El terrorismo es una de las denominadas formas de violencia política. Generalmente por tal se entiende una sucesión de actos violentos que persiguen modificar el sistema político en un sentido favorable a las tesis del grupo armado en cuestión. La ETA, el IRA o el Baader Meinhof alemán eran grupos terroristas con claras agendas políticas. Hobbes en su célebre obra De Cive decía que el delito común podía ser o no violento, pero que quien lo cometía era perfectamente consciente de que su comportamiento constituía una infracción del orden legal. En el llamado terrorismo, como ocurre en todas las formas de violencia política, el terrorista no reconoce legitimidad alguna al orden legal que ataca.

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De hecho, no se considera a él mismo como criminal, sino como partidario de una pretensión mucho más justa que aquella que le prohíbe atentar contra la vida, la propiedad o la libertad ajena. El terrorista atenta pues contra la propia pretensión de la ley de erigirse en legítima. Las víctimas nunca son del todo inocentes para el terrorista, aunque no todas tengan el mismo grado de responsabilidad y no siempre sea conveniente, desde el punto de vista propagandístico, cometer ciertos atentados especialmente crueles, pues pueden reducir las simpatías que la causa terrorista suscita entre parte de la población.

El terrorismo, especialmente el vinculado a ideas izquierdistas extremas, a la lucha contra Israel o contra dictaduras de derechas, gozó de ciertas simpatías en el mundo occidental, especialmente en los años 70 y 80 del pasado siglo. Sin embargo, el grado de crueldad y el carácter indiscriminado de muchas de las acciones del terrorismo del IRA irlandés o más recientemente del llamado terrorismo islámico de Al Qaeda o el Daesh, ha conseguido que éste sea muy mal visto por las opiniones públicas occidentales. Terrorismo es hoy sinónimo de barbarie. De delito especialmente monstruoso contra el que toda la comunidad internacional se tiene que conjurar a fin de poder acabar con él.

Junto a la creciente exposición mediática que la llamada violencia de género tiene últimamente, se ha instalado en ciertos partidos y grupos de opinión la tesis de que la violencia contra las mujeres es una forma de terrorismo, frente a la cual es menester utilizar los medios más represivos del derecho penal

No es por lo tanto casual que cierto feminismo, en su lucha por implantar en la sociedad un nuevo modelo cultural de relación entre sexos, se haya fijado en el terrorismo como un instrumento ideológico con el que movilizar a la opinión pública en un sentido favorable a sus tesis. Junto a la creciente exposición mediática que la llamada violencia de género tiene últimamente, se ha instalado en ciertos partidos y grupos de opinión la tesis de que la violencia contra las mujeres es una forma de terrorismo, frente a la cual es menester utilizar los medios más represivos del derecho penal. De hecho, recientemente el partido político nacionalista valenciano Compromís postulaba una reforma del código penal que castigase duramente los llamados discursos críticos con las visiones hegemónicas feministas sobre las causas últimas de los diversos tipos de violencia ejercidas contra las mujeres.

No voy a entrar a valorar la eficacia o no de la represión penal para afrontar la llamada violencia terrorista. Hay un importante debate en el seno de la llamada política criminal sobre la eficacia o no de las medidas penales para poner fin a la violencia terrorista. Hay modelos antagónicos al respecto. Desde la combinación de medidas políticas y penales, como el caso irlandés del IRA hasta la pura represión penal como en el caso del terrorismo alemán de la llamada Baader Meinhof.

Lo que me parece absolutamente claro es que ninguna de las formas de violencia contra la mujer, pues hay muchas y no una sola como afirma el feminismo con su desafortunada fórmula de la llamada violencia de género, constituye una forma de terrorismo desde el punto de vista conceptual y politológico.

Primeramente, no es una violencia política salvo en las mentes de las feministas culturalistas para las que, siguiendo la estela de la pensadora Betty Friedan, todo es político. En una violación, salvo aquellas cometidas en actos de guerra no se observa ninguna motivación política. Las explicaciones psicosociales de las violaciones grupales, como consecuencia de una cultura machista tienen su origen en el célebre libro de la feminista Susan Brownmiller, quien busca analogías entre las violaciones de guerra y las sufridas por mujeres en contextos urbanos, de donde deduce que la culpabilización a la propia víctima, por sus comportamientos previos o su moralidad laxa, vendrían a demostrar la prevalencia de una cultura de la violación en la sociedad.

La antropología seria pone de manifiesto el carácter disparatado y el auténtico oxímoron que supone hablar de cultura de la violación. Si algo supone el paso de la naturaleza a la cultura es la de la proscripción de la violación como norma cultural imperante. El teórico de la literatura Jesús G. Maestro hace interesantes consideraciones sobre el tratamiento del fenómeno del donjuanismo en la literatura en un sentido precisamente contrario al defendido por el feminismo culturalista.

Las explicaciones individuales sobre el comportamiento de múltiples violadores, por ejemplo las célebre de Cohen o Groth, donde se alternan elementos de sadismo, de compensación por frustraciones personales o una socialización deficiente parecen, con todas sus limitaciones de alcance, más explicativas que las de las feministas, que recurren a nociones cuasi metafísicas, inverificables empíricamente, como la del patriarcado generalizado para analizar un fenómeno mucho más complejo de lo que se plantea por éstas.

Si tomamos el concepto de terrorismo en su sentido preciso y lo aplicamos a los supuestos de violencia cometida contra mujeres vemos el carácter absurdo de la tesis feminista. Si los delitos contra las mujeres fueran delitos de terrorismo, tendrían una finalidad política como he visto antes. Dicha finalidad consistiría en subvertir el orden político, social o legal imperante por medio del uso del terror. Esta tesis es absurda y contradictoria con los planteamientos del propio feminismo, pues, si como dicen las feministas culturalistas, vivimos de facto en una sociedad patriarcal donde las mujeres son objeto del poder masculino, qué sentido podría tener ejercer una violencia terrorista sobre ellas para implantar un modelo social y político que supuestamente ya existiría.

Tampoco las violaciones cometidas por autores de nacionalidades vinculadas al islam más radical, algo en lo que las feministas no fijan su atención por contradecir el dogma progresista del multiculturalismo, parecen ser propiamente políticas. Parece poco convincente que violen para sustituir el derecho occidental liberal por la sharia, pues esta también castiga por cierto la violación. Otra cosa distinta es que en materia probatoria la mujer bajo la sharia tenga mucho más difícil demostrar que ha sido víctima de la misma o que el violador pueda salir impune casándose con la víctima. Más bien la violación grupal cometida por varones de culturas islámicas parece consecuencia de un shock cultural. El violador islámico pasa de vivir en una sociedad represora con la sexualidad, la islámica, a vivir en una donde la promiscuidad sexual se considera un valor social al alza. Ante la incapacidad de satisfacer su apetito sexual por los cauces normales, el violador de estas culturas parece encontrar en el sadismo de la violación grupal un mecanismo compensatorio a su frustración sexual.

Mucho más claro parece negar el carácter de terrorismo a la violencia ejercida en el seno de la pareja, donde explicaciones individuales parecen tener mucho más sustento teórico. Concepciones posesivas del amor en pareja, celos o un deficiente control de las propias emociones siguen teniendo más peso explicativo que oscuras teorizaciones sobre la masculinidad tóxica.

Constituiría además un brutal ataque a nuestro moderno y liberal estado de derecho convertir las violencias contra las mujeres en delitos de terrorismo, con toda la legislación excepcional que dichas formas de criminalidad llevan asociadas y pérdida de garantías legales para los presuntos autores, y sobre todo una merma intolerable de la libertad de expresión. Si dichas pretensiones de Compromís tuvieran traducción legislativa, ustedes no podrían leer artículos críticos, como éste, con dichas tesis feministas, so pena de que el autor de este artículo tuviera que rendir cuentas con la justicia.

La finalidad última que persiguen las feministas culturalistas al buscar que se califique legalmente las diferentes formas de violencia contra las mujeres de terrorismo machista no es otra que la apelar a la emotividad de la opinión pública, pues no hay crímenes más execrables que los cometidos por los terroristas. En este asunto, como en otros tantos tocados por la varita mágica del feminismo culturalista, la racionalidad y el rigor conceptual deja paso al uso sofístico y torticero de la retórica más manipuladora.

Foto: Wout Vanacker


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