Puede dar la impresión de que el desgobierno de Sánchez haya obrado el milagro de aunar voluntades, que por fin la cruda situación de España esté empujando a unos y otros, a socialistas de la vieja guardia y populares, a dejar a un lado sus rivalidades para atender a los graves males de fondo de un país que lleva ya dos décadas abonado al estancamiento económico y al deterioro político. No en vano viejos socialistas y populares confraternizan abiertamente frente a un enemigo común, el sanchismo.
Pero me temo que nada más lejos de la realidad. La alternativa al sanchismo es en lo esencial lo mismo de siempre, en ideas y actitudes, sólo que con la tibia promesa de subsanar los excesos más exuberantes. De fondo, se vislumbra la misma filosofía del poder como botín que ha acabado engendrando al Frankenstein de Pedro Sánchez.
Los irracionales razonables
Una de las señales más inquietantes nos la ha proporcionado la manera en que una abrumadora mayoría de políticos, analistas y periodistas españoles ha encajado la nueva victoria electoral de Donald Trump. Como si a lo largo de los intensos ocho años transcurridos desde la primera no hubieran aprendido nada, han vuelto a repetir las mismas alertas, casi idénticos calificativos y, por supuesto, la misma hiperbólica sentencia de que los Estados Unidos se sumerge en una era posliberal e inquietantemente posdemocrática.
Desde 1978 la única industria siempre floreciente en España es la industria política. Para esta industria nunca hay crisis
Así que de nuevo he vuelto a leer que la victoria de Trump ha sido fruto del engaño y la mentira, lo que vendría a insistir en esa impenitente postura elitista de que la gente puede ser manipulada de la forma más grosera, porque el común no atiende a razones sino a emociones. Las razones, de nuevo, serían patrimonio de una minoría de ilustrados, mientras que el resto de mortales flotaría en el magma de las mentiras, envuelto en el sudario de la credulidad.
Esta afirmación otorga por fuerza una influencia incontestable a la propaganda política. Lamentablemente, tal afirmación choca frontalmente con las evidencias disponibles, en especial las de un convincente metaanálisis de 49 experimentos de campo de alta calidad, publicado por American Political Science Review en 2018, titulado The Minimal Persuasive Effects of Campaign Contact in General Elections: Evidence from 49 Field Experiments (2017), de Joshua L. Kalla y David E. Broockman, del que añado a continuación su conclusión más demoledora:
La mejor estimación de los efectos del contacto de las campañas y la publicidad en las elecciones generales estadounidenses es cero. Primero, un metaanálisis sistemático de 40 experimentos de campo estima un efecto promedio de cero en las elecciones generales. En segundo lugar, realizamos nueve experimentos de campo propios que multiplican por diez la evidencia estadística sobre los efectos persuasivos del contacto directo. El efecto promedio de estos experimentos también es cero.
Habrá quien verá en esta conclusión un disparate y, por descontado, no se tomará la molestia de leer las 49 páginas del estudio, porque a menudo las convicciones en las que nos apoyamos no son más que emociones y creencias de las que no queremos desprendernos disfrazadas de razones. Además, la industria establecida alrededor de la comunicación política, ya sea en la prensa que pretende parecer indispensable a los ojos de los partidos o en los muy rentables despachos de sociólogos encuestadores y spin doctors, tiene sus propios intereses, y en estos no encaja, como es lógico, cuestionar su utilidad de forma tan flagrante. No en vano desde 1978 la única industria siempre floreciente en España es la industria política. Para esta industria nunca hay crisis.
Hay también quien ha llegado a escribir que “al populismo le basta con construir campañas electorales en las que solamente se dirige a una parte pequeña de la sociedad”. Esta sentencia contraviene una de las escasas certezas de la ciencia política, no ya teórica sino constatada sobre el terreno: que los votantes rara vez prefieren la complacencia dirigida a los mensajes generales, es decir los electores prefieren las apelaciones mediante principios amplios y creencias colectivas (Motivations of Political Contributors: An Audit. Eitan D. Hersh y Brian F. Schaffner, 2017).
Parece, pues, inverosímil que ni aun Trump, con sus turbios superpoderes, pueda ganar unas elecciones con mensajes dirigidos a cuatro gatos enloquecidos, salvo que consideremos cuatro gatos a más de 76 millones de votantes. Como señala un buen amigo, en todo caso sería el Partido Demócrata el que habría abandonado a la mayoría de electores por el wokismo, ese conjunto de religiones marginales y esotéricas.
Nótese que las fechas de los estudios que referencio son cercanas a la victoria de Trump en 2016 porque se acometen para constatar si las airadas opiniones vertidas entonces por periodistas y políticos antagonistas en los medios audiovisuales y principales diarios estadounidenses eran correctas y acertaban a identificar los motivos o si, por el contrario, éstas sí, atendían más a las emociones que a las razones. Pues bien, los estudios no dejan lugar a la duda: los opinadores se dejaron llevar por las emociones, y probablemente los intereses, y olvidaron las razones. Sin embargo, aquí estamos ocho años después, recayendo en las mismas pasiones: vuelta la burra al trigo.
Una ceguera peligrosa
Por supuesto, España poco tiene que ver con los Estados Unidos. Pero la ceguera histérica con la que demasiados observan lo que allí sucede nos dice mucho de las actitudes, intereses y creencias que imperan o cuando menos dominan la política y la opinión publicada española. Y esas actitudes, intereses y creencias son un problema, no tanto por la forma apriorística en que juzgan lo que sucede en el mundo, sino por cuanto nos advierten, por ser la correa de transmisión de los adversarios de Sánchez, de lo que puede suceder en España una vez nos hayamos librado de tan siniestro presidente.
A pesar de que Donald Trump pueda resultar desagradable, lo cierto es que su campaña ha apelado a cuestiones generales y ampliamente compartidas, mientras que la de Kamala Harris ha sido un compendio de admoniciones, ocurrencias y propuestas marginales
Por ejemplo, he leído a uno de los muchos socialistas hoy anti sanchistas plantear que el apoyo Demócrata al transgenerismo ha influido en la desmovilización del voto feminista. A priori puede parecer un buen apunte. Pero en una segunda lectura esta recriminación supone dar por descontado que las mujeres, en vez de ser sujetos distintos entre sí con sus particulares razones, preocupaciones e intereses, son todas ortodoxas feministas y por lo tanto, cuando votan, votan progresista invariablemente, en EEUU, en Europa o en España, lo que es bastante discutible.
Tal vez a muchas mujeres les preocupan más otras cuestiones que su condición de mujer, por ejemplo, que cada vez sea más difícil aspirar a tener una vivienda en propiedad o siquiera en alquiler, o que, si no tienes estudios superiores, el horizonte laboral sea una condena porque China se ha erigido en la fábrica del mundo. Y lo ha hecho, además, con trampas al libre mercado, con el consentimiento y en base a los estrechos intereses de las élites políticas y económicas occidentales. O a lo mejor, simplemente, a los padres estadounidenses, tanto mujeres como hombres, les espanta que sus hijas compartan el aseo o los vestuarios con señores talluditos que se auto perciben como doñas.
Otra de las cuestiones clave es el vacío del que adolecen estas severas opiniones autóctonas respecto del importante impacto negativo que puede haber tenido el New Green Deal Demócrata en un país con una cultura de la libertad muy arraigada y que además es inmenso, y donde más allá del tráfico de, por ejemplo, la muy ecologista ciudad de Los Ángeles, las largas distancias que han de recorrer a diario millones de estadounidenses son incompatibles con un combustible cada vez más caro, los automóviles eléctricos y más aún con la colectivización del transporte.
Esta realidad relacionada con la demanda de muchos estadounidenses de derecha o izquierda de una energía abundante y barata ha chocado frontalmente con la vehemente emergencia climática que se ha hecho carne en el Partido Demócrata. Una emergencia climática que, por cierto, cuestionan tipos tan empíricos, serios y sensatos, nada sospechosos de negacionistas o ultraderecha, como el profesor y ambientalista danés Bjørn Lomborg.
Donald Trump, precisamente, ha establecido como objetivo nacional asegurar que los Estados Unidos tengan el coste de Energía más bajo del mundo. Ese propósito no creo que obedezca a las demandas de grupos marginales, más bien diría que es justo lo contrario. Ya veremos si lo consigue, pero de entrada su propuesta es mucho más acorde con la inquietud de un número creciente de estadounidenses que lo único que ven emerger de las políticas climáticas son impuestos verdes, restricciones y regulaciones y combustibles cada vez más caros, mientras la temperatura del planeta ni se inmuta.
Los votantes americanos no son unos crédulos ni unos suicidas; tampoco unos inmorales. En ocasiones pueden sorprendernos pasando por alto excesos verbales, incluso exabruptos y disparates que en la hipócrita Europa, donde penaliza más lo que se dice que lo que se hace, conducen directamente a la hoguera. Pero creen que no ponen en riesgo su futuro por darle una buena patada en el trasero al establishment. Además, a pesar de que Donald Trump pueda resultar desagradable, lo cierto es que su campaña ha apelado a cuestiones generales y ampliamente compartidas, mientras que la de Kamala Harris ha sido un compendio de admoniciones, ocurrencias y propuestas marginales.
Frustración y desconfianza
Lo señalé en 2016 y vuelvo a insistir. El fenómeno Trump debe enmarcarse dentro del proceso de frustración y desconfianza ante la clase política que se observa en los Estados Unidos… pero también en Europa.
Es la previsible consecuencia de décadas de imposición de la corrección política, esa ideología gelatinosa, censora, intrusiva, que ajusticia a todo aquel que cuestiona su ortodoxia. Una suerte de religión laica que propugna que la identidad de un individuo está determinada por su adscripción a un determinado colectivo y, por tanto, sostiene que la discriminación puede ser positiva, que cada individuo, quiera o no, pertenece a un grupo que debe ser tratado de forma diferente. Esto ha provocado en muchas sociedades, no sólo en la estadounidense, una reactancia, es decir el rechazo a reglas censoras que el individuo percibe como absurdas y arbitrarias por prohibir conductas e ideas que considera perfectamente lícitas, máxime en sociedades plurales y democráticas.
Las universidades hace tiempo fueron cooptadas por el radicalismo progresista, renunciaron al espíritu crítico y se convirtieron en fábricas de dogmas y egresados bien aleccionados
Claro que frente a cualquier evidencia de que el común no es idiota o malvado o fácilmente manipulable queda el recurso de señalar que los estadounidenses con estudios superiores han votado Demócrata y los menos educados a un mentiroso. Esta sería la prueba definitiva de que la fría inteligencia y la razón avalan pese a todo el progresismo, mientras que las intempestivas emociones y la ignorancia apuestan por un monstruo político.
Ocurre sin embargo que las universidades hace tiempo fueron cooptadas por el radicalismo progresista, renunciaron al espíritu crítico y se convirtieron en fábricas de dogmas y egresados aleccionados. Esto no es una afirmación mía, sino de intelectuales y académicos progresistas como Jonathan Haidt, Steven Pinker, Bret Weinstein, Heather Heying, John McWhorter, Mark Lilla o Camille Paglia, entre otros.
Incluso un izquierdista irredento como Noam Chomsky ha criticado la “cultura de la cancelación” y la tendencia a silenciar puntos de vista divergentes en el entorno académico. Así que cabe preguntarse si no se habrán invertido los papeles y la razón ha acabado siendo expulsada de la Academia para recalar en el populacho que, aunque ignorante, todavía es capaz de distinguir, por la cuenta que le tiene, la realidad de los disparates travestidos de academicismo.
El síndrome progresista
Recuerdo de joven que mis amigos socialistas, si bien eran consecuentes con los ideales progresistas, también lo eran con la razón cuando se imponía la necesidad del pragmatismo. Hoy sin embargo esa mirada larga parece haber desaparecido. Dicen que es culpa de la polarización. Pero yo creo que debe haber algo más para que aquel ingenuo idealismo de mis compañeros de entonces haya mutado en un corporativismo aparentemente irracional. Y digo aparentemente porque en realidad sólo es irracional desde la perspectiva del interés general, pero perfectamente racional en lo que respecta al interés particular.
El progresismo cuenta con un factor singular que lleva la lógica de la acción colectiva a un nivel superior, convirtiéndolo en una asociación de intereses imbatible en comparación con otras asociaciones. Este factor es la ideología
Las motivaciones han cambiado. El progresismo actual ya no consiste en proporcionar un ideal compartido, sea utópico o no, sino en prometer a cada miembro de la grey su propia recompensa. El idealismo ha sido reemplazado por una férrea cadena de favores, la promesa de que, si eres uno de los nuestros, de alguna manera serás recompensado. Así, en demasiados entornos, como el académico, periodístico o cinematográfico, declararse progresista no nace de la convicción, sino que es una elección condicionada por la promesa de protección y promoción corporativa.
Esto explicaría, por ejemplo, por qué entornos originalmente abiertos, como los académicos, acaban siendo cooptados cuando alcanzan un número crítico de progresistas que no necesita ser originalmente elevado porque lo que cuenta es que sus miembros estén cohesionados. Así, los sujetos independientes que hasta entonces gozaban de cierto reconocimiento, son desplazados gradualmente, hasta que se convierten en singularidades aisladas. Ni sus méritos ni opiniones han cambiado. Lo que ha cambiado es el sesgo del entorno, que obliga a escoger entre ser independiente y acabar en la marginalidad o convertirse en uno de los nuestros e integrarse en la cadena de favores.
Este funcionamiento se adapta como un guante a La lógica de la acción colectiva, de Mancur Olson. Muy resumidamente, La lógica de la acción colectiva advierte de que los grupos pequeños suelen ser muy eficaces porque persiguen beneficios directos e inmediatos fácilmente apreciables individualmente. Frente a estos grupos, con fuertes incentivos y muy conscientes de sus objetivos, los demás sujetos se presentarían desorganizados, con intereses muy dispersos y con el incentivo del “bien común”, que es muy general y cuyos beneficios, a priori, resultan bastante imperceptibles porque han de dividirse entre muchos individuos.
Sin embargo, el progresismo cuenta con un factor singular que lleva la lógica de la acción colectiva a un nivel superior, convirtiéndolo en una asociación de intereses imbatible en comparación con otras asociaciones. Este factor es la ideología. Animarte a actuar de forma radicalmente egoísta y al mismo tiempo proporcionarte una coartada ideológica con la que santificar tu comportamiento convierte al progresismo y su cadena de favores en una asociación de intereses de una eficacia soberbia.
Esta degradación del progresismo explicaría la aparente cerrazón, ese peligroso negacionismo que impide no ya a los radicales sino a los moderados encender las luces largas e ir más allá de las admoniciones para entender el mensaje que el común está lanzando a las élites políticas desde hace ya bastante tiempo.
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