En los últimos años ha surgido un nuevo fariseísmo contra los placeres orales de los seres humanos, ya sean sólidos, líquidos o gaseosos. En la Biblia quedó escrito lo que Jesús les dijo a los fariseos de su época: “No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre” (Mateo 15,11). A los fariseos de nuestro tiempo deberíamos poder preguntarles hasta qué punto son sólidas todas esas supuestas verdades nutricionales que no dudan en proclamar ex cathedra y convertir en paradigmas irrefutables.

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Lo que más les interesa en particular es la regulación de la dieta, lo que comemos, lo que bebemos, tanto cualitativa como cuantitativamente. «Demasiado, demasiado graso, demasiado dulce, demasiado salado», rezan las amonestaciones que resuenan en los oídos de los españoles, proclamadas por aquellos que se sienten llamados o elegidos a inmiscuirse en el plato/vaso de los demás. En lugar de los cupones de alimentos y cartillas de racionamiento tan al uso en la época franquista o en cualquier régimen socialista, los medios de comunicación, la política y la ciencia se han conjurado en un nuevo amor por la redefinición de la comida, campo perfecto de cultivo para que miles de esculturales expertos – expertas – nutricionistas hagan su agosto: «Yo solía ser adicto a las drogas, ahora trapicheo».

Los llamados productos de adelgazamiento o complementos nutricionales, incluyendo algunas empresas farmacéuticas, están muy interesados en la glorificación de ciertos tipos de alimentación, lo que aumenta sus ventas considerablemente

Los alimentos caen en listas dicotómicas «sano versus insano” cuya base científica es aproximadamente la misma que la de otras listas del tipo «kosher – taref» o del tipo «halal – haram». El Instituto de Medicina Albert Einstein en Nueva York descubrió hace ya unos años que la mejor recomendación de dieta probablemente consiste en no escuchar ninguna recomendación dietética. Recuerden que las modas alimentarias cambian continuamente y que, con los recursos de la epidemiología moderna basada en factores múltiples, es posible hoy en día documentar prácticamente cualquier cosa. Es tal la presión social en este tema que la obsesión por diferenciar entre los alimentos buenos y malos ya se ha convertido en un nuevo trastorno alimentario: la ortorexia, es decir, la obsesión por seguir las supuestas reglas alimentarias, por alimentarse de forma “sana”.

Los tres malvados, grasa, azúcar y sal se consideran insalubres, nocivos, peligrosos y – por supuesto – adictivos. En este contexto resulta fácil – tentador, diría yo – acusar a los productores de alimentos como la causa de supuestos problemas, lo que a su vez permite al nuevo fariseo y sus seguidores presentarse como valientes combatientes frente a los intereses brutales de las grandes corporaciones. Todos ignorando que las verdaderas víctimas de su accionismo son muchas pequeñas y medianas empresas, y especialmente los consumidores. La creciente intervención “nutricional” en la fabricación de comida y la bebida apenas afecta a las multinacionales de la alimentación, que pueden adaptarse mejor a las restricciones estatales que aquellos. Ya hay normas sobre la publicidad relacionada con la salud que pretenden entregar el monopolio sobre la información alimentaria y sobre de los ingredientes de un producto en manos de las autoridades reguladoras. Ya hemos asistido a la reducción del contenido de sal en el pan. Y los fabricantes de los llamados productos de adelgazamiento o complementos nutricionales, incluyendo algunas empresas farmacéuticas, están muy interesados en la glorificación de ciertos tipos de alimentación, lo que aumenta sus ventas considerablemente.

Además de las sustancias arriba mencionadas, la atención de los “expertos” se centra cada vez más frecuentemente sobre la carne. Si bien desde el punto de vista de las leyes dietéticas proclamadas por los apóstoles de la salud todavía es aceptable comer algo (poco) de carne «blanca», el consumo de carne en general es denunciado por los vegetarianos militantes y los llamados “protectores de los derechos de los animales”, negando a la especie humana el derecho que conceden a las otras especies animales: los otros animales si pueden devorarse entre ellos. Extremistas defensores de los animales están luchando, por ejemplo, contra el mantenimiento de animales salvajes en parques zoológicos, contra las granjas industriales (como si fuese posible alimentar a la humanidad a base de románticas pequeñas granjitas), contra el uso de pieles de animales y por una transformación en los hábitos alimenticios.

El poder, el dinero y el prestigio son los resortes esenciales de la actividad humana. Y en el caso que nos ocupa no podía ser de otra forma: se hace evidente el deseo de controlar a otros seres humanos, de controlar el dinero de los contribuyentes en forma de “ayuda estatal” y la supuesta grandeza moral en la que se mece quien lucha contra la maldad y el pecado de las personas «ordinarias», ya sea de forma individual o colectiva.

Foto: Alexey Demidov.


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