Se acaba de estrenar en los cines españoles –ahora diezmados por el temor a la COVID-19- la película francesa De Gaulle, dirigida por Gabriel Le Bomin y protagonizada por un convincente Lambert Wilson. Aunque este no es el lugar más adecuado para un comentario cinematográfico, diré por si alguien tiene interés, que el filme es correcto –como solemos decir los cinéfilos, se deja ver– siempre que se le perdone el previsible tono hagiográfico y la inevitable grandeur que nuestros vecinos derrochan en estos menesteres. Pero, como hubiera dicho Umbral, no he venido aquí a hablar de la película, sino de lo mío.

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Y lo mío es una determinada inquietud, que se abrió paso entre otras más imprecisas elucubraciones, mientras estaba frente a la pantalla. No me refiero a la historia en sí, pues las vicisitudes del personaje en torno al primer semestre de 1940, que es el corto lapso de tiempo que básicamente aparece en el filme, no deparan sorpresa alguna. Lo fundamental, como saben, es que en esa fase temprana de las hostilidades, la Blitzkrieg (guerra relámpago) había desarbolado las defensas de los países limítrofes con Alemania. En Francia, el mariscal Pétain aglutina y encabeza una facción político-militar que solicita un armisticio inmediato a las fuerzas germanas como mal menor ante el arrollador avance de la Wehrmacht. La República francesa se rinde ante el III Reich. Solo un hombre se opone resueltamente: el general Charles de Gaulle.

Es probable que esta ausencia de líderes sea un fenómeno de nuestro tiempo y que, como tal, trascienda las coordenadas ibéricas. De ser realmente así, ello explicaría algunas cosas que están pasando en el mundo. Pero en el caso español esta orfandad presenta caracteres más preocupantes

La situación histórica que acabo de esquematizar es sobradamente conocida. Lo que suscitó la inquietud antes mencionada fue otra cosa o, más exactamente, una serie de matices que aparecían muy bien representados en la película. El punto de partida es, naturalmente, un país en un momento crítico. En este caso era la guerra, pero no tiene por qué ser, como veremos luego, una coyuntura bélica. Los dirigentes se encuentran en la tesitura de tomar decisiones trascendentales de manera casi inmediata. No hay tiempo para reflexiones ni disquisiciones reposadas. El riesgo evidente es que se adopten resoluciones precipitadas que terminen siendo catastróficas. Pero no hay otra opción. Es el momento del arrojo y la audacia. Es el momento en que se necesita un líder.

Un líder no es un iluminado, ni siquiera un héroe si entendemos como tal un personaje sobrehumano. Lo que le distingue es su fuerza, determinación y capacidad de convocatoria –eso que suele denominarse carisma-, pero también -y sobre todo- su agudeza o clarividencia para saber dónde está la luz de salida cuando todos los demás están sumidos en las tinieblas del túnel. La virtud de la representación cinematográfica, en la medida en que reflejaba muy fielmente la realidad histórica, residía en una doble faceta: la primera era que, tal como estaban las cosas en la Francia de 1940, tenía todos los visos de ser más razonable la postura de Pétain –evitar una masacre de proporciones inéditas y hasta la destrucción completa del país- que la de sus oponentes.

El segundo rasgo que interesa destacar es que el líder es lo contrario del dirigente calculador o timorato que solo se tira a la piscina cuando comprueba que está llena de agua y rodeado de fieles que le van a jalear. Cuando de Gaulle va a solicitar –casi implorar- la ayuda británica, el premier Churchill –otro de su misma talla moral- le dice en un par de ocasiones con sorna -ese típico humor british-: no veo a nadie detrás de usted. En efecto, no veía a nadie, ni detrás ni al lado, porque el militar francés estaba haciendo una apuesta arriesgada que solo algún tiempo después concitaría apoyos políticos de cierto relieve en su propia nación.

¿Qué hubiera pasado si al frente de esos dos poderosos países europeos –las únicas democracias que en aquel trance histórico podían hacer frente al expansionismo fascista- no hubieran surgido estos dos líderes? Es una cuestión interesante, pero, por lo que a mí respecta, más que hacer estimaciones virtuales, me interesa resaltar que en ambos casos, el británico y el francés, el liderazgo no se entendió como venderle a sus respectivos países la solución más cómoda y fácil, sino exactamente todo lo contrario. Como es sabido, el famoso llamamiento de Churchill a sus compatriotas recalcaba que lo único que podía ofrecerles era blood, toil, tears and sweat, luego innumerables veces repetido como “sangre, sudor y lágrimas”.

¿Cómo creen ustedes que recibiría una sociedad como la actual un mensaje de esas características? Mejor aún, ¿creen que habría algún político -de los de ahora- que se atreviera a una formulación parecida? Aquí no tendríamos que entrar en el campo de la política-ficción porque la pandemia ha permitido retratar la talla de nuestros gobernantes (y, forzoso es reconocerlo, también los de otros muchos países). Si tomamos como referentes los rasgos del liderazgo antes apuntados, nuestros dirigentes aparecerían como su antítesis: mentirosos, trapaceros, pusilánimes, venales, corruptos e inconsecuentes.

Dicen algunos que la COVID-19 es la guerra de nuestra generación. ¡Cómo se ve que no han vivido una guerra de verdad ni conocen lo que es un país devastado! ¡Cómo si el peor de los casos, quedarse confinado en casa, fuera equivalente a una hecatombe bélica! Hay sin embargo en el paralelismo un punto que importa subrayar: ambos son, en cierto sentido, fenómenos imprevistos. La tendencia en casi todas las colectividades humanas –que se revela a la postre falsa- es creer que nada anómalo pasará. Como el famoso pavo empirista de Bertrand Rusell, que estaba convencido de que su dueño le alimentaría todos los días del año, hasta que la víspera de Navidad encontró abruptamente rota su predicción, las sociedades confían en que las cosas seguirán su curso y no habrá guerra, pandemia u otra catástrofe política o económica… hasta que de repente acaece lo que parecía imposible.

En tanto no se produzcan contingencias indeseables como las aludidas, una sociedad puede hasta cierto punto prescindir de líderes o, al menos, su ausencia no tiene por qué constituir un escollo insalvable. Pero si están de acuerdo con este planteamiento, será inevitable conceder su correlato, es decir, que en fases delicadas un país necesita líderes en los que confiar y a quienes seguir. Intento no ser agorero, pero veo desde hace años que España se hunde cada vez más en una crisis que abarca todos los aspectos del orden constituido, desde el territorial al judicial, desde las instituciones a los partidos, desde la educación al propio sistema representativo. Percibo un progresivo deterioro de la confianza ciudadana y un imparable descrédito de nuestros representantes.

Podemos seguir así, obviamente. Es más, creo harto probable que sigamos así un tiempo indefinido, como el enfermo que arrastra una dolencia crónica, cada vez peor pero también cada vez más resignado. Entre el conformismo y la indolencia, nuestra democracia se viene deslizando tiempo ha por la pendiente de la corrupción, la polarización sectaria y el autoritarismo, como está sucediendo en otros muchos países del globo. El mal de muchos parece servir aquí de eficaz consuelo, aunque aún tendríamos que añadir en nuestro caso una aportación específica, la atomización administrativa en múltiples mini-Estados que reproducen las lacras seculares del caciquismo. Las autonomías no serían así más que vino viejo –el mismo de siempre- en odres nuevos.

Es probable que esta ausencia de líderes sea un fenómeno de nuestro tiempo y que, como tal, trascienda las coordenadas ibéricas. De ser realmente así, ello explicaría algunas cosas que están pasando en el mundo. Pero en el caso español esta orfandad presenta caracteres más preocupantes porque nuestra democracia se asienta por razones históricas en bases inestables: así, la propia estructura del régimen político que posibilita nuestra convivencia está siendo sacudida hasta sus cimientos, desde la Corona a la unidad territorial. El país está a la deriva, al albur del mercadeo político o las ocurrencias de ignorantes e incapaces. Nadie sabe adónde vamos. Nadie despliega un proyecto de futuro. Sobra decir que no hay liderazgo ni nada parecido, ni en el gobierno ni en la oposición. Y lo peor de todo, tampoco se le espera.

Foto: Gez Xavier Mansfield


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Rafael Núñez Florencio
Soy Doctor en Filosofía y Letras (especialidad de Historia Contemporánea) y Profesor de Filosofía. Como editor he puesto en marcha diversos proyectos, en el campo de la Filosofía, la Historia y los materiales didácticos. Como crítico colaboro habitualmente en "El Cultural" de "El Mundo" y en "Revista de Libros", revista de la que soy también coordinador. Soy autor de numerosos artículos de divulgación en revistas y publicaciones periódicas de ámbito nacional. Como investigador, he ido derivando desde el análisis de movimientos sociales y políticos (terrorismo anarquista, militarismo y antimilitarismo, crisis del 98) hasta el examen global de ideologías y mentalidades, prioritariamente en el marco español, pero también en el ámbito europeo y universal. Fruto de ellos son decenas de trabajos publicados en revistas especializadas, la intervención en distintos congresos nacionales e internacionales, la colaboración en varios volúmenes colectivos y la publicación de una veintena de libros. Entre los últimos destacan Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Primer Premio de Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo. Del 98 al desencanto (Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Marcial Pons, 2014).