“La vida es una tómbola” cantaba Marisol hace bastante más de medio siglo y he recordado la canción al ver de qué modo se sortea la investidura presidencial en un Congreso que no parece hacer otra cosa que prepararse para investir al agraciado con el boleto de la fortuna. Lo importante de esta función es lo que oculta, la casi completa desaparición del Congreso en el panorama institucional de nuestro sistema político: esta cámara se ha convertido en un mero aparato para proclamar a un presidente de gobierno, un personaje a quien luego va a obedecer de manera perruna.
Este es casi el único poder que le queda al legislativo que, por otra parte, tampoco lo ejerce en la práctica sino por delegación, pues son los partidos y sus dirigentes quienes todo lo cuecen y disponen, por descontado que sin luz y taquígrafos. El Congreso ha dejado de ser un poder independiente en la medida en que los diputados, agrupados en rígidas gavillas, los grupos parlamentarios, para que nadie actúe o piense por su cuenta, han renunciado a aquello que la Constitución establece. No controlan la acción del gobierno, lo aplauden o lo denigran, pero apenas lo incomodan con preguntas de respuesta pagada.
La gente con la cabeza sobre los hombros mira la política como un espectáculo bastante surrealista, pero de interés muy limitado
Es más bien el gobierno quien controla el Congreso y, además, aunque la CE advierte que los miembros de las cámaras no estarán ligados por mandato imperativo (artículo 86), los diputados se cuidan muy mucho de desobedecer a sus jefes, jamás llevan la contraria al Gobierno o, en su caso, al partido de la oposición al que pertenecen, porque los distintos grupos funcionan a estos efectos como el gobierno mismo, con un control absoluto, para que nadie se mueva. No es exageración advertir que para estas tareas nos sobran, en realidad, casi la totalidad de los diputados, pero lo más importante no es que sobren para esas tareas, sino que se han impedido hacer otras muy necesarias. Al final, en lugar de representar a la Nación, obedecen a sus líderes, su disciplina es proverbial, y eso que perdemos todos.
Lo que se sortea en esta tómbola es importante, desde luego, porque el presidente del gobierno acaba teniendo una especie de poder absoluto, una capacidad casi ilimitada de hacer lo que se le antoje, situación que ha llegado al paroxismo en estos años de excepción que han llevado, incluso, a cerrar las Cámaras con motivo de la pandemia, a aumentar el gasto de manera desconsiderada por ese motivo y, además, con la estupenda excusa de la guerra de Ucrania que ha traído un maná presupuestario digno de las mayores alegrías.
Los parlamentos surgieron históricamente para pedir cuentas al Rey, para tasarle su predisposición al derroche con el dinero ajeno; ahora, los parlamentos son los mayores entusiastas del gasto público porque ofrecen a sus señoritos la posibilidad de aumentar la clientela y porque gustan de ser presentados como los que resuelven cualquier problema aumentando el gasto. No está de más recordar que el Congreso es sumamente generoso con sus miembros, les otorga gracias, privilegios y retribuciones que no están al alcance del común, lo cual estaría bastante bien si el Congreso hiciese cosas ciertas y tangibles para el bienestar de la Nación, pero está fuera de lugar cuando lo único que hacen es obedecer, aplaudir y poco más.
En el diseño del sistema político de la Constitución del 78 se acertó a evitar el riesgo de la inestabilidad gubernamental, el riesgo de la enorme confusión que podría traer un exceso de volatilidad parlamentaria, pero la experiencia nos dice que el remedio ha creado problemas que seguramente no estaban en la mente de los constituyentes. En particular, la figura del presidente de gobierno no ha dejado de crecer en poder y en boato desde el primer gobierno de Suárez y ha llegado a su culmen, de momento, con el aparato monclovita de Sánchez que ocupa directamente a muchos centenares de personas. Sánchez ha llegado a hacer apariciones públicas acompañado de medio centenar de asesores de toda condición, una corte digna de faraones presumidos.
Fruto de todo ello es que la democracia languidece y que hay serias e inmediatas amenazas de que pueda morir ahogada en una marea de poder ejecutivo sin límites. Basta con pensar en la situación que estamos atravesando en la que el presidente en funciones busca atornillarse para otros cuatro años manejando con habilidad los boletos que le han tocado en suerte. Poco importa que lo que haga con eso apenas tenga nada que ver con lo que les cabía suponer a sus votantes, lo importante es que le den el premio sin que cuenten para nada los costes.
¿Puede toda una Nación estar sometida a las veleidades de un sujeto atrabiliario, prófugo sin juicio, que desea acabar con la España que conocemos y reescribir a su capricho nuestra historia? Pues sí, se puede si eso es lo que hay que hacer para lograr el poder sin límites, ese que permite reinterpretar la Constitución, vaciarla de contenido, alterar sus supuestos y olvidarse de sus principios, todo ello en un solo paquete. No creo que exista lugar en el mundo en el que se argumente que la democracia consiste en someter a la Nación al capricho de un sujeto al que azares electorales le han puesto en posesión del boleto definitivo, el que da el pase al paraíso del poder sin límites.
Visto de esta forma hasta parecen modestas las peticiones del señor Puigdemont, solo aspira a que se de por no existente su valeroso intento de romper la unidad de España y a que se considere válido el esperpento de referéndum que apañó, con la inestimable ayuda del señor Rajoy, para legitimar sus ansias de caudillaje de una pequeña nación europea bárbaramente sojuzgada desde comienzos del siglo XVIII por esa cosa informe y pérfida que se llama Estado Español. Sánchez, sin duda, sopesa la respuesta que ha de dar a semejante sujeto, pero no tiene duda alguna de que importará mucho menos ceder, si a ello se llega, a peticiones tan extravagantes que perder la oportunidad de continuar su liderazgo de una España, al fin, progresista, solidaria, ecológica y feminista en la que nadie se quede atrás, tampoco el hasta hace pocos días solitario de Waterloo.
La España oficial anda pendiente de una tómbola y, mientras, la España real se divierte con noticias de gran impacto y larga duración, estiradas con esmero y calidad por una prensa siempre al servicio de la actualidad de la noticia y del público. Entre unos y otros, nadie se ocupa de problemas de fondo que, al parecer o no tenemos o no se pueden resolver. La gente con la cabeza sobre los hombros mira la política como un espectáculo bastante surrealista, pero de interés muy limitado. Saldrá de nuevo Sánchez a cantar sus hazañas casi como salía Franco en el Nodo, no le faltan medios. Desde fuera nos miran con indisimulado desdén y se aprestan a ver si hay algo goloso que rebañar porque tuvimos unos cuantos buenos años y algo queda de todo aquello. Pero España está varada, pendiente de una tómbola bastante trucada por otra parte. ¿Hasta cuándo seguirá esta sostenida cuesta abajo, sin democracia, sin dinero y sin la menor ilusión colectiva? Todo depende de Puigdemont y, si no, dependerá de otros, pero la tómbola no puede declarar desierto el premio, el sanchismo y el progreso se juegan demasiado en el lance y tienen el resultado amarrado, son buenos en esto.