Es posible acabar con un régimen e inaugurar otro, tal y como sucedió con la Revolución Americana, y también se puede iniciar uno nuevo sin cambiar en gran medida el anterior, que es más o menos lo que sucedió con la Revolución Francesa, según nos explicó Alexis de Tocqueville, quien además nos advirtió de todos los males sociales a los que estaríamos expuestos desde entonces. Es una vieja polémica con los entusiastas de proceso revolucionario francés, pero me limitaré a dar la razón a quien más sabía de todo aquello, que era precisamente don Alexis.

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En cualquier caso, como, según parece, este tipo de procesos ya no son posibles en nuestro tiempo, pues ni nos vamos a levantar en pie de guerra por los impuestos, aunque deberíamos, y tampoco parece que se pueda apuntar a la aristocracia y el clero (¿) como culpables de los males de la nación, pues además de irrelevantes y asustadizos ante el poder de la Administración y la burocracia, es decir, la nueva aristocracia, no queda más que preguntarse por lo que nos está sucediendo y estamos padeciendo. La puesta en marcha de un programa de actuación dirigido a conseguir una mutación del sistema es ya evidente. Y se trata de relevar un sistema que presenta o presentaba un estándar de libertades más o menos aceptable, por otro de corte autoritario sin que ni siquiera se nos haya preguntado si es lo que deseamos, porque si se nos pregunta igual decidimos que sí, que queremos un César. El caso es que algunos han aprendido, por un lado, que se puede instalar un clima revolucionario en la vida pública sin gran dificultad, amenazando así algo tan elemental como la alternancia política, y por otro, que se puede cambiar el sistema sin modificar una sola coma del texto constitucional vigente y sin asaltar la Bastilla.

La nueva revolución o la nueva forma de revolucionar: presentar un programa de progreso en cuanto a derechos e igualdad, que en verdad, como todos sus predecesores, está destinado a laminar el régimen de libertades, galvanizar a los miembros de la comunidad y ponerlos a delirar con consignas so pretexto de las más justas causas o necesidades inaplazables, haciendo creer que «eso» es la voluntad popular

El proceso de subversión en curso, que aunque no se lo digan, está mucho más avanzado de lo que pueda pensarse, se evidencia por múltiples y variadas señales: aumento de poder político y administrativo real, alineamiento de todas las instituciones con determinados postulados ideológicos, diversificación del poder administrativo, endeudamiento generalizado y uso temerario de las finanzas públicas, opacidad en el proceder administrativo y parlamentario, colonización de todas las instituciones por parte de bárbaros y hechiceros, ascenso de una nueva clase despótica e inmoral, disgregación territorial y nuevos privilegios; y también decadencia, ostracismo y desprestigio de quienes hicieron posible el sistema precedente, en nuestro caso el de 1978. He aquí la verdadera aportación de eso que llaman «progresismo» a nuestra sociedad, que hacen al conservadurismo el nuevo «punk». Ahora bien, para comprender los cambios proyectados en toda su dimensión hay que olvidarse de la España de nuestros días e ir a interrogar en su tumba a la España que ya no existe. Es lo que hizo precisamente Tocqueville para comprender el pasado, presente y futuro de Francia.

Así, si preguntamos a la España que ya no existe, nos responderá que hubo una época en la que los gobernantes comprendían y aceptaban la limitación de su propio poder, que jugaban a la ideología, ese perverso invento de Destut de Tracy, pero eran conscientes de la importancia de que ninguna fuera hegemónica y de que los mecanismos de opinión pública fueran, digamos, plurales. El féretro también nos dirá que la marcha de los asuntos económicos era una prioridad para la nación y que la clase empresarial se cuidaba y atendía a pesar del coqueteo con ese submundo que es el sindicalismo. Asimismo, este sepulcro hispánico nos dirá que en el sistema educativo se promovía el esfuerzo y se penalizaba la holgazanería. El alineamiento político descarado era, además, algo incómodo que se evitaba en aulas, claustros y tablones de anuncios. En las universidades, donde se formaban profesionales, jueces, fiscales, funcionarios y demás recursos humanos de la Res Publica, se creía en el principio de legalidad, en la separación de poderes y en la necesidad de ser rigurosos con la interpretación de las normas, que normalmente significa trabajar para limitar el poder de quienes lo detentan, es decir, para el Estado de derecho. Rara vez se caía en la infamia de usar el ordenamiento jurídico y las instituciones contra la disidencia, o convertir a los funcionarios, altos, medios o bajos, en sucedáneos del poder político y altavoces de su propaganda. Hoy se trabaja para el discurso oficial como si no hubiera mañana. Es un espectáculo espeluznante.

En aquella España que ya no existe el mérito y la capacidad eran ideas-fuerza, de una forma un tanto asintomática, no declarada. Todo el mundo sabía que eran las herramientas de progreso. Hoy es la intriga, las influencias y la subvención. Utensilios que nos han convertido a todos en activistas o víctimas de una forma u otra. Este es básicamente el programa colectivizante que ya infecta a todo el sistema institucional. La nueva revolución o la nueva forma de revolucionar: presentar un programa de progreso en cuanto a derechos e igualdad, que en verdad, como todos sus predecesores, está destinado a laminar el régimen de libertades, galvanizar a los miembros de la comunidad y ponerlos a delirar con consignas so pretexto de las más justas causas o necesidades inaplazables, haciendo creer que «eso» es la voluntad popular. El resultado es siempre el mismo, la destrucción de las instituciones y categorías jurídicas que nos han procurado cierta estabilidad y desarrollo. Evitar cualquier alternancia en el modo de gestionar los recursos púbicos es la prioridad, para a continuación consolidar un nuevo régimen de poder que ya nada tiene que ver ni siquiera con lo que dicen las normas que él mismo emana. Un régimen que trae cadenas y un clima de asfixia ideológica que penaliza a los ciudadanos, no ya por pensar u opinar, sino simplemente por existir.

Foto: Thomas Claeys.


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