Ha corrido mucha agua bajo los puentes desde que Ortega recomendara la claridad como una cortesía filosófica. El filósofo madrileño no ha tenido en esto mucho éxito, la verdad, al menos eso es lo que se le viene a uno a la cabeza cuando se leen esos plúmbeos ensayos de ciertos pensadores a la moda, gente que más bien profesa la creencia dorsiana, un catalán barroco para no quebrar el tópico, de que si un discurso se entiende bien es que no acaba de estar redondo.

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Como vivimos en un mundo difícil de simplificar, y entender es siempre eso, muchos autores se refugian en una cierta mezcla de ideas deliberadamente oscuras y metáforas supuestamente brillantes, una combinación que produce estragos en gentes ávidas de explicaciones capaces de confirmar que algo anda pero que muy mal, como lo prueba lo injusta que la vida ha sido con ellos.

Baumann ha tenido bastante éxito con su afirmación de que vivimos en un universo líquido, pero hay quien quiere ir más allá y nos identifica con lo gaseoso, para acentuar la volatilidad que, al parecer, lo desfigura todo, como si ese dictamen fuese algo más que un eco tenue de la destrucción creativa, de que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, esa frase de Shakespeare en La Tempestad que tantas veces se ha utilizado para dibujar el capitalismo, esto es, el comercio, la competencia, la incertidumbre y el progreso.

Es bastante difícil decir algo original y muchos se despeñan por intentarlo

La tendencia de muchos ensayistas a oscurecer lo que escriben se apoya en motivos siempre perversos. Para empezar, es bastante difícil decir algo original y muchos se despeñan por intentarlo, necesitan que su voz se acredite para seguir disfrutando de una fama ganada con la presunción de tener voz propia, si eso todavía no se considera delito. Hay que justificar una vida, perseguir objetivos, y es bastante llevadero sumarse a una de esas causas universales en las que ser protagonista, lo que evita el riesgo cierto de decir verdades que puedan resultar hirientes al auditorio, así que la originalidad puede ser un disfraz de cierto conformismo, naturalmente con las causas que sean muy mayoritarias pero que puedan presentarse como indignación, como contestación, hasta como revolución, si fuese el caso. Todo menos parecer conservador o limitarse a reconocer que el mundo gira.

Adentrarse en especulaciones confusas pero que indican que se está en la onda, que avanzan en la línea de la conveniencia moral dominante, es algo que suele excusar de lo que, en otro caso, podrían tomarse como idioteces imperdonables. Por ejemplo, hablar de que el futuro es incierto, como si alguna vez no lo hubiese sido, o de que las distinciones entre identidades o fenómenos sociales no son nítidas, como si esa constatación pudiese considerarse un hallazgo memorable, y otras averiguaciones semejantes. En este tipo de análisis la ola posmoderna ha venido siendo una plaga, como lo será siempre cualquier actitud que atienda más a la recepción por los eruditos a la violeta que a una voluntad sobria de analizar las cosas para que se entienda algo.

Muchos intelectuales anhelan verse como heroicos campeones del Bien, y consideran que su deber es luchar no contra males de andar por casa, sino directa y bravamente contra el Mal

Muchos intelectuales anhelan verse como heroicos campeones del Bien, y consideran que su deber es luchar no contra males de andar por casa, sino directa y bravamente contra el Mal, lo que les impide reconocer que ese dios perverso esté por todas partes en retroceso, y no siempre gracias a sus cruzadas. Si el Mal se retira, les peligra el negocio, pero como tampoco son del todo tontos, y como buenos herederos de los maestros de la sospecha, proceden a redefinir el Mal, y recurren a la flexibilidad del verbo para buscarle al gato un número impar de patas. Confundir es buen negocio porque deja campo abierto, especialmente ante ese tipo de público que siempre está esperando alguna revelación que le confirme sus temores, que le permita seguir siendo un progresista coherente, incluso un buen comunista, en esa titánica lucha contra el principio que todo lo corrompe.

Sus alegatos confusiones suelen caer en terreno abonado, son casi como los chistes de progres de la televisión, que siempre encuentran un público lo suficientemente bobo, porque, mientras el optimismo se sigue considerando muestra de ineptitud, el pesimismo configura un gran mercado, sustenta audiencias enormes, en especial si, como suele suceder, se atribuye a los sospechosos habituales la causa de cualquier cosa que resulte molesta.

El oficio les ayuda a eclipsar cualquier conflicto con la lógica, una disciplina que debiera ser obligatoria para cualquier plumífero, pero que suele caer mal a las cabezas huecas, que siempre están deseosas de sacar conclusiones y de que el caballo del malo sea muy lento para pillarlo a la primera. Pero la lógica tiene sus pejigueras, y resulta que no se puede decir cualquier cosa, en especial después de haber defendido la contraria. Está al alcance de cualquiera confundir la dificultad de describir cualquier panorama de manera suficiente y completa, pero los pensadores a la violeta trasladan esa dificultad de fondo a los primeros pasos del proceso y empiezan asentando confusiones y equívocos que enloquecen a los esnobs y ahuyentan a las gentes sensatas, pero cuando se ha ganado un merecido prestigio en los medios se puede decir cualquier cosa, que no pasa nada.

La especialidad de tales luminarias es atar varias moscas por el rabo, explicarlo todo a la vez, y, en una ráfaga de genialidad, poner en el mismo plato un dictamen sobre el Brexit, una teoría sobre la música dodecafónica, un atisbo sobre las ideas de Hawking y su utilidad para atajar el amenazante desarrollo de la inteligencia artificial, y, por supuesto, aunque sea de paso, un destello de brillantez sobre la crisis francesa de los chalecos amarillos. Nada sin explicar, todo es pura coherencia, solo hace falta preguntar al que lo sabe.

Todo su lenguaje es una batería de amenazas para que nadie ose llevarles la contraria ni pensar por cuenta propia, a sospechar

Sus ladrillos tampoco son muy cuidadosos con los números que, a nada que se descuiden, les pueden desarmar el discurso, así que, en lugar de cifras que aporten claridad, se refugian en decir, por ejemplo, que los datos son devastadores, o que el balance es inquietante, aunque también puedan servir términos como atroz, viralidad, nueva lógica, borrosidad o delirio para evitar las cifras, que siempre son peligrosas. Detrás de ese trampantojo de descalificaciones hay miedo a que se pueda comprobar, todo su lenguaje es una batería de amenazas para que nadie ose llevarles la contraria ni pensar por cuenta propia, a sospechar, por decirlo con Gaziel, de esa afectación insoportable del lugar común disfrazado de inteligencia.

Los guardianes de la moral y lo correcto, siempre tratan de apabullar, de hablar en nombre de un movimiento al que ninguna persona decente debiera oponerse ni objetar. Cuando algo tan grande está en juego sobran los matices, y, si no estás con ellos, te equivocas, eres un réprobo. Pero toda esta mojiganga se funda en un burdo sofisma, en que si te niegas a defender (es decir, a ampliar mediante políticas públicas) los derechos del tal movimiento, estás atacando a víctimas. Es como si te preguntan si has dejado de pegar a tu mujer, si dices que sí, reconoces haberla pegado, si dices que no, reconoces que lo sigues haciendo. Es una trampa muy boba en la que caen muchos incautos, temerosos de que se les acuse de trumpismo, o de cosas peores, si cupiere.

El atento lector habrá adivinado ya que no me gustan mucho los discursos tuttológicos, tan frecuentes en las páginas de los medios progresistas. Es cierto, no me gustan nada, sobre todo por dos razones: porque en esas supuestas radiografías de lo gaseoso raramente suele haber donde agarrarse, pero también, y debería ser paradójico, porque suelen explayarse en páginas que resultan tan demasiadas como insoportablemente plúmbeas, como lo es que se nos quiera vender, una vez más, el eterno retorno de lo mismo como si fuera lo último, como una valiente consideración intempestiva frente a la necedad y la barbarie.

Foto: Braydon Anderson


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web