Una característica esencial del mundo en que vivimos es el predominio de la opinión sobre los hechos. En realidad, la palabra hecho ha dejado de tener casi significado porque aquello a lo que se refería está dejando de ser algo comprensible en un universo en el que las palabras y las imágenes se multiplican a tal velocidad que apenas hay tiempo para tratar de mirar detrás de cada idea y ver lo que encontramos. Los hechos, en la medida en que todavía subsisten, yacen enterrados tras toneladas de desechos que impiden de manera casi insuperable cualquier aproximación a lo que los filósofos han llamado tradicionalmente las cosas mismas.

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En opinión de Arendt, la razón de esa postergación de los hechos es su difícil compatibilidad y convivencia con la política. Anotaré tres observaciones de la autora que son difíciles de objetar: primero, que los hechos y acontecimientos son mucho más frágiles que los axiomas, o los descubrimientos científicos, al tiempo que son las verdades más importantes desde el punto de vista político. En segundo lugar, que la verdad factual opuesta a intereses de grupo es recibida con hostilidad manifiesta, o, dicho de otro modo, que cualquier verdad de hecho es política por naturaleza. Por último, que, desde el punto de vista de la política, la verdad tiene un carácter despótico y por eso la odian los tiranos, que temen la competencia de una fuerza coactiva que no pueden monopolizar. El problema reside en que la verdad factual exige ser reconocida y excluye el debate, mientras que el debate es la esencia de misma de la vida política.

La filósofa, que escribió todo esto hace más de medio siglo, cuando ni siquiera en la ciencia ficción se imaginaban cosas tan cotidianas, y, en cierta manera, triviales como los smartphones, WhatsApp o la inteligencia artificial, concluye haciendo notar que el fenómeno de la manipulación masiva de los hechos es relativamente reciente (no se manipula lo secreto sino lo que está a la vista de todos) y que la diferencia entre la mentira tradicional y la moderna es la que existe entre ocultar y destruir y que como siempre tenemos la idea de que todo podría haber sido de otra manera la posibilidad de mentir es ilimitada.

Que los gobiernos traten de mentir es muy normal, y también que todos los políticos lo hagan. Lo que ya empieza a no ser tan normal es que se lo consintamos, que perdamos cualquier clase de respeto a la verdad y nos convirtamos todos en mentirosos furibundos

Volvamos a la pandemia del título, y al juicio que la opinión se hace sobre ella. Es casi imposible imaginar un hecho tan rotundo como la muerte súbita y constante de miles de personas, unas acciones tan públicas y a la vista de todos como el pavor frente a la infección, las dudas y vacilaciones de los gobiernos, las discrepancias entre los virólogos, los epidemiólogos y los clínicos, y mil cosas más. Estamos no ante un hecho cualquiera, sino ante una acumulación brutal y rapidísima de hechos. Sería fácil concluir, por tanto, que los juicios sobre este asunto habrían de ser ponderados, minuciosos, serenos y objetivos, pero no hay que desengañarse, porque la indudable fortaleza de los hechos está sucumbiendo ante nuestros ojos ante un mar de opiniones de lo más variopinto. Gobiernos que se jactan de haber salvado cientos de miles de vidas, científicos que aseguran que el virus ya está agotado (se ve que no leen las noticias de América) o individuos más o menos delirantes que tratan de juzgar a Bill Gates por lo que estiman su indudable responsabilidad en una desgracia tan global como el mismísimo Windows.

No estoy tratando de montar un argumento escéptico, no, por lo menos en el sentido más popular del término, tan solo trato de señalar una notable característica del mundo en que vivimos que si se nos puede haber descrito como una sociedad de la información, también cabe señalar que somos la sociedad en la que la información amenaza con acabar con cualquier clase de respeto a la verdad y, como la misma Arendt afirma en su brillante alegato sobre Verdad y mentira en la política, la innegable afinidad de la mentira con la acción política, ha de seguir estando limitada por la propia naturaleza de las cosas abiertas a la capacidad de actuar del hombre, de forma que debemos procurar que no desaparezca la posibilidad de una mirada imparcial y atenta sobre los hechos, sin la cual no habría sido posible nuestra civilización.

Que los gobiernos traten de mentir es muy normal, y también que todos los políticos lo hagan. Lo que ya empieza a no ser tan normal es que se lo consintamos, que perdamos cualquier clase de respeto a la verdad y nos convirtamos todos en mentirosos furibundos. Y no me refiero solo a la pandemia y al juicio que de ella hagamos. Apartemos un poco la mirada para fijarnos en lo que nos cuentan los medios sobre lo que ahora mismo ocurre en EEUU en torno a un suceso elevado a categoría cósmica, entre otras cosas gracias a la tecnología de Instagram, porque tendremos que hacer un esfuerzo para distinguir lo que pueda haber de racismo, un juicio que se debiera dejar a jueces imparciales pues existen leyes que castigan conductas como la que se supone causó el drama, de la disparatada ola de violencia y destrucción del pasado que se ha desatado en medio mundo.

En esa violencia hay indignación fingida, hay mucho más de mentira que de humanidad, hay una voluntad expresa de destruir la democracia que, con todos sus defectos y corruptelas, es el mejor sistema de gobierno que ha conocido la humanidad, hay un deseo de venganza retrospectiva que es muy patológico, como lo es todo lo que nos aparte de un intento sincero y valiente de entender el mundo en que vivimos y en el que vivieron los que lo hicieron ser como es. Yo puedo admitir, incluso, que Colón fuese un racista, si se argumentase de manera documentada e imparcial, lo que no soy capaz de admitir es que el individuo que no sabe ni en qué siglo vivió se considere legitimado para derribar su estatua, a ser posible aprovechando para que caiga encima de cualquier negacionista blanco o fascista. Sobre tipos así no tengo otro remedio que pensar en lo que dicen que decía una eminencia al que, de seguir esta deriva revisionista enloquecida, en algún momento le llegará la hora, sea por judío, sea por machista, o por lo que fuere, a saber, que hay dos cosas incomprensibles, el infinito y la estupidez.

Volviendo a la pandemia y al juicio que nos debiera merecer, tendríamos que empezar por hacer un esfuerzo colectivo para separar lo indiscutible de lo que no lo es, y para construir con calma, sobre la base de lo que no cabe negar, un análisis que pueda servir para evitar que la próxima vez que pase algo parecido —pues, sin duda, pasará, y más de una vez— seamos capaces de reaccionar algo mejor. En esto, como en casi todo, tendríamos que ser capaces de renunciar a la utopía sentimental y política de cada cual (desde “el gobierno asesino” hasta los que proponen medallas bastante fuera de lugar) para ver con claridad por qué tuvimos que reaccionar tan tarde, por qué estábamos tan mal pertrechados para el caso, por qué ni siquiera somos capaces de contar bien los casos y los muertos (al parecer, en Madrid y en 2020, hay registros civiles sin informatizar), y un sinfín de detalles decisivos no siendo el menor la absoluta falta de atención que entre nosotros se presta a los que se dedican a hacer ciencia y a investigar.

La pandemia no hará que los izquierdistas se vuelvan conservadores ni que estos se hagan socialistas, porque ha sido una desgracia, no un milagro, pero si debiera de servir para que, entre unos y otros, apuntemos un poco mejor a los objetivos a nuestro alcance, aprendamos a no presumir sin motivo, y empecemos a prestar un poco más de atención a los hechos, digan lo que digan por Whatsapp o por la Sexta. Es difícil y costoso, pero no imposible, y en ello nos jugamos nuestra dignidad, porque no es digno de ser libre, y no puede serlo quien no se empeña en conocer la verdad que está a su alcance, en averiguar lo que importa más allá de las mentiras, los prejuicios y las opiniones interesadas y sin el menor fundamento.

Foto: Bill Oxford


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web