Un fenómeno cada vez más evidente, y todavía mal comprendido, ha abierto una enorme grieta en la sociología electoral española: el voto joven no se está inclinando hacia una izquierda pretendidamente justiciera, ni hacia un centrismo equilibrado y cool, sino hacia una opción que muchos daban por marginal: Vox. Lo llamativo es que no se trata de jóvenes desinformados, ignorantes o incapaces de hacer la o con un canuto. Al contrario: muchos de los que simpatizan con Vox tienen carreras universitarias exigentes, formación técnica e incluso experiencia laboral internacional, aunque no provengan de “buenas familias”. ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué ese voto de protesta no va hacia el PP, el partido que, en teoría, más podría beneficiarse de la debacle del PSOE?

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La respuesta, como casi siempre en política, no es única ni simple. Pero sí hay patrones reconocibles. Para entender el estado de ánimo de muchos jóvenes, es necesario atender a una serie de factores estructurales, culturales y psicológicos que están modelando su mentalidad política. Y de paso, si por algún extraño milagro, alguien en Génova 13 quiere tomar nota, mejor.

Muchos jóvenes no quieren una revolución. Quieren poder vivir. Tener futuro. Sentir que su esfuerzo no será confiscado por un Estado insaciable ni bloqueado por leyes que incentivan la dependencia, la pobreza y la anomia

La percepción de un juego amañado

Para una parte importante de esta generación, que el sistema es un conjunto de barreras de acceso y trampas no es sólo una sensación, es una evidencia diaria. Tratar de emprender, formar una familia, ahorrar, comprarse una vivienda o simplemente prosperar, es una yincana en la que su peor adversario es un Estado castrador. No se trata solo de precariedad laboral. Es una precariedad vital. Una sensación de que un conjunto de familias políticas y económicas juegan con reglas diferentes y de que, gobierne quien gobierne, el reparto de poder, los privilegios y, en definitiva, el statu quo es inalterable. Y eso incluye al PP, al que muchos jóvenes no ven como una alternativa, sino como parte sustancial del problema.

El PP, en ese sentido, representa para ellos el continuismo de una trama partitocrática capilar que todo lo alcanza, que todo lo coopta. Vox, en cambio, aparece como un disruptor. No tanto por sus propuestas, que muchos ni siquiera conocen en detalle, sino por su lenguaje, su actitud y su disposición a desafiar tabúes que nadie más se atreve a cuestionar. Y eso, en política, es oro molido.

Hartazgo con la corrección política

Otro factor clave es el rechazo frontal a la hegemonía cultural de la izquierda. En la universidad, en los medios, en redes sociales o en el activismo institucionalizado, muchos jóvenes perciben un clima de vigilancia ideológica dominado por una ortodoxia progresista asfixiante que ha sido asumida por la España política de forma generalizada. Vox, con todos sus excesos retóricos, representa para ellos una válvula de escape. No porque estén de acuerdo con todos sus postulados, sino porque, simplemente, parece chocar frontalmente con esta ortodoxia.

Lo más curioso es que muchos de estos jóvenes no se identifican plenamente con el ideario tradicionalista o identitario de Vox. Pero eso les importa menos que el hecho de que, por fin, alguien diga en voz alta que el Estado es un colosal chiringuito, que la ley de género ha triturado el principio de igualdad ante la ley, que la inmigración masiva y sin control es un grave problema o que el dinero público sí es de alguien, y ese alguien no son precisamente los políticos. Para ellos, el rey está, más que desnudo, en pelotas. Y premiarán a quien lo diga tal cual, más allá de sus propuestas.

El desprecio

Hay un sentimiento extendido, aunque no siempre verbalizado, de que el PP, en lugar de contraponer una filosofía política alternativa, se limita a asumir el legado del PSOE, prometiendo, eso sí, gestionarlo mejor. En lugar de confrontar el marco ideológico del adversario, lo asume calculadamente, porque considera que de esta forma no espanta al voto progresista y que alguno caerá en el saco. Y eso, para un joven que se siente acorralado por el sistema, es como venderle una tila cuando lo que quiere beber es un Red Bull.

Cuando un joven mira al PP, lo que encuentra es una marca gris, con portavoces que parecen auxiliares administrativos, discursos gaseosos, y un catálogo de eslóganes propios de una compañía de seguros. Para los jóvenes con preocupaciones de fondo — falta de libertad práctica, fiscalidad enloquecida, vivienda inaccesible, proliferación de barreras interiores, etc.—, el PP simplemente no tiene pegada; muy al contrario, es un relajante muscular. Y sin músculo ideológico, no hay adhesión emocional posible. Ni votos.

Una anécdota recogida en mis conversaciones con jóvenes me resultó especialmente reveladora: «Prefiero tener de amigo a un izquierdista desorejado que a un simpatizante del PP». No es sólo una declaración irónica. Es una confesión política. El militante o votante tipo del PP se percibe como cínico, acomodado, conservador en el peor sentido: el que no quiere cambiar nada porque ya le va bien. En cambio, el izquierdista radical, aun equivocado, tiene un proyecto, una visión, un deseo de transformación. Puede errar catastróficamente en los medios, pero al menos cree en algo. El votante del PP, en cambio, sólo parece creer en ganar las siguientes elecciones generales para gobernar y que todo siga igual. Lo que, para colmo, rara vez consigue. Me refiero, claro está, a gobernar.

La importancia de la autenticidad

En un ecosistema mediático saturado de intereses e imposturas, los jóvenes valoran, por encima de todo, la autenticidad. Aunque sea incómoda. Aunque sea estridente. Vox, con todos sus defectos, se presenta como un partido que no oculta lo que piensa. El PP, por el contrario, parece no tener ninguna convicción. Un partido que vive en una campaña perpetua, pendiente de las encuestas, los titulares y las últimas tendencias demoscópicas. Esa falta de autenticidad mata cualquier posibilidad de conexión emocional con una generación que, precisamente, ha crecido viendo cómo la política se reduce a puro marketing. Y en un ecosistema donde todo se reduce a hacer anuncios de acondicionadores de cabello, para los jóvenes, el que no se peina es el puto amo.

Este fenómeno, ya no incipiente sino cada vez más extendido, debería despertar a todos aquellos que aspiran a reconstruir un espacio político vertebrador, reformista y ambicioso. Lo que está en juego no es sólo una alternancia, sino la posibilidad misma de depuración institucional y cohesión nacional. Una transformación que, entre otros muchos beneficios, abra el terreno de juego a los que vienen detrás.

Muchos jóvenes no quieren una revolución. Quieren poder vivir. Tener futuro. Sentir que su esfuerzo no será confiscado por un Estado insaciable ni bloqueado por leyes que incentivan la dependencia, la pobreza y la anomia. Pero para eso, necesitan referentes que les ofrezcan algo más que tácticas de partido. Necesitan ideas. Valentía. Propósito. Y sí, también algo de épica. De momento, a pesar de sus errores, solo una formación está logrando conectar con esa necesidad. El PP, en cambio, sigue en formato powerpoint, ignorando que los jóvenes no necesitan diapositivas, sino una película de acción realista.

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