Cuando se analiza el desplome de la natalidad se suele acudir a dos explicaciones bastante manidas. La primera: la dificultad material. Jóvenes con empleos precarios, sueldos bajos, hipotecas inasequibles y un mercado del alquiler que parece diseñado por un villano de Marvel. La segunda: el cambio radical de costumbres. La sexualidad como una válvula de escape desvinculada de la procreación, la proliferación del uso de anticonceptivos, la legalización del aborto y su normalización social, y una nueva jerarquía en las prioridades vitales en la que viajar, tener aventuras cosmopolitas o simplemente “vivir experiencias” resulta mucho más sugerente que criar hijos.

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Ambas explicaciones tienen parte de verdad. Pero habría un tercer factor casi invisible, mucho menos discutido, un tabú, que atraviesa la cultura, la psicología y el imaginario colectivo: el desprestigio de la paternidad y la maternidad. En unas pocas décadas, la que fue considerada la aventura más natural, gratificante y bendita de la vida se ha transformado ante nuestros ojos en un proyecto extremadamente peligroso, saturado de desalentadoras advertencias, relatos sombríos y burdas caricaturas.

Se nos ha ocultado la gratificante épica de traer hijos al mundo detrás de un relato deprimente de riesgo, trauma y caricatura

La familia: una diabólica fábrica de traumas

Durante siglos la familia fue concebida como refugio, un baluarte frente al torbellino exterior. Allí uno encontraba calor, apoyo, raíces, vínculos emocionales y sentido de pertenencia. En las antiguas culturas campesinas, la familia no era sólo afecto: era, además, supervivencia. Los hijos constituían un refuerzo indispensable en la ardua y, a menudo, ingrata tarea de cultivar la tierra. En el ámbito urbano y burgués, la familia proporcionaba estabilidad, y su respaldo resultaba indispensable para ganar impulso en el ascensor social. En ambos casos, se la veía como una institución que protegía frente al caos y los desafíos del mundo exterior.

Sin embargo, durante décadas, el relato cultural contemporáneo se ha dedicado ha invertir esa imagen. Lo ha hecho por diferentes vías, con perseverancia y reiteración. En buena parte del cine y la literatura del último medio siglo, la familia se ha convertido en el origen de casi todos nuestros males. Ha dejado de entenderse como refugio para escenificarse como prisión. Los guionistas y escritores dejaron de retratarla como un cálido cobijo para convertirla en un semillero de neurosis.

Ingmar Bergman dedicó gran parte de su filmografía a exorcizar los demonios de su infancia opresiva, convirtiendo a padres severos y madres asfixiantes en turbios personajes que marcan de por vida a sus hijos. American Beauty (Sam Mendes, 1999) retrató a la familia suburbana como una caricatura de la represión, la frustración y el vacío. Revolutionary Road (Sam Mendes de nuevo, 2008) convirtió el sueño familiar en una asfixia insoportable. Incluso las grandes series de nuestro tiempo —Los Soprano, Breaking Bad, Mad Men— giran en torno a hogares donde el crimen, el pésimo ejemplo paterno, la frustración o la doble vida se sustancian en hogares desangelados, reuniones incómodas y silencios atronadores.

Christopher Lasch, en Refugio en un mundo despiadado (1977), recordaba que la familia había sido históricamente “el último bastión de la intimidad frente a la intromisión del mercado y del Estado”. Lo que vino después fue justo lo contrario. Allí donde antes había un refugio contra el caos, ahora sólo vemos la fuente de todos los males.

El asalto de los psicopedagogos

A este enfoque, tan sombrío como apabullante, se ha sumado la pedagogía del miedo. La crianza no se nos presenta como un acto de amor natural, sino como un ascenso al Everest para el que nunca estamos preparados y que, claro está, lo probable es que acabe en tragedia.

Una legión de expertos, manuales y gurús nos ha repetido sin cesar que, para criar hijos, no bastan la devoción y el amor: hace falta alcanzar el virtuosismo académico, dominar la psicología infantil y la antropología cultural, además de desarrollar habilidades en la resolución de conflictos, resiliencia, inteligencia emocional y un largo etcétera. Antes bastaba con la vocación; ahora no. Ahora es imprescindible ser especialistas en la psique humana, casi un neurocientífico, para afrontar con garantías, tampoco demasiadas, la crianza de un adulto en miniatura.

Si hay algo que refleje a la perfección esta neurosis, son los títulos de los libros de autoayuda: Cómo ser madre y no morir en el intento, Manual de supervivencia para padres primerizos, Los siete errores que destruirán la infancia de tu hijo. Un tono alarmista que convierte la crianza en algo equivalente a la desactivación de chalecos bomba. Allan Bloom, en El cierre de la mente moderna (1987), lo expresó maravillosamente: “En nombre de la ciencia, hemos entregado lo íntimo de nuestras vidas a pedagogos y terapeutas que apenas conocen mejor que nosotros lo que significa ser humano”.

El resultado es paradójico: la paternidad, antaño concebida como bendición y destino natural, aparece hoy como un proyecto lleno de amenazas predestinado invariablemente a acabar mal. Una especie de deporte extremo emocional, un salto sefie en el que el paracaídas no se abre. En resumen, llevar un hombre a la Luna se percibe hoy muchos más sencillo que criar un hijo. Después de todo, la NASA nunca exigió a Neil Armstrong un máster en pedagogía extraterrestre para incorporarlo al programa Apolo.

El terror jurídico

A esta atmósfera cultural se le suma un elemento más prosaico, aunque no menos desalentador: el jurídico. La lucha contra el machismo era necesaria, pero ha dejado una resaca en la percepción social. Muchos varones ven hoy el matrimonio y la paternidad como un contrato asimétrico que fácilmente puede convertirse en ruina económica y personal.

Divorcios traumáticos, custodias conflictivas, pensiones desproporcionadas, denuncias falsas por violencia de género…  Aun en el caso de que estas situaciones extremas sean anecdóticas, el miedo que se ha instalado en la cabeza de muchos hombres no lo es. Y este miedo, como toda percepción social, opera más allá de las estadísticas. La idea de que el varón asume un riesgo patrimonial enorme al casarse y tener hijos cada vez pesa más en los hombres. Frente a esta percepción, muchos deciden no meterse en líos. El resultado: mientras el porcentaje de mujeres que aspiran a casarse se ha mantenido relativamente estable, en los hombres esa aspiración se ha desplomado.

La caricatura del pringado

El humor popular también ha jugado su papel. La imagen del hombre casado con hijos ha pasado de ser la del padre respetado al arquetipo del pringado: siempre agotado, ahogado en pañales y facturas, sin autoridad ni libertad ni tiempo libre.

En las ficciones contemporáneas, el padre de familia aparece como un ser patético, envejecido antes de tiempo, que ha renunciado a sus sueños. Mientras que el soltero se nos presenta como vital, eternamente joven, incansable trotamundos, dueño de su tiempo y su destino. La contraposición es radical: ¿quién quiere ser el payaso extenuado de un relato deprimente, cuando puede aspirar a protagonizar la narrativa de la plenitud individual? Chesterton, en Lo que está mal en el mundo (1910), respondió con ironía a esta pregunta: “La aventura más grande no es ir a cazar tigres, sino vivir día tras día bajo el mismo techo con otra criatura humana”. Alguno interpretará equivocadamente esta ironía como ratificación de la negatividad del hogar, pero el mensaje es justo el contrario. Para Chesterton, lo extraordinario está en lo cotidiano. Pero eso ya no es lo que se nos enseña.

Reconciliar familia y plenitud

La natalidad no cae sólo porque falte dinero o abunden las opciones hedonistas. Cae también —y sospecho que principalmente— porque hemos aprendido o, mejor dicho, nos han educado en el temor y el desprecio a la paternidad y la maternidad. Porque se nos ha ocultado la gratificante épica de traer hijos al mundo detrás de un relato deprimente de riesgo, trauma y caricatura. De nuevo, Lasch acertó al vincular el desprestigio de la paternidad con riesgos que van mucho más lejos: “Una cultura que desprecia la paternidad está condenada a criar individuos débiles, demasiado frágiles para sostener instituciones libres”.

La gran revolución pendiente no es económica ni técnica, sino cultural: reconciliar la familia con la plenitud y el sentido vital. No en vano cada vez parece más evidente que ni la economía ni la tecnología podrán mantener el ritmo de las últimas décadas si no las acompaña la natalidad. Recuperar la idea de que traer hijos al mundo no es una locura ni una condena, sino una bendición de primer orden, además de una de las pocas aventuras capaces de dar coherencia, sentido y trascendencia a una vida entera. Mientras no lo comprendamos, seguiremos preguntándonos ingenuamente por qué los jóvenes no quieren tener hijos, sin acertar a señalar el verdadero origen del mal: la herencia cultural y política que hemos depositado en sus cabezas.

Foto: Adele Morris.

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