La República de Platón quizás sea el diálogo más conocido del famoso filósofo ateniense. En este diálogo Sócrates dialoga con diversos personajes de la Atenas de su tiempo sobre qué es la justicia. Platón, que habla en boca de Sócrates, plantea un interesante proyecto: definir la justicia en sí misma con independencia de los efectos, positivos o negativos, que se deriven de seguir una determinada concepción de ésta. La justicia es en sí misma la mejor manera de ordenar políticamente la ciudad según defiende el filósofo ateniense. Sócrates plantea que para entender qué es la justica lo mejor es plantear la hipótesis de una ciudad ideal, dominada por una idea de justicia que podríamos definir como organicista.

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En ella cada clase social (guerreros, productores y filósofos) tienen una misión encomendada, para la cual son convenientemente educados a través de un complejo sistema educativo que el filósofo Sócrates describe con gran detalle a través de las interesantes páginas de la República platónica.

Sócrates comprende al final del diálogo que su proyecto de ciudad ideal resulta aberrante, irrealizable y posiblemente inhumano, por lo que, traicionando su propósito inicial de concebir la necesidad de abrazar la justicia por sí misma, acaba defendiendo la necesidad de llevar una vida justa para evitar un supuesto castigo ultraterreno en el famoso mito de Er que cierra la célebre obra platónica.

El mito en esta obra platónica cumple la misión que el antropólogo Malinowski asigna al mito en la sociedad: la de proporcionar una explicación última ante la incapacidad de dar respuesta a los grandes interrogantes de la existencia de una manera racional. Ni tan siquiera el intelectual, cuya misión es la de trabajar con las ideas a fin de responder algunos de los grandes interrogantes que atenazan al homo sapiens, es capaz, como pone de manifiesto el célebre diálogo platónico, de dar cuenta racional de aquello a lo que la razón no puede dar respuesta.

La palabra intelectual nació en la Francia de la Tercera República durante el llamado affaire Dreyfus para designar, peyorativamente, a aquellos hombres de ciencia, arte y conocimiento que defendían ardorosamente al oficial judío del ejército Alfred Dreyfus, sometido a una injusta acusación de traición a la república

Hoy en día, en el que la palabra intelectual tiene asociada una carga semántica muy positiva, no podemos concebir que estos, los intelectuales, que se suponen que son el mejor exponente de la racionalidad en nuestras sociedades, puedan hacer uso del mito para responder esas cuestiones últimas que el género humano se plantea.

No siempre fue así. La palabra intelectual nació en la Francia de la Tercera República durante el llamado affaire Dreyfus para designar, peyorativamente, a aquellos hombres de ciencia, arte y conocimiento que defendían ardorosamente al oficial judío del ejército Alfred Dreyfus, sometido a una injusta acusación de traición a la república, que en realidad lo que encubría era un clima de antisemitismo rampante en la sociedad francesa de su tiempo. Desde entonces el intelectual, además de ser un personaje que atesora amplios conocimientos, es considerado un personaje comprometido con ideales elevados, como pueden ser el progreso, la justicia o los derechos humanos.

Recibir el calificativo de intelectual por parte de la sociedad equivale a ser situado en una especie de atalaya desde la que poder sentirse libre y legitimado para pontificar sobre lo divino o lo humano. La etiqueta de intelectual le confiere a uno una especie de superioridad moral sobre el resto de sus semejantes. El intelectual ilumina con sus reflexiones lo que el resto de los mortales son incapaces de atisbar por sí mismos.

Un fenómeno interesante del siglo XX ha sido el de vincular la condición de intelectual con un posicionamiento político concreto: el llamado progresismo izquierdista. Raymond Aron analiza en su obra El opio de los intelectuales el papel que los intelectuales franceses han tenido a lo largo del siglo XX en el desarrollo de algunos de los grandes dogmas sobre los cuales se ha asentado el pensamiento llamado de izquierdas. El antiamericanismo, la condescendencia con las dictaduras de izquierdas, la crítica feroz al capitalismo o el elitismo cultural son algunas de las señas de identidad del intelectual.

Aunque la palabra “intelectual” tiene su origen, como mencionábamos antes, en el célebre affaire Dreyfus los antecedentes de la llamada intelectualidad son mucho más remotos. Pensadores han existido en todas las épocas, sin embargo, es la cristalización de la idea de que junto al entendimiento finito existe una razón universal que lo gobierna todo, y hacia cuyo gobierno se encamina el mundo, la que da carta de naturaleza al fenómeno de la intelectualidad. Nicolás de Cusa en el siglo XV ya diferenciaba entre una razón, con mayúsculas, que supera todas las contradicciones posibles y que sólo pertenece a Dios y unos entendimientos finitos, los humanos, incapaces de entender la totalidad en toda su plenitud.

La secularización de la idea de Dios en el concepto de progreso durante la llamada Ilustración supone el punto de partida definitivo de la pretensión del intelectual de situarse en un plano epistemológico superior para ser capaz de captar lo que las mentes vulgares no pueden comprender. Sólo un “intelectual” posmoderno está pues en disposición de resolver la aparente contradicción, que se nos presenta a los vulgares mortales, entre cuestiones como el feminismo y el islam, la defensa de un fuerte Estado del bienestar y el fenómeno de la inmigración ilegal o la de conciliar la defensa de la libertad con la creciente corrección política.

El intelectual, como en el caso platónico que apuntábamos antes, tiene que recurrir al mito en último término, en el sentido en que lo entendía Malinowski, para resolver esa aparente contradicción, insalvable para los que pertenecemos al vulgo, pero perfectamente comprensible para mentes preclaras como las suyas. El intelectual entiende la historia como un despliegue de lo humano en la búsqueda de la perfección en la realización de la idea de progreso. Para el intelectual lo que el vulgo no entiende es sólo una aparente contradicción que debe ser superada creyendo en el mito del progreso.

Al igual que Platón hace uso al final de su célebre diálogo del mito de Er, que narra el destino de las almas tras la muerte para justificar la necesidad de que su idea de justicia impere, el intelectual posmoderno hace uso del mito del progreso para justificar la deriva antiesencialista, el predomino de la voluntad sobre la razón o la coexistencia de multitud de ismos, muchos de ellos contradictorios entre sí, para así poder dar cuenta lo que es a todas luces incoherente.

Recientemente hemos visto en España un episodio que sintetiza a la perfección lo que contamos en este artículo. El éxito editorial del libro de Elvira Roca Barea Imperiofobia y leyenda negra, publicado por una autora que no goza de la condición de intelectual según el establishment izquierdista, ha suscitado una airada reacción por parte de la intelectualidad orgánica de este país con el profesor José Luis Villacañas a la cabeza. Éste ha rescatado todos los tópicos del regeneracionismo español, el pesimismo nacional del noventayochismo y el mito protestante en su versión weberiana para dictar una verdadera excomunión intelectual contra la autora, cuyo principal error ha consistido en algo ya historiográficamente sabido desde hace mucho tiempo: que la leyenda negra fue un gran invento propagandístico de los otrora enemigos del Imperio Español.

Sin embargo, lo que parece irritar más a los detractores de la obra de Elvira Roca no es que ésta haya rescatado los trabajos de Julián Juderías o Sverker Arnoldsson, sino que la autora haya argumentado que esta leyenda negra todavía sigue siendo operativa para buena parte de la progresía nacional y además haberla incardinado en una teoría política sobre los imperios. Deconstruir la leyenda negra supone para la intelectualidad española desmontar el mito del progreso o, en el caso español, de la falta de progreso, de atraso y de déficit cultural que explicaría, según la lectura progresista, la no consecución por parte del país de los objetivos perseguidos por este.

El profesor Villacañas acaba, como el Platón de la República, sacando su particular conejo de la chistera en forma de mito: el de la leyenda áurea o el de la imperiofilia del pensamiento reaccionario español. Según Villacañas y buena parte de la intelectualidad de izquierdas, en España cuestionar el mito de la nación española, como nación fallida y culturalmente atrasada es una manifestación de nacionalcatolicismo. Algo impropio de cualquier intelectual que se precie, de ahí que descalifique con palabras bastante gruesas el erudito esfuerzo de Elvira Roca por desmontar todos y cada uno de los grandes tópicos que el llamado progresismo español ha utilizado para cuestionar la identidad nacional.

Foto: Josh Rocklage


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