Todos los españoles saben que el nombre de Izquierda Unida ha sido siempre un eufemismo, que resultaba especialmente hiriente cuando se tenía presente la impresionante mole de centro derecha que ganó las elecciones del 1996 y del 2000 y que, pese a sus muchos errores, todavía pudo conseguir otra victoria en 2011 tras el desastre del zapaterismo. Si nos olvidamos de siglas y dirigentes, lo que tal vez sea mucho, y pensamos en los electores, ese gran partido del centro derecha ya ha dejado de existir. Se podría hablar entonces, de una derecha desunida, solo que ese epíteto nunca podría ser el nombre de un partido por más que describa a la perfección lo que ahora mismo le pasa al electorado de corte liberal-conservador que, de suyo, no parece estar nada lejos de ser una mayoría social.
Es evidente que la España de 2018 no es la España de 1996, ni siquiera la de 2011, pero no parece razonable sugerir que, en la sociedad de ahora mismo, existan menos motivos que en cualquiera de esos años para poder alcanzar una mayoría política en nombre de esa clase de electores. Lo que ha ocurrido es que bajo el liderazgo de Mariano Rajoy, el PP ha sido ajeno al sentir de buena parte de sus votantes, y ha cometido errores políticos muy de fondo que le han granjeado la desafección de cerca de un tercio de sus electores más habituales.
En breve, el surgimiento de partidos a la derecha y a la izquierda del PP no responde a ninguna causa insoslayable, sino que es la consecuencia inmediata de políticas muy equivocadas. Tales errores se pueden resumir en tres: el primero, la jibarización del partido mediante la exclusión de cualquier debate, participación o apertura a las inquietudes sociales y ciudadanas, lo que convirtió al PP en una isla cada vez más remota en el mundo de la opinión; el segundo, el empeño en ver la realidad con los ojos puestos en el interés del partido en lugar de ver las cosas desde el punto de vista del interés y los valores de sus electores; por último, la negación de la política misma, la entrega a una retórica de lo inevitable puramente negativa, cada vez más vacía y confiada en que una mezcla del miedo a lo peor y la dinámica del voto útil bastarían para sostener el invento.
Rajoy pidió en el Congreso de Valencia que se fueran del PP los conservadores y los liberales, y vaya si se fueron
Rajoy pidió en el Congreso de Valencia que se fueran del PP los conservadores y los liberales, y vaya si se fueron. De manera sistemática, ante la evidencia de una corrupción nada casual, los aparatos se empeñaron en una defensa poco creíble de los implicados, incapaz, por otra parte, de evitar que el propio Rajoy haya tenido que salir por piernas ante los efectos de una sentencia de diseño.
Las propuestas del PP durante este infausto período han sido erráticas, contradictorias y oportunistas, sin dejar nunca la sensación de servir a un proyecto político sustantivo y ambicioso. Si a eso se le añade la temprana e insólita explicación sorayesca de que iban a tener que hacer lo contrario de lo que prometieron que harían, con la paradójica excusa de que el agujero zapateresco era mayor que el calculado, es razonable que los electores empezaran a pensar que el PP había dejado de ser un instrumento fiable para sus intereses e ideales. Si, además, se tiene en cuenta la capacidad de engaño que el Gobierno tuvo a bien emplear para asegurarnos que en Cataluña no iba a pasar nada de lo que ha acabado pasando, se comprenderá que muchos electores hayan empezado a pensar que votar al PP se había convertido en un ejercicio de melancolía casi insoportable.
Casi todo lo que le ha sucedido al PP entre las elecciones de 2015 y ahora mismo no ha hecho sino acentuar el malestar de muchos de sus votantes. Rajoy protagonizó una peripecia asombrosa al negarse a acudir a la investidura en 2015, y en 2018 ha desaparecido de la vida política en un regate desconcertante. Pese a todo, una parte muy significativa de la dirección del PP sigue sin dar muestras de entender la gravedad de la crisis que padece, y no se muestra capaz de articular una respuesta congruente intentando presentar el desastre como algo accidental, como una muestra de la multiforme perversidad de la izquierda. La elección de Casado representó una cierta inflexión, pero, hasta ahora, ha primado más el voluntarismo que la autocrítica, cosa que podría bastar si el PP hubiese mantenido la exclusiva de su espacio, pero que resulta ser asaz insuficiente cuando se ve mordido por dos jóvenes lebreles que se proponen suplantarle.
La onerosa herencia del rajoyismo no se cura poniendo de manifiesto lo estupenda que se considera su gestión económica, sino reconstruyendo a fondo los mimbres políticos que Rajoy declaró innecesarios para ejecutar su proyecto, y eso habrá de suponer, de uno u otro modo, la jubilación de toda una clase que ha sido compañera de ese viaje a ninguna parte, y abrir el partido a quienes quieran y puedan comprometerse con un proyecto capaz de hacer su autocrítica y de recuperar la ilusión y la complicidad de los electores. No será nada fácil porque es obvio que ninguno de los líderes del PP se ha enfrentado a un panorama tan inhóspito y complejo en el que, además, pesa mucho la inexistencia de un rival nítidamente reconocible con el que mantener un pulso capaz de poner en píe las ilusiones y esperanzas de su electorado.
Esta campaña que acaba de terminar debiera ser la última en que el PP trata de actuar como si no hubiese pasado nada
Mientras el PP no asuma que está en una situación en que tiene que explicarse y pedir ciertas disculpas, en que tiene que llamar a los que, de manera arrogante y suicida, expulsó de su seno, será incapaz de lograr la credibilidad que necesita para que su voz vuelva a escucharse como la preferible para más de diez millones de personas. Hay veces en que más es menos, y seguir como si no hubiese pasado nada distinto a recibir una puñalada trapera con el auxilio de los “enemigos de España”, llevará a un fracaso cada vez más nítido y rotundo. Esta campaña que acaba de terminar debiera ser la última en que el PP trata de actuar como si no hubiese pasado nada, haciéndolo, además, con el pánico indisimulado que le produce el crecimiento, por su derecha y por su izquierda de alternativas que, al menos, parecen no tener que dar explicaciones engorrosas a sus votantes.
La paradoja que puede favorecerle es la evidencia de que Ciudadanos es un partido vacilante entre una vocación comprensible, la de ocupar un lugar firme y sólido en el centro del espectro para evitar que ni la derecha ni la izquierda tengan que apoyarse en las minorías nacionalistas, y la tendencia, un poco quimérica, a desalojar al PP para convertirse en la fuerza dominante de la derecha, cosa que parece pretender a pocos meses de haber firmado con el PSOE de Sánchez una interesante propuesta para gobernar haciendo exactamente lo contrario. Si el PP acierta a hacer ver que Ciudadanos no ayuda a lo que debiera evitar, podrá liberarse de esa hipoteca y crecer de nuevo con cierta facilidad. Lo que le ocurre por su derecha es reflejo simétrico de lo que le pasó al PSOE con la emergencia de Podemos, bien catalizada por Rajoy, y puede ser, por ello mismo y a medio plazo, un fenómeno menos inquietante.
Por sorprendente que pueda parecer, abundan en el PP los expertos que recomiendan aspirina para curar un mal muy de fondo, los que creen que haciendo el gracioso al pedir el voto a una vaca lechera se puede combatir el profundo desengaño de unos electores en los que el PP ha matado cualquier ilusión y cualquier esperanza en sus políticas. En circunstancias normales un partido en la situación del PP debiera proponerse celebrar de inmediato un Congreso extraordinario, más allá de cualquier quimérico programa de continuidad. Como es natural, eso tiene sus riesgos, pero es el riesgo del que sabe que necesita operarse a corazón abierto para tratar de evitar lo que de forma indefectible le acabará matando.
Ayúdanos a seguir editando piezas como esta apadrinando a Disidentia. Averigua cómo haciendo clic en este banner:
Debe estar conectado para enviar un comentario.