que Steve Bannon, que entonces tenía intereses económicos en Cambridge Analytica, intentó expandir el papel de la compañía autorizándola a supervisar una compra de anuncios de televisión por importe de cinco millones de dólares, pero cuando varios de estos spots aparecieron en canales de televisión por cable en Washington, DC —un circuito ajeno a la contienda electoral— su participación en la estrategia de medios fue finiquitada.
En realidad, Cambridge Analytica se limitó a proporcionar personal que trabajó, junto con analistas de otros proveedores, en algunos anuncios digitales iniciales que utilizaron técnicas convencionales. Y también ayudó a planificar el calendario de viajes del candidato. Pero nunca realizó acciones que implicaran el uso de psicografías que, supuestamente, manipularan a los votantes.
Dar por cierto que, en buena medida, las elecciones presidenciales de 2016 estuvieron condicionadas por al hackeo masivo de las mentes no encaja —nunca encajó— ni con los hechos, ni con la cronología, ni con las evidencias disponibles. Sin embargo, muchos de los que mostraron su indignación con las acusaciones de fraude electoral en las elecciones presidenciales norteamericanas de 2020, parecen haber asumido que tal cosa sí sucedió en las elecciones de 2016, y lo hacen en base a argumentos propios de una película de ciencia ficción de serie B que sólo sería apreciada por adolescentes o incondicionales del género. Tampoco los “fact checkers” han puesto demasiado empeño en refutar una teoría de la conspiración construida mediante infinidad de piezas periodísticas tan sensacionalistas y fantásticas como carentes de base.
En cuanto a que los servicios de inteligencia rusos hubieran utilizado las redes sociales para, supuestamente, favorecer a un candidato, cabe preguntarse si tales acciones, de existir, fueron ciertamente eficaces, pues habrían tropezado con los mismos obstáculos que el resto de agentes propagandísticos. Sin embargo, a Rusia se le atribuyó una capacidad de manipulación incompatible con las evidencias disponibles. Y paradójicamente, según el principio de que la fuerza ejercida es la fuerza percibida, su intoxicación habría sido un éxito, pero no porque hubiera logrado manipular a los votantes estadounidenses, sino por camelar a los analistas.
Cuando en octubre de 2018, Jair Bolsonaro ganó las elecciones de Brasil, muchos volvieron a preguntarse cómo era posible que semejante candidato gozara del favor de la mayoría de los electores. En un programa de televisión local se dedicaron a entrevistar a algunos votantes para desvelar este misterio. Una de estas personas reconoció haber votado a Bolsonaro pero también ser homosexual, lo que desconcertó al entrevistador. ¿Cómo era posible que un homosexual votara a un candidato que había hecho declaraciones notoriamente homófobas? Su respuesta fue que estaba harto de que le robaran la bicicleta. Si se la robaban continuamente, no podía subsistir porque la necesitaba para trabajar. Para este votante poder ganarse la vida era más importante que su condición sexual. Evidentemente, que Bolsonaro cumpliera su promesa de reducir la delincuencia de forma drástica sólo podría confirmarse con el tiempo, pero sin duda fue el candidato con un discurso más contundente en este sentido.
Los relatos que apuntan a manipulaciones masivas no encajan con una realidad que es bastante prosaica. A poco que se analicen de forma honesta, los supuestos fenómenos sociales suelen atender a razones y no a sortilegios. Alex Kogan, el investigador de la Universidad de Cambridge que adquirió los datos de Facebook, traspasó estos datos a terceros indebidamente. La noticia era, pues, la infracción cometida por Kogan y la desidia de Facebook. Ahí empezaba y terminaba la historia. Que a partir de este hecho se difundiera la idea de que las elecciones habían sido alteradas mediante el hackeo de las mentes de millones de personas posiblemente sea el mayor bulo de la historia reciente.
Pero este bulo parece haber resultado extraordinariamente útil. Argumentando que es posible la manipulación masiva mediante las nuevas tecnologías y que tal capacidad representa una extraordinaria amenaza para el orden democrático, se han justificado iniciativas orientadas a limitar cada vez más la libertad en las redes sociales, eliminando de ellas opiniones e informaciones de forma a menudo arbitraria, cerrando cuentas de usuarios por supuestas infracciones e incluso practicando bloqueos de forma preventiva, es decir, antes siquiera de que los usuarios cometan una infracción.
El daño que pueda causar la desinformación o la intoxicación informativa a través de las redes sociales está por averiguar realmente. En mi opinión, con las evidencias disponibles, diría que la mayor intoxicación consiste en adjudicar a los bulos un poder de manipulación extraordinario. El orden de los factores que se ha establecido es bastante discutible. Que muchas personas hagan cosas o se comporten de determinada manera no es tanto producto de un engaño como de un deseo profundo de hacerlas por otras motivaciones. Estas personas buscan una excusa para dar rienda suelta a un estado de ánimo preexistente y trasladar gran parte de la responsabilidad de sus actos a terceros. Esto explicaría que los participantes en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021, cuando tomaron conciencia de que podían ser castigados muy severamente (hasta 20 años de cárcel), negaran puerilmente, como niños que han sido cogidos robando caramelos, que tuvieran intención de hacer algo malo, que simplemente se dejaron llevar por las circunstancias. En realidad, sabían perfectamente lo que hacían, de hecho, deseaban profundamente hacerlo, pero decidieron conscientemente trasladar la responsabilidad de sus decisiones al ambiente. Una actitud que se corresponde con los tiempos, inimaginable por ejemplo en los protagonistas del Alzamiento de Pascua de 1916, que, lejos de excusarse, asumieron la responsabilidad de sus actos y afrontaron los pelotones de fusilamiento con entereza.
No es necesario ser politólogo ni psicólogo social, cualquiera que haya tenido relación con el marketing sabría que no es posible manipular a la gente apretando una serie de interruptores según una secuencia mágica. Puedes trabajar para contactar con quien previamente, en alguna medida, esté dispuesto a comprar lo que vendes, pero no puedes vender lo que se te antoje a quien te dé la gana. Si esa capacidad existiera, habríamos asistido a fenómenos comerciales sin precedentes. Y eso no ha sucedido.
En el momento que escribo estas líneas, en una discusión pública, con luz y taquígrafos, sobre la manipulación de la opinión pública, sería muy difícil que un experto recurriera al affaire de Cambridge Analytica como argumento de peso y saliera bien librado. Sin embargo, este bulo es una pieza de convicción que está en la base del pánico moral con el que se promueve la censura y el control de las redes sociales. Es a partir de lo sucedido en 2016, y el relato mitológico consiguiente, que las redes sociales dejan de ser vistas como herramientas democratizadoras globales para ser identificadas como amenazas del orden democrático. Detrás de este giro copernicano despunta la convicción de que, en efecto, es posible alterar unas elecciones usando las redes sociales.
Sin embargo, lo que las evidencias disponibles muestran es que las personas, aunque a veces se equivocan, escogen por sí mismas en base a sentimientos arraigados, pero también a razones, sus razones, y son más resistentes a la manipulación de lo que comúnmente parecemos dispuestos a aceptar. Los políticos, más que instalar creencias en la mente de las personas, tienden a apuntar a las ya existentes y exacerbarlas. En ocasiones, pueden agitar avisperos, de tal forma que la agitación parecerá cobrar vida propia, pero esta dinámica no puede ser articulada de forma inversa, generando percepciones y estados de ánimo de la nada o a partir de burdas invenciones.
Incluso aquí, cuando se analiza la predisposición del público respecto de un fenómeno, se suele errar el tiro. Así, en el episodio del nazismo, por ejemplo, se ha establecido la idea de que Alemania en su conjunto enloqueció, que las mentes de una inmensa mayoría de alemanes fueron reprogramadas por una hábil e insistente propaganda. Es cierto que en las elecciones de 1933 el partido nazi triunfó con un 43,91 por ciento del voto popular, pero fracasó al no obtener la mayoría legislativa que sus líderes habían descontado. Y eso teniendo en cuenta que el proceso electoral estuvo marcado por la intimidación y la violencia nazis. Lo cierto es que la mayoría de los alemanes no “enloqueció”. Fue la combinación de la predisposición de una gran minoría en función de sus propios intereses y el empleo de la intimidación y la violencia lo que permitió subvertir las instituciones democráticas y empujar a la sociedad alemana hacia el abismo. En realidad, para que un suceso como el nazismo pueda consumarse, son necesarias otras condiciones que no tienen que ver con la manipulación de la opinión pública, sino con determinadas actitudes que anidan en la sociedad.
Así, el juicio de Adolf Eichmann sirvió para que Hannah Arendt, una judía que había huido de Alemania tras la llegada de Hitler al poder, y que asistió a la vista como corresponsal del diario New Yorker, desentrañara determinadas actitudes que resultaron ser claves en el ascenso y sostenimiento del régimen nazi. Arendt, dotada de una fina inteligencia, captó la complejidad de aquel proceso. Comprendió que Eichmann, un personaje que en realidad carecía del fanatismo y las motivaciones necesarias para actuar como lo hizo, podría ser una pieza clave que explicara lo ocurrido y revelar la verdadera naturaleza de la culpa en la sociedad alemana de los años 30 del siglo XX. Eichmann no era estúpido, tampoco malvado por naturaleza. Era culpable porque había renunciado al pensamiento crítico, al juicio para distinguir el bien del mal. Como otros muchos alemanes, optó por cumplir órdenes como un autómata, sin plantear la menor objeción. Para Arendt, la culpa de Eichmann radicaba precisamente en esa actitud acrítica, acomodada e insensible. Su delito consistía en negarse a reflexionar sobre el carácter manifiestamente injusto, discriminatorio e ilegítimo de las órdenes y las normas que debía aplicar. Cómo él, en Alemania, decenas de miles de funcionarios, profesores, académicos e incluso jueces, que no eran intrínsecamente malvados, habían optado por no criticar y hacer seguidismo. Con su pasividad, su silencio, contribuyeron a la banalización del mal; es decir, a la conversión del mal en mera rutina, algo a lo que la gente acabó acostumbrándose. Para Arendt, la degradación del pensamiento fue lo que condujo al holocausto.
El caso de Eichmann es extremo, por supuesto, pero ilustra el problema a la perfección. La Alemania nazi sirve para demostrar hasta qué punto se degrada una sociedad cuando abjura del pensamiento crítico, cuando la gente se aferra a lo políticamente correcto. Al aceptar con normalidad leyes, decisiones gubernamentales que violan derechos ciudadanos, que contravienen principios fundamentales del derecho, los individuos contribuyen a que el mal se banalice. Y la sociedad entra en una espiral que conduce a la degradación. Desde esta perspectiva, el fenómeno del populismo, que dio lugar al hito de la victoria electoral de Donald Trump, no sería el producto de la manipulación de las mentes, sino consecuencia de la existencia previa de demasiadas aberraciones oficiales sobre las que muy pocos osaban manifestarse abiertamente, ejercer el pensamiento crítico, discrepar y oponerse frontalmente. La intromisión sin límites de los burócratas en el ámbito privado de las personas, en su toma de decisiones, hasta las más sencillas y cotidianas, estaría en el origen de la presunta anomalía.
Establecer que los fenómenos sociales del siglo XXI son el producto de campañas de agitación sofisticadas que utilizan las nuevas tecnologías para alcanzar un impacto desconocido hasta la fecha, convierte los problemas de fondo que están tensionando a las democracias en percepciones imaginarias; degrada indiscriminadamente las razones del descontento de un número creciente de personas a la categoría de disonancias cognitivas o a simple estupidez. Es cierto que muchos sujetos carecen de los incentivos, el tiempo y los medios necesarios para analizar problemas complejos y que, en consecuencia, sus conclusiones pueden estar erradas, pero el estado de ánimo de un creciente número de individuos nos está advirtiendo de que algo realmente no encaja. Asociar la pérdida de credibilidad de las instituciones, de la clase política y de los medios de información tradicionales a intoxicaciones dirigidas desde las redes sociales es un relato que se queda demasiado corto y se ve superado por los acontecimientos. La historia nos enseña que cuando el descontento alcanza una masa crítica, no importan los medios: basta una vetusta multicopista funcionando en un sótano para alimentar el conflicto.
Aunque alguno se llevará un disgusto, no existe el Santo Grial de la manipulación masiva en el sentido en que se ha pretendido dar por cierta. Las mentes de las personas no son líneas de código que pueden ser reescritas o alteradas por un virus certeramente apuntado. Lo que sí existe, y actúa en sentido contrario, son métodos de coerción que, en base a este bulo, se están alentando desde instancias muy aseadas. La alarma generada respecto de la difusión de bulos y noticias falsas en las redes sociales parece ser más producto del pánico moral desatado desde algunos núcleos de poder que del empirismo. En realidad, la amenaza más peligrosa a la que nos enfrentamos no son los bulos, es la censura. Lo advertía Revel antes de que las redes sociales existieran, la ocultación de la verdad es la mentira en su forma más elemental y peligrosa.
Foto: David Matos.
[Este texto está extraído del libro Vindicación (2021)]
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