Hace unos días asistí a la inauguración de la exposición “Miguel de Unamuno y la política. De la pluma a la palabra”, en la Hospedería Fonseca, de la Universidad de Salamanca. El título de la muestra quizá sea excesivamente modesto, no llama la atención y, sobre todo, no hace justicia al contenido de la misma, una recopilación monumental de cerca de mil documentos escritos y gráficos que abarcan la vida pública de Unamuno en su práctica totalidad, desde su faceta de “aprendiz de político” (desde 1879, cuando era un estudiante de quince años) hasta su muerte en el último día del infausto año de 1936, cuando ya se habían desatado los atroces ajustes de cuenta que aquí han agrupado en la última sección de “la salvaje guerra incivil”.
Nada menos que cincuenta y siete años de participación casi ininterrumpida y a menudo atronadora en el escenario político español, de la Restauración canovista recién instaurada a la guerra civil, pasando así por el reinado de Alfonso XII, la Regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena, la guerra en Ultramar y la crisis del 98, el reinado de Alfonso XIII, la crisis del régimen liberal y el regeneracionismo, las agitaciones revolucionarias de 1917, el fracaso del colonialismo español en Marruecos y los terribles desastres en tierras africanas, la Dictadura de Primo de Rivera, la proclamación de la República, la deriva del nuevo régimen y, en fin, el golpe militar del 18 de julio y sus consecuencias, que a la postre serán letales para su persona.
Unamuno no sólo no se llevó nada para su bolsillo, sino que tampoco se postuló para ningún cargo lucrativo e incluso para los honoríficos se hizo de rogar. A cambio, tuvo denuncias, persecuciones y múltiples sinsabores. Ninguna de estas molestias le disuadió de seguir el rumbo que juzgaba correcto
Diré desde el principio para no generar equívocos ni suscitar falsas expectativas que no es una exposición espectacular porque no tiene, por ejemplo, cuadros valiosos ni objetos preciados que llamen la atención del diletante. Por el contrario, se trata de una muestra extremadamente prolija, a la que hay que ir con mucho tiempo por delante y con bolígrafo y libreta –o sus equivalentes digitales-. Me dicen que han sido cerca de dos años de preparación. Sus organizadores o comisarios son unos hispanistas franceses, el matrimonio formado por Colette y Jean-Claude Rabaté, que llevan ya muchos años trabajando sobre Unamuno de una forma admirable que ya nos gustaría fuera norma y no excepción en el medio universitario español.
Me refiero a que se trata de un trabajo callado, paciente, metódico y constante, alejado del fulgor mediático y de los titulares sensacionalistas. Vamos, lo contrario de lo que estamos acostumbrados, sobre todo en los últimos tiempos. Y si me tiran de la lengua, hasta diré que el trabajo de los Rabaté constituye la antítesis de ese protagonismo oportunista que también se ha instalado entre los hispanistas: nada que ver, por tanto, con el sensacionalismo y el sectarismo que distinguen –pongo por caso- a los últimos libros de Paul Preston, desde El Holocausto español hasta el reciente Arquitectos del terror. Los Rabaté, aparte de varios magníficos libros y artículos sobre el rector salmantino, vienen trabajando desde hace tiempo en una obra magna, la edición crítica del epistolario unamuniano, que ya va por el segundo volumen (pero que solo abarca, a pesar de sus cerca de mil páginas, ¡hasta 1904!)
Digo todo lo anterior no porque vaya a seguir hablando de la exposición, pues este no es el lugar más idóneo para ello, sino para que se comprenda que la muestra es una mina -una fuente de inspiración- para todos los que nos dedicamos al estudio de la historia y la política española en la edad contemporánea. Por ello, en las líneas que siguen me gustaría trasladarles algunas de las sugerencias y reflexiones que me ha suscitado la muestra. Tomo como referencia por motivos obvios la figura de Unamuno, pero me gustaría trascenderla y adoptar la perspectiva genérica del intelectual ante la política, trazando al mismo tiempo un esclarecedor paralelismo entre lo que fue y lo que es hoy.
Unamuno vive un momento histórico que privilegia el papel del escritor o erudito como conciencia de la sociedad y portavoz ético de la misma. Es lo que ha dado en llamarse la voz de los intelectuales. Este término viene de Émile Zola y del famoso J’accuse! (1898) en el contexto del affaire Dreyfus. En realidad, ese rol privilegiado de los intelectuales se mantiene durante poco tiempo, porque el vendaval de las dos grandes guerras mundiales del siglo XX pone de manifiesto la débil capacidad de influencia de esa minoría letrada en el curso de los acontecimientos. Bien pudiera decirse que Sartre es el último intelectual a la vieja usanza y, aun así, su tiempo marca ya el imparable declive del gremio. Hoy no hay nada que se les parezca, aunque algunos aún no se han enterado y chillan de modo patético a ver si se les hace caso. No tienen nada que hacer ante cualquier fenómeno mediático o incluso un tuitero ocurrente.
Pero cuando Unamuno abría la boca –sin necesidad de chillar- o tomaba la pluma –en unos tiempos en los que, por no haber tantos ecos, se distinguían mejor las voces-, sus palabras se escuchaban o se leían con respeto. Significaban algo, tenían un peso específico, levantaban pasiones: a veces, adhesiones fervorosas aunque otras, repulsas o incluso persecuciones por parte de los poderes establecidos. Obviamente, Unamuno lo sabía, era consciente de ese poder y, como a su modo hizo también Ortega y Gasset –el otro gran intelectual del período- moduló esa influencia con unos fines determinados. ¿Cuáles?
Henos aquí ya en el punto al que quería llegar y sobre el que me gustaría detenerme. Hay dos características del comportamiento de Unamuno como intelectual que hoy resultan inusuales, no ya para alguien que desee emularle (inútilmente, como ya he señalado), sino para casi cualquiera que aspire a intervenir en la vida pública. La primera podría decir que es la honradez, pero expresado así, me temo que me podría quedar corto y no hacerme entender en toda la dimensión que quiero señalar: prefiero decir por ello la abierta generosidad de su actitud y sus intervenciones. Don Miguel acude adonde cree que debe acudir, participa en los actos que reputa beneficiosos para su país, diserta o escribe de los asuntos que estima fecundos para la vida intelectual, social y política de España. Lo hace tan solo por coherencia personal, por rectitud ética, por imperativo político, por patriotismo, por decirlo en una palabra, aunque esté tan poco de moda en ciertos ambientes.
¡Y porque tenía un ego monumental que no le cabía en el cuerpo y se desparramaba allá por donde pisase, de modo que el rectorado, la universidad, la ciudad provinciana que era Salamanca y hasta el propio país en su conjunto se quedaban pequeños para tanto afán de grandeza! Eso dirán los críticos y no les faltará parte de razón. No veo contradicción en ello. Aceptemos que el ego desmesurado de don Miguel impulsaba todas sus proclamas y acciones. Tal constatación no menoscaba la calificación antedicha de munificencia en todos los órdenes: Unamuno no sólo no se llevó nada para su bolsillo, sino que tampoco se postuló para ningún cargo lucrativo e incluso para los honoríficos se hizo de rogar. A cambio, tuvo denuncias, persecuciones y múltiples sinsabores. Ninguna de estas molestias le disuadió de seguir el rumbo que juzgaba correcto.
La segunda característica que quería señalar está estrechamente relacionada con la anterior pero en este caso sí habría de precisar que, si bien era rara ya en su tiempo, en este que vivimos resulta francamente insólita: me refiero a su condición de espíritu libérrimo, ajeno a cualquier tipo de sectarismo. Muchas veces se ha utilizado este rasgo unamuniano en su contra, sobre todo para subrayar sus permanentes contradicciones. Es un tópico asimilar la figura del pensador vasco con esos zigzagueos, como si todo su pensamiento –en especial su ideario político- no fuera más que un continuo vaivén entre polos opuestos.
Me gustaría decir un par de cosas sobre ese particular. Por una parte, no se debe negar lo obvio. Sí, es verdad que Unamuno se contradice a menudo, pero ese es simplemente el resultado de seguir su propio criterio y no tener un argumentario de partido o unas consignas preestablecidas, como sucede ahora con la mayoría de los participantes en la vida pública. Por otro lado, la propia dinámica española de la época –durante el primer tercio del siglo XX- presenta tales bandazos que sustentar opiniones distintas, incluso contrapuestas, no era más que el resultado de hallarse ante una realidad cambiante. ¡Si hasta un sector dirigente del PSOE apoyó la dictadura militar de Primo! O, sin ir más lejos, la aprobación del sufragio femenino se hizo con la oposición de buena parte de la izquierda.
Además, a la luz de lo anteriormente expuesto, se percibe que el intelectual libre y honrado que fue Unamuno se equivocó, pero quizá menos que muchos de sus coetáneos y, desde luego, muchas menos veces de lo que ha querido mostrar una determinada historiografía que siempre se ha sentido incómoda ante un personaje tan inclasificable, porque solo atendió a su conciencia. De ahí también que, tanto a la izquierda como a la derecha, el Unamuno que más les ha interesado haya sido el Unamuno manipulable en un sentido o en el contrario. Y un último dato que me gustaría resaltar: ni por su altura intelectual ni por su grandeza personal, sería posible en la vida pública española de hoy en día un personaje como Unamuno. Ello nos da la medida de dónde estamos.
Foto: Biblioteca Nacional de España.