La realidad política corre a galope tendido en nuestro país. Hace unos días no quedaba más remedio que reconocer que Pablo Casado había protagonizado un gran golpe de efecto en la moción de censura de Vox. Hoy, incluso esta versión abreviada se nos muestra prematuramente avejentada. Los sueños de un tiempo nuevo no encuentran acomodo en un universo político que se resiste a modificar ni una coma pitagórica de su partitura. El dragón no sólo no se ha inmutado, sino que, muy al contrario, se chotea a placer. Escuchar a ese ejemplo de templanza que es Adriana Lastra regañar a Casado, por su insuficiente moderación, fue edificante. La votación de la prórroga del estado de alarma, por lo demás, confirmó lo que nos temíamos, que el PP vuelve a confundir moderación con equidistancia. Y entre el “sí” y el “no” a la ley, y al respeto de la Constitución, optó por la abstención.
Hay algo profundamente naif en la estrategia de Casado que, mucho me temo, la realidad irá desvelando. El PP sigue sin enterarse de que uno de cada tres españoles consideraba a su partido como derecha radical cuando gobernaba Mariano Rajoy. Repito. Uno de cada tres veía un peligroso radical en Rajoy, el más despolitizado y desideologizado de los líderes del centro derecha español de nuestra reciente historia democrática. Y esos datos los proporcionaba el CIS de la época, cuando todavía conservaba credibilidad. Esta es la base del problema y es cultural: tiene que ver con el modo como ciertas ideas y percepciones, incorrectas o sesgadas, han ido calando en la sociedad española no sólo como ciertas, sino incluso como indiscutibles. A esto nos referimos cuando hablamos de guerra cultural, y es lo que explica con acierto Cayetana Álvarez de Toledo cuando habla del tablero inclinado de la política española. Si la convicción mayoritaria de la sociedad es que muchas de las ideas más radicales y enloquecidas de la izquierda actual son normales y moderadas, y que, en cambio, las ideas más sensatas de la derecha conservadora son propias de seres de las cavernas, la derecha tiene un problema que va más allá de lo electoral, pero que lo condiciona gravemente. Y ese problema no se resuelve invocando el poder mágico del centro, porque, en este contexto, el centro ya no es centro, sino otra cosa.
Es a esta izquierda que gobierna a la que con más justicia se le puede aplicar el cuento del escorpión y la rana. Está en la condición del escorpión romper los consensos y los acuerdos, porque el progresismo se legitima en el avance, nunca en la estabilidad
Pero es que, además, en lo concreto, al proyecto esbozado por Casado cabe aplicarle, con pleno rigor, la cita de Cánovas con la que inició su intervención: “En política, lo que no es posible, es mentira”. Porque nada hay menos realista en estos momentos – y en el medio plazo, como mínimo- que una nueva mayoría absoluta del PP, o de cualquier otro partido. En un momento de extrema fragmentación política, Casado presentó a los suyos un horizonte de ‘solos contra todos’ que sólo tiene sentido sobre la expectativa de un triunfo electoral arrollador. Y ese triunfo no se vislumbra en lontananza. Si el ultra moderado Rajoy, ganando holgadamente las elecciones, tuvo problemas para su última investidura, cuando todavía no estaba tejida la alianza actual entre PSOE, Podemos, separatistas y nacionalistas, imagínense la que le espera a Casado. Ni el mayor optimista puede con tanto.
Hay razones profundas para una división en la derecha. Razones que la izquierda ha atizado y que no dejará de alimentar. Pero no hay que confundirse. Es a esta izquierda que gobierna a la que con más justicia se le puede aplicar el cuento del escorpión y la rana. Está en la condición del escorpión romper los consensos y los acuerdos, porque el progresismo se legitima en el avance, nunca en la estabilidad. Y esta versión que nos gobierna -y que no es exclusiva de España- está convencida de que los cambios exigen medidas cada vez más intervencionistas e invasivas, o sea, cada vez más rupturistas. Incluso al borde del rupturismo con el orden constitucional -o aun más allá, como hemos visto en la votación del estado de alarma- porque el avance desde la moderación es demasiado lento y los nuevos revolucionarios desean su mundo perfecto aquí, ahora y ya. Incluyendo una posible censura de las redes sociales sin filtro judicial.
En este contexto, un PP que se define a sí mismo como un partido constructivo y que rechaza los conflictos no podrá dejar de convertirse en la verdadera muleta de la izquierda y de sus políticas. Incluso en el improbable escenario de que llegara a gobernar, pues la izquierda ha perfeccionado una intensísima telaraña de presión, a través de varios frentes, que incluyen desde la agitación mediática a la convulsión social. Si el criterio es la paz, el PP tendrá que ceder siempre. Lo hemos visto en el pasado y lo volveremos a ver: el PP ha comprado a sus rivales, durante mucho tiempo, periodos de tregua y palmaditas en la espalda al elevado precio de renunciar a tocar ninguna de sus leyes. Y muchas de ellas, como la muy ideológica y sesgada Ley de Violencia de Género, requerían una revisión en profundidad.
Pero también Vox tiene algunas conclusiones que extraer de este nuevo escenario que se abre. La primera, que ya no le queda más remedio que intentar superar electoralmente al PP. Y para ello será imprescindible que el partido de Abascal perfile, con mucho mayor rigor, nitidez y coherencia, sus propuestas de gobierno.
La segunda conclusión es que a Santiago Abascal y a su partido les favorecerá mucho modular su perfil público. Creo que el gesto de nobleza del líder de Vox al negarse a devolver agresión por agresión y mantener abiertos los puentes del acuerdo con el PP fue un momento importante de la moción de censura. En esa escena, sin pretenderlo, Abascal se mostró como un hombre más, incluso un hombre noble y generoso, y la caricatura del monstruo se disolvió como un azucarillo en el mar. Vox tiene que trabajar más este perfil humano cálido, magnánimo. Incluso la veta cáustica es preferible al exceso de grandilocuencia retórica que a veces impregna sus discursos. No hace falta ser siempre duro en las formas para ser contundente y firme en el fondo.
Santiago Abascal debería reflexionar seriamente sobre esta idea: hay una España que comparte muchas de las ideas que sólo Vox defiende pero que no les vota, en gran medida, porque le hieren sus formas y su exceso de agresividad. De modo que existe amplio margen de mejora, y no hay que tener miedo en explorarlo. La trinchera puede reducir el número de bajas, pero raramente franquea la gloria.
Foto: Shane