Leo, alertado por el periodista John Müller, que Íñigo Errejón ha vuelto a hacer de asesor para conducir una nueva degradación democrática en América. Ecuador, Bolivia, Venezuela (con visita al Chapire)… y ahora Chile.

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Errejón ha departido con un grupo de militantes en un evento online organizado por Convergencia Social, el partido político de Gabriel Boric, actual presidente del país. CS no es como nuestro C’s. Forma parte del Frente Amplio, coalición que ha ganado las elecciones presidenciales, y nombre que ha adoptado Yolanda Díaz para nombrar a la coalición de izquierdas que quiere liderar para las próximas elecciones.

El objetivo es imponer un orden propio sobre el conjunto de la sociedad, con la aquiescencia o la sumisión de una parte del “enemigo”. La lucha contra quienes se opongan a esta imposición forma parte de la justificación del gobierno permanente de la izquierda

La situación política de Chile es muy peculiar. El país es un modelo de éxito, especialmente si observamos de dónde viene o si lo comparamos con sus vecinos. Chile, que se ha aferrado a la democracia casi desde su creación, cayó en manos de Salvador Allende, que desmintiendo su nombre hundió al país en una grave crisis económica, y violó las libertades civiles una a una. Le destituyó un golpe de Estado que dio pie a una dictadura cruel y sectaria. Pero el dictador, Augusto Pinochet, convocó una consulta sobre su propia continuidad. Perdió por poco margen, y se retiró facilitando una vuelta a la democracia. Entonces, el país adoptó una Constitución, un Texto que ha sido reformado en más de 50 ocasiones, y que hoy en poco se parece al que amparó la primera democracia posterior a Pinochet.

En las últimas tres décadas, la tasa de pobreza (personas que viven con 5,5 dólares de 2011 al día) ha pasado del 52,3 por ciento en 1987 al 3,6 por ciento en 2017, según el Banco Mundial. El índice de Gini, que mide la desigualdad de rentas, estaba en 57,2 puntos en 1990 (en los Estados Unidos estaba en 38,0 puntos), y los últimos datos, según también el Banco Mundial, recogen un índice de 44,9 puntos. La renta per cápita era en 1990 de 2.495 dólares de hoy, y en la actualidad está en 13.232.

Podríamos seguir dando motivos para mostrar que, aunque la democracia chilena es imperfecta, y aunque cundía una sensación de desapego, de fracaso del sistema, Chile había dado sentido más que ningún otro país del continente a la palabra “éxito”.

Lo mejor de la democracia chilena es que era lo suficientemente flexible como para reformarse. Su modelo económico, que fue bueno desde que Pinochet abandonó el proyecto de militarizar la economía, también estaba abierto a las reformas.

Su sistema de pensiones ha dado resultados extraordinarios, pero insuficientes. Extraordinarios, porque la rentabilidad media está entre el 4 y el 7 por ciento real anual desde 1981. Pero la falta de competencia entre las AFP hace que éstas se queden con una parte sustancial de esa rentabilidad. Por otro lado, los chilenos dedican al sistema el 10 por ciento de su sueldo, no casi el 30 por ciento, como los españoles. Y muchos reclaman su pensión tempranamente, a costa de una mayor rentabilidad. Por eso las pensiones son relativamente bajas. Extraordinario, como digo, pero insuficiente.

Quizás porque el progreso multiplicó las expectativas, puede que porque los políticos incidieron en el mensaje de que todo, en realidad, estaba mal a no ser que ellos mandasen en el país, o acaso porque los medios de comunicación estén en manos de la izquierda, la realidad es que había un sentimiento de fracaso. Ese sentimiento saltó por los aires en 2019. La izquierda organizada, mayoritaria en las Universidades, coló el mensaje de que lo que quería el pueblo era una nueva Constitución, cuando eso nunca estuvo entre los mensajes de las revueltas. Y ese es el punto al que hemos llegado: un nuevo período constituyente, con una cámara en la que el centro o la derecha apenas tienen representación, y que acuñarán un nuevo modelo político o económico para Chile.

Y ese es el contexto en el que se producen las palabras de Íñigo Errejón: “La nueva Constitución que se apruebe en Chile será exitosa -y sé que decirlo parece de derecha, pero es al revés, es revolucionario- y será más revolucionaria cuanto más la asuman los adversarios. No puede ser una Constitución ‘de parte’, no puede ser la Constitución de las izquierdas, porque entonces durará tanto como dure el gobierno de izquierda”.

Luego “el reto no es aprobarla; el reto es que forme parte del régimen de la vida cotidiana también para una parte del adversario”. Para una parte; a la otra Errejón ya le llama en el mismo discurso “golpista”. Pero “hay una parte a la que tenemos que integrar”.

Por si no queda claro, añade: “No ganamos cuando aprobamos una ley, ganamos cuando una parte de nuestros adversarios tiene que asumirla y esa es una tarea muy cuidadosa con el enemigo”. Sí, ha dicho enemigo, como hace Pablo Iglesias. Es el término que utiliza para referirse a la derecha y a los demócratas cuando están en un ambiente de confianza revolucionaria. En fin, “hay una parte del adversario que tiene que entender que en nuestro orden le va a ir mejor compitiendo dentro de las reglas del juego que por fuera”, dice Errejón.

En definitiva, el objetivo es imponer un orden propio sobre el conjunto de la sociedad, con la aquiescencia o la sumisión de una parte del “enemigo”. La lucha contra quienes se opongan a esta imposición forma parte de la justificación del gobierno permanente de la izquierda. Porque lo que el modelo de Errejón no prevé es la alternancia. No puede ser más claro: “Lo más radical es permanecer. Un gobierno revolucionario de dos años es menos revolucionario que uno de 25 años”.

Errejón sabe lo que dice. En España se elaboró una Constitución de media España contra la otra media. Como esta última “no se resignó a morir”, a decir de José María Gil Robles, la II República condujo a un golpe de Estado, y el Golpe al régimen de Franco.

Este juego maquiavélico sólo es prudente y juicioso desde la perspectiva de conseguir y mantener el poder. La realidad social no tiene importancia por sí misma; son sólo piezas en un ingenioso juego en el que sólo ganan los Errejón de turno. Las fuerzas propias se suman al proyecto, y de las ajenas se utiliza su propia fuerza en su contra; como en el judo. El puro ejercicio del poder es lo único que cuenta. La ideología es sólo un manual de instrucciones.


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