Todos tenemos una idea más o menos aproximada sobre qué es la sociedad civil y su relevancia en nuestras vidas. Michael J. Sandel, cuando no escribía cosas raras como hace ahora, comprendía en esta categoría a las familias, los barrios, las ciudades, los pueblos, las escuelas, las congregaciones religiosas, los sindicatos, las agrupaciones empresariales, otras instituciones que proporcionan valores morales y sentimiento de pertenencia a un colectivo, etc. También advertía del asedio que estaba sufriendo la sociedad civil así entendida, algo que seguramente explica el momento histórico en el que nos encontramos.

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Una sociedad civil sana y activa fomenta la civilidad y contrarresta las tentaciones autoritarias, es decir, una sociedad civil activa limita de alguna manera el ejercicio del poder político, algo que es clave en todo sistema de convivencia civilizado. Una sociedad civil sana, consciente y responsable, inspira y protege las costumbres y tradiciones de una determinada colectividad, pero también ilustra sobre las aptitudes y cualidades que caracterizan a los ciudadanos democráticos y acerca del estándar de libertad o servidumbre que impera en esa colectividad. Una sociedad civil activa puede, por tanto, proteger el sistema democrático, mientras que una sociedad civil pasiva o permeable al poder político tenderá a extinguirse o transformarse en una estructura propagandista de valores e ideas de ese mismo poder, contribuyendo de este modo a la tiranía.

Ante el avance de esta nueva tiranía y la demolición de la sociedad civil, sólo nos queda ya preguntarnos por «los ciudadanos corrientes». Esos que se levantan temprano para trabajar y sacar adelante sus familias, que, dicho sea, son el objetivo principal de todos estos chamanes en su programa de transformación social, pero también la única esperanza, pues son quienes verdaderamente llevan el mundo a sus espaldas

Nuestra sociedad civil, o lo que queda de ella, en efecto, está expuesta desde hace tiempo a un asedio, que se concreta en la expansión de determinados discursos, sin margen alguno a la discrepancia, y en un claro debilitamiento de las libertades y autonomía de los sujetos. Se trata de una ofensiva que no es ya sino el mayor programa autoritario que haya conocido nuestra generación, como prueba la omnipresencia de la ideología oficial en todos los ámbitos de la vida, el derrumbe progresivo de todos los frenos del poder político, la propagación de los comisarios políticos en organismos, entes, reguladores y el sottogoverno en general. El fenómeno se evidencia también de manera pronunciada en las tendencias educativas, en la descomposición territorial, y hasta en las decoraciones del espacio público en nuestros municipios, por no hablar de la subvención masiva a las estructuras afines o la violación sistemática de los deberes de neutralidad. No hay freno, salvo el puntualmente judicial, cuando alguien tiene el valor, medios y tiempo para activarlo. De las instituciones políticas y constitucionales ni hablamos, pues todas ellas, sin grandes excepciones, están en lo mismo, como evidencia el pin multicolor o las agendas oficiales de unos y otros.

Consecuentemente, ante esta claudicación, derrumbe o invasión de la sociedad civil, pues no sabemos bien si el poder político ha construido una propia con el presupuesto público o ha logrado que la preexistente se haya plegado a los sus dictados, debemos preguntarnos si queda algún resquicio de esperanza. Las perspectivas no son desde luego halagüeñas, puesto que la historia nos demuestra que este tipo de procesos en los que se asocian, en las ideas y también en la acción, todo tipo de malhechores, burócratas, gardingos y miembros de sectas civiles o religiosas, suelen ser difícilmente reversibles. No hay grandes motivos para la esperanza, sinceramente.

El señor Tucker Carlson, que ya sé que le tienen mucha inquina, recientemente nos decía desde Estados Unidos que cuando una clase dirigente se propone cambiar de arriba abajo una sociedad, cambiando el lenguaje, las tradiciones, los valores o los contenidos educativos, reescribiendo la historia y monitorizando la totalidad de la sociedad civil, bien promoviendo y financiando a los simpatizantes, o atemorizando y amordazando a los disidentes, lo único que se puede esperar antes o después es una revolución. Hace años, Jordan Peterson, a quien también se le tiene mucha manía por desenmascarar a los tiranos y relatar, como pocos, las verdades del barquero, nos había advertido de los peligros sociales, y de todo tipo, que provoca financiar masivamente «la revolución», como de hecho está sucediendo. Todavía hay quienes se preguntan, en público y en privado, cómo hemos llegado hasta aquí, el porqué de eso que llaman la polarización; hay incluso quienes se sorprenden de los efectos y consecuencias de los actos y decisiones a los que ellos mismos han contribuido activamente. La culpa de las calamidades, también de la polarización, siempre será de otros.

En conclusión, ante el avance de esta nueva tiranía y la demolición de la sociedad civil, sólo nos queda ya preguntarnos por «los ciudadanos corrientes». Esos que se levantan temprano para trabajar y sacar adelante sus familias, que, dicho sea, son el objetivo principal de todos estos chamanes en su programa de transformación social, pero también la única esperanza, pues son quienes verdaderamente llevan el mundo a sus espaldas y tal vez son la fuerza social que evite la expansión de esta toxicidad mediática, universitaria y gubernamental. Puede que ellos no respondan a los perversos estímulos que desde el poder se manifiestan insistentemente y nos ayuden a intentar recomponer este destrozo civil.

Foto: Timon Studler.


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