Un conocido me decía hace poco que la raíz de nuestros males era “el liberalismo salvaje”. Fue —maravillosa ironía— justo después de contarme que en su pequeño taller llevaba tres meses intentando aumentar la potencia eléctrica para instalar una máquina nueva. ¡Tres meses! Entre informes, memorias técnicas, visitas del inspector municipal, un certificado ambiental porque el cuadro estaba a menos de no sé cuántos metros de una acequia, el visto bueno de Industria y una tasa añadida por “actualización de infraestructura energética”. Mientras la máquina, bastante cara, por cierto, acumulaba polvo en un rincón, el susodicho ya había abonado los tres primeros pagos del leasing. Un liberalismo verdaderamente devastador, sí.

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La escena sería anecdótica, casi un chiste, si no revelara un fenómeno más amplio: estamos asfixiados por un Estado que regula nuestra energía, nuestros horarios, nuestras emisiones, nuestras licencias y casi cualquier decisión que tenga que ver con ganarse la vida o, incluso, cómo vivirla.

La pregunta no es quién destruyó la sociedad, sino quién lleva setenta años construyendo un individuo dependiente, dócil, inseguro y emocionalmente tutelado. Y la respuesta no apunta al liberalismo, sino a lo contrario: al abandono deliberado, paciente y meticuloso del orden liberal

Ahora que mucha gente se siente exhausta, agobiada, molesta y empobrecida, una nueva estirpe de chestertonianos de Massimo Dutti ha decidido que el culpable de esta desintegración social es… el liberalismo. El truco consiste en convertir al liberalismo en un antagonista cósmico, en una ideología corrosiva, en el gran agente disolvente que habría desintegrado la familia, el sentido de pertenencia, la moral común y, en definitiva, el tejido social. Es tan absurdo que resulta hasta asombroso: con semejante cambalache, se exonera al Estado de cualquier responsabilidad y se logra que la víctima aparezca como verdugo. Tocqueville ya advirtió, con una lucidez que hoy se echa en falta, que “la libertad no puede mantenerse sin costumbres, ni las costumbres sin la libertad”. Pero una suerte de nuevas almas bellas ha decidido ignorarlo: mejor culpar a la libertad que a quienes se han dedicado metódicamente a devaluarla.

Sorprendentemente, esta acusación prospera en ciertos círculos. No es difícil entender por qué. El clima emocional de nuestra época (cansancio, inseguridad, atomización, precariedad económica y emocional) incentiva que muchos busquen un enemigo conceptual, una idea que resuma el malestar de forma tan tajante como sencilla. De esta economía del pensamiento nace el mito reciente según el cual la libertad negativa de Hobbes habría sido el origen de un individualismo nihilista cuya obra póstuma se consuma con la invención de Tinder. Raymond Aron, que entendía el liberalismo mejor que la mayoría de sus críticos actuales, lo definió como la modesta exigencia de que el poder sea limitado. Modesta, sí, y por ello doblemente sospechosa en esta era de profetas del apocalipsis y grandiosos planes de emancipación emocional, climática y espiritual.

Si se examina con un mínimo rigor lo sucedido desde mediados del siglo XX (y antes aún, si nos centramos en el caso sueco), lo que encontramos no es una liberación espontánea del individuo, sino un proyecto de ingeniería social cuidadosamente diseñado para desmantelar los vínculos sociales y reemplazarlos por una nueva dependencia: la del ciudadano con el Estado. Suecia fue el laboratorio donde esto se concibió con una claridad doctrinal que hoy escandalizaría a quienes la imitan sin saberlo.

Alva y Gunnar Myrdal, arquitectos del Estado social sueco, defendían que las familias debían transformarse para liberar a los individuos de la tiranía de las tradiciones. El sociólogo Lars Dencik describió a Suecia como una sociedad de individuos solos y emancipados por diseño. Henning Sörensen, uno de los principales teóricos de la familia democrática, consideraba que el Estado debía redistribuir no sólo la riqueza, sino también los afectos. En ese marco que deja a George Orwell en pañales, la fórmula  de “educar en el amor del Estado” no era una metáfora romántica, sino un programa político.

Susan Sontag, en 1969, lo advirtió al escribir desde Estocolmo que lo que ocurría en Suecia acabaría reproduciéndose cinco, diez o quince años después en el resto del mundo desarrollado. También escribió que Suecia no era sólo un país, sino una hipótesis sobre el futuro. Y el futuro llegó. Las democracias europeas importaron ese modelo no por ingenuidad, sino por interés: un Estado moralizador y terapéutico proporciona a las élites políticas una legitimidad irresistible. Philip Rieff lo había anticipado en The Triumph of the Therapeutic, donde describe la mutación cultural que convierte al Estado en un agente psicoterapéutico que sustituye los vínculos sociales por una tutela emocional permanente. Foucault, desde otra perspectiva, sentenció que el Estado moderno no suprime la libertad: la administra, definición que encaja al milímetro con la realidad política del presente.

Bajo la retórica de la igualdad, la emancipación o la justicia climática, el poder se libera de los frenos tradicionales y se arroga una jurisdicción ilimitada sobre la vida social. Desde ese momento, todo puede ser regulado, incentivado, desincentivado, reeducado o prohibido. Todo. Hayek lo explicó sin adornos: el poder económico puede ser desafiado; el poder político, si no se limita, se vuelve absoluto. Pero una suerte de intelectuales con sotana ha decidido que el sospechoso es siempre quien intenta poner límites; eso sí, sobre qué orden debería sustituirlos prefieren guardar un sospechoso silencio.

Frente al abrumador despliegue del estatalismo moralizante, resulta casi entrañable que algunos sigan repitiendo que la decadencia de Occidente es culpa del liberalismo. Es la misma lógica que acusar al paraguas de la tormenta. El liberalismo, entendido como control del poder, autonomía de la sociedad civil, límites al gobierno, separación de funciones y responsabilidad personal, ha tenido un papel casi decorativo en la realidad política europea. No ha gobernado. No ha impuesto agendas. Ni siquiera —al contrario que en los Estados Unidos— ha inspirado constituciones. No en vano, estas constituciones definen a nuestros países como “Estados sociales” y luego, si acaso, de Derecho. El liberalismo apenas ha sobrevivido como un eco retórico que se desmiente en cuanto uno examina presupuestos, leyes o la arquitectura institucional de cualquier país europeo.

Europa ha sido gobernada por socialdemócratas, socialistas, democristianos, progresistas de toda denominación y por conservadores tecnocráticos cuya mayor preocupación no es limitar el Estado, sino gestionarlo sin sustos. Roger Scruton lo apuntó con la precisión de un láser: “los conservadores actuales no conservan nada excepto su lugar en el aparato del Estado”. Los conservadores tecnocráticos son devotos del mismo paradigma: un Estado grande, intervencionista, planificador y paternal, que simplemente sustituye el léxico progresista por otro gerencial. Y a veces ni eso. Lo esencial permanece: el poder no se cuestiona, se administra; la sociedad no se libera, se tutela.

Lo sorprendente —lo que me deja estupefacto— es que sectores de esta nueva derecha antiliberal hayan conseguido imponer la narrativa de que la decadencia actual procede del liberalismo, cuando este lleva décadas reducido a una nota a pie de página. El motivo de esta ceguera no es intelectual: es estratégico. Cuando el verdadero responsable de la disolución social es el Estado elefantiásico, lo lógico sería reducir sus estructuras, limitar su alcance y devolver a la sociedad civil su autonomía. Pero esa derecha reaccionaria no quiere desmontar nada: quiere heredar. Y para justificar la apropiación del aparato estatal necesitan un enemigo abstracto, cómodo y maleable. El liberalismo cumple ese papel a la perfección.

La gran ironía de nuestra época es que millones de personas viven con menos libertad, menos seguridad, menos arraigo y, ahora, menos prosperidad que sus abuelos, después de setenta años de expansión estatal, y aun así hay quien se esfuerza por convencernos de que el problema es que el Estado ha sido demasiado liberal. Hannah Arendt —seguramente otra diabólica liberal— escribió que “la libertad política comienza donde termina la tutela”. Los intelectuales neocatólicos, sin embargo, en un alarde de ingenio ha invertido la fórmula y decidido que la libertad comienza donde la tutela se intensifica. No cualquier tutela, por supuesto: la suya.

Si de verdad queremos desentrañar los mecanismos que han provocado la decadencia contemporánea, no podemos permitirnos seguir dando pábulo a orates. El liberalismo no ha disuelto los vínculos sociales; los ha disuelto un Estado que, en nombre de una mítica emancipación, los ha ido sustituyendo por los suyos. Mientras no reconozcamos esta realidad, mientras no tengamos la valentía de señalar el verdadero origen de la intemperie en la que hemos acabado, seguiremos atrapados en un falso debate cuya insidiosa pretensión es mantener intacto el poder que nos ha llevado hasta la postración más absoluta.

La pregunta no es quién destruyó la sociedad, sino quién lleva setenta años construyendo un individuo dependiente, dócil, inseguro y emocionalmente tutelado. Y la respuesta no apunta al liberalismo, sino a lo contrario: al abandono deliberado, paciente y meticuloso del orden liberal. Michael Oakeshott lo resumió con brillantez en una frase que debería figurar en todas las puertas de los parlamentos occidentales: “El hombre no es un proyecto a realizar por el gobierno”. Sólo cuando esta verdad elemental sea aceptada estaremos en condiciones de reconstruir aquello que el Estado, en nombre de nuestra emancipación, ha ido desmantelando pieza a pieza.

Juan 8:32 promete que la verdad nos hará libres. Tal vez por eso mismo algunos han decidido empeñarse en lo contrario. Acusar al liberalismo de los estragos causados por décadas de ingeniería estatal no es un error: es una táctica. Si la verdad libera, la mentira protege a quienes aspiran a que nadie sea libre.

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