En una célebre conferencia, Ferdinand Lassalle, el célebre líder socialista alemán decimonónico, definió las constituciones como meras “hojas de papel”, porque eran, en el fondo, una simple cobertura ideológica y política de los poderes sociales reales. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, los textos constitucionales han experimentado, en Europa y sobre todo en España, una hasta hace poco insospechada sacralización.

Publicidad

Tanto PSOE como PP y Ciudadanos, incluso VOX, se declaran, venga o no al caso, “constitucionalistas”, frente a secesionistas y neocomunistas. En gran medida, esta postura es ideológicamente heredera, aunque algunos no sean conscientes de ello, de los planteamientos del filósofo socialdemócrata Jürgen Habermas, en particular de su defensa de lo que denomina “patriotismo constitucional”. No ha sido Habermas, sin embargo, el inventor de dicho concepto; lo fue el constitucionalista Dolf Sternberger. No obstante, Habermas ha sido su máximo divulgador y propulsor en la esfera pública. Como todo concepto político, el “patriotismo constitucional” es polémico, y su enemigo fundamental fueron los intentos del canciller Helmut Kohl y la derecha alemana de articular un nuevo nacionalismo alemán.

En opinión de Habermas, el “patriotismo constitucional”, basado en los valores pretendidamente universales de la Ilustración, el liberalismo y la socialdemocracia, era “el único patriotismo que no nos aliena de Occidente”, tras la trágica experiencia de la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué decir del significado profundo de este concepto? Por lo menos a mi modo de ver, los planteamientos de Habermas se caracterizan por un iluminismo excesivamente abstracto, que intenta fundamentar lo que él denomina “identidad posnacional”. Sin embargo, me parece evidente que sin nación previa, histórica, no puede existir constitución; los valores que dan cuerpo al “patriotismo constitucional” son los valores expresados por la historia, la cultura, las vicisitudes de un país no determinadas por la abstracción jurídica.

El “patriotismo constitucional” tiende a separar la comunidad política de toda identidad colectiva diferenciada; y, en consecuencia, adolece de un claro déficit de patria

El universalismo y el cosmopolitismo esconden, en el fondo, la hegemonía cultural e ideológica de los poderosos. En ese sentido, el “patriotismo constitucional” tiende a separar la comunidad política de toda identidad colectiva diferenciada; y, en consecuencia, adolece de un claro déficit de patria. En el fondo, la utilización del término “constitucionalista” por parte de esas fuerzas políticas es una muestra más de la debilidad del nacionalismo español o, si se quiere, de nuestro sentimiento nacional, tan necesario en estos momentos. Y es que, como señala el gran filósofo escocés Alasdair MacIntyre, las personas requieren la pertenencia a comunidades históricas concretas tanto en la formación de identidades personales y culturales como en el desarrollo de una ética, sin por ello tener que perder la capacidad de juzgar como negativos algunos aspectos de su nación o cultura. En ese sentido, hay que señalar que la Constitución no es España; ni España es la Constitución. Como realidad nacional, España ha tenido muchas constituciones; y mientras sus textos eran abolidos, la nación española permaneció.

Sin embargo, la crítica no debe detenerse aquí. Es preciso señalar que la Constitución de 1978 adolece de profundas ambigüedades e indeterminaciones en las cuestiones más polémicas. Y es que cuarenta años después, todavía nos encontramos en un período constituyente con el Tribunal Constitucional y las coaliciones de partidistas como decisorios poderes postconstituyentes en las materias que dejó sin definir la Ley Fundamental, incluso la más importante, el modelo de Estado autonómico.

La partitocracia ha conducido a la fusión de poderes, como hemos visto, por ejemplo, en la decisión del Tribunal Supremo sobre la exhumación del cadáver de Francisco Franco de su tumba en el Valle de los Caídos. Sin embargo, el tema fundamental sigue siendo el modelo de Estado. En este aspecto, como en otros, la Constitución es, sin duda,  anfibiológica y, sobre todo, confusionaria, ya que no definió ni la “nacionalidad” ni la “región”; y tampoco autoriza al gobierno español a intervenir y restringir una autonomía, ni subdividir ni suprimir ninguna comunidad; menos aún que cualquier provincia se separase de la región autónoma y retornar al régimen común.

Además, el texto constitucional hace prácticamente irreformables los estatutos de autonomía, solo acontecimientos políticos extraordinarios, quizá revolucionarios, podrían reformarla. La generalización autonómica era la consecuencia lógica de la Constitución, ya que introduce la novedad mundial de un Estado de las autonomías, es decir, una fragmentación de todo el territorio nacional con cortes político-administrativos, en su inmensa mayoría tan arbitrarios como La Mancha o Madrid, cuyo estatuto fue el último aprobado. Todo lo cual había tenido cuatro consecuencias negativas: Cataluña y el País Vasco se han empeñado en una escalada para alcanzar niveles de autonomía siempre superiores a los de las demás comunidades; significó un estímulo al autonomismo y al nacionalismo allí donde no había existido nunca; fomenta una pugna de agravios comparativos, de egoísmos colectivos y de insolidaridades que debilitaban o anulaban la idea de bien común nacional; e impuso el pactismo en el desarrollo de los estatutos con lo que el Estado español de facto se resigna a una soberanía compartida con ciertas comunidades. De la misma forma, el artículo 150 de la Constitución garantiza una peligrosa indefinición de competencias, dejando sin límites las reivindicaciones de las comunidades. De ahí que, al cabo de dos décadas, el modelo de Estado de las autonomías se encuentre todavía in fieri y el proceso constituyente ni ha terminado ni se adivina la conclusión.

Todo ello ha generado una clara inseguridad normativa, que ha tenido un efecto perverso en nuestra economía, si se considera la perplejidad, y consiguiente retraimiento, que ocasiona a las eventuales inversiones nacionales y extranjeras. La elefantiasis burocrática es igualmente un producto de la descentralización propugnada por la Constitución de 1978; además de los 17 parlamentos, por esta misma cifra se multiplicaron las consejerías, los tribunales de defensa de la competencia, los defensores del pueblo, las televisiones y radios públicas, escuelas de formación de funcionarios y policías, etc.

De la misma forma, ha supuesto el abandono del idioma común, del español como lengua oficial. La marea de la desigualdad se ha extendido igualmente como consecuencia de la descentralización, mediante, por ejemplo, el reconocimiento de los fueros vascos y navarros; y de los poderes fiscales concedidos a las comunidades autónomas; por ello, los españoles somos desiguales fiscalmente. Y lo mismo cabe decir en la aplicación del principio de mérito y capacidad para el acceso a la función pública, resultado de las barreras idiomáticas; y en el disfrute de los servicios públicos, como la sanidad y la calidad de los servicios, que son notoriamente desiguales en función de la comunidad autónoma a la que se pertenezca.

Por otra parte, no deja de ser significativo que nuestros activos y omnipresentes economistas liberales no denuncien de forma sistemática el modelo económico constitucional, que sólo acepta de una forma muy matizada la economía de corte capitalista. Y es que se propugna –por ejemplo, en el artículo 131- la posibilidad de planificación de la actividad económica; “la más justa distribución” como horizonte; una economía fuertemente intervenida; se prevé la existencia de un Consejo de Planificación Económica; una de las obligaciones del Estado es la de procurar el pleno empleo; se considera avanzar hacia situaciones de cogestión y cooperativismo, etc, etc. No resulta extraño que comunistas como Julio Anguita y más recientemente Pablo Iglesias Turrión basaran, en algún momento, sus programas y discursos en el “cumplimiento” de la Constitución de 1978.

Por todo ello, sería el momento de levantar la bandera del revisionismo constitucional en un sentido nacional y social. Es una idea que brindo a VOX, el único partido político realmente regenerador en la actual situación política. Al Partido Popular y a Ciudadanos, no digamos al PSOE, los juzgo irrecuperables. Dada nuestra situación actual, esa revisión es un imperativo de salud pública.


Disidentia es un medio totalmente orientado al público, un espacio de libertad de opinión, análisis y debate donde los dogmas no existen, tampoco las imposiciones políticamente correctas. Garantizar esta libertad de pensamiento depende de ti, querido lector. Sólo tú, mediante el pequeño mecenazgo, puedes salvaguardar esa libertad para que en el panorama informativo existan medios nuevos, distintos, disidentes, como Disidentia, que abran el debate y promuevan una agenda de verdadero interés público. 

Apoya a Disidentia, haz clic aquí

Artículo anteriorGuerra para salvar el mundo
Artículo siguienteSea bueno. Es obligatorio
Pedro Carlos González Cuevas
Soy profesor titular de Historia de las Ideas Políticas y de Historia del Pensamiento Español en la UNED. He sido becario en el CSIC y en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Autor de obras sobre la historia de la derecha y el conservadurismo en España. He abordado el estudio de Acción Española, así como de figuras como las de Ramiro de Maeztu —del que he escrito una biografía—, Charles Maurras, Carl Schmitt, Maurice Barrès, José Ortega y Gasset o Gonzalo Fernández de la Mora.