El sistema español en el que la investidura del Gobierno se lleva a cabo a través de un parlamento elegido con criterios que procuran apoyar al partido mayoritario ha deparado a lo largo de nuestra historia muy diversas fórmulas políticas, pero ninguna tan estrambótica como la del pasado 23 de julio.
La rareza del resultado reciente ha venido acentuada por un equívoco importante, tanto en las expectativas de diversas encuestas como en la esperanza que el PP puso en lo que llamó la derogación del sanchismo. La convicción de que podría alcanzar una mayoría suficiente, solo o en compañía de otros, ha inducido la comisión de errores de bulto que, con toda probabilidad, han acentuado los márgenes de la inesperada derrota y colocan al PP ante un panorama desolador y harto difícil, ante una nueva y larga travesía del desierto.
El PP tiene que proponerse acertar con lo que hay que hacer para que podamos sentirnos orgullosos de lo que somos y representamos en el mundo, para dejar de ser un país que vive del crédito ajeno, que gasta absurdamente el capital que necesitaríamos para progresar tecnológica y económicamente, un país, en suma, que pueda estar a la altura de los mejores y que no se resigne a seguir empobreciéndose
Para empezar, sería necio olvidar lo que nos enseña la simple aritmética, para no dar a entender que un sistema arbitrario, ha dado la posibilidad de gobernar a quien ha tenido menos votos: no ha sido así. Quienes se apuntaron a la derogación han resultado ser menos que quienes no prestaron su voto a un designio tan explícito, porque de los 24.743.612 votos emitidos (sin contar los del CERA aún no computados) solo poco más de once millones pueden considerarse como partidarios decididos de la tal derogación, siendo más de trece millones los que se han manifestado bien como decididos partidarios del sanchismo, bien como menos partidarios de la propuesta derogatoria. La clave de esa desigualdad se encuentra en el voto de los nacionalismos periféricos, adverso al PP y propicio al sanchismo.
El error estratégico del PP ha estado en adoptar una postura meramente negativa (derogación), sin hacer el menor esfuerzo en explicar qué es lo que se propondría a cambio o, por decirlo de otra manera, entendiendo que bastaría aludir al peligro de destrucción de la democracia y de desmembramiento nacional, que suponían idéntico al sanchismo, para que la tantas veces soñada mayoría natural se impusiera con claridad, lo que no ha sucedido.
Además de ese error de fondo, que ha acompañado al PP en numerosas ocasiones, la dirección del partido dio por hecho que podría contar con la existencia de un cierto ejército de reserva (los famosos votos de centro izquierda que Feijóo pensaba galvanizar recordando que él había votado a Felipe González en 1982), sin caer en la cuenta de que la magnitud de esos apoyos bien podría ser inversamente proporcional a la cercanía a Vox, un partido respecto al que el PP no ha sabido encontrar la fórmula que le permitiera clarificar su posición, algo que resultaba muy confuso a la vista de las coaliciones locales que el PP había ido tejiendo en Castilla-León, en Valencia o en Extremadura, por mucho que luego pretendiera expresar una profunda distancia ideológica y política hacia ese partido.
Los dos errores se han combinado para producir un resultado muy doloroso y descorazonador, un crecimiento en votos y en escaños que se ha quedado a las puertas del único éxito que parece importar, como se dice en el Mus “nadar para morir en la orilla”.
Siempre es arriesgado hacer futuribles, pero puesto que el resultado en votos del PP ha sido mejor que los de 2015 y 2016, con los que pudo gobernar, cabe suponer que podría haberlo conseguido actuando de manera más precavida e inteligente. Para empezar, el PP debería colocar en algún lugar de su oficina de estrategia un cartel que dijese “Es la radicalización, estúpido”, un recordatorio de que la derecha no es capaz de superar a la izquierda si se centra en los impulsos viscerales y se olvida de seducir con argumentos y proyectos atractivos a los electores independientes, a aquellos que votan por alguna razón y no por lo que les indican sus tripas. Creer que existe un voto suficiente para que, ¡por fin!, gobierne la derecha tras los excesos y disparates de la izquierda se ha revelado de nuevo como un error grave.
En este punto esencial ha jugado un papel importante la equivocidad respecto a Vox pues ese partido resulta ser y parecer una extraña mezcla de dos cosas muy distintas, unos votantes conservadores hartos de la tradicional desatención hacia ellos que tuvo el PP rajoyista (que sigue vivo y haciendo mitinear a don Mariano) y una dirección que se ha radicalizado mucho para tratar de reproducir en España las alzas de la extrema derecha en otros países de Europa. El PP no ha sabido desenvolverse ante esta situación porque ha dado siempre la impresión de que utilizaría a Vox sin complejos para alcanzar el poder, sin explicar en ningún momento como podrían resultar compatibles el radicalismo y la moderación, la oposición a las autonomías con el autonomismo, el visceral antieuropeísmo primario de Vox y el europeísmo tradicional en el PP, la intención de lograr consensos políticos con la izquierda y quienes califican como cobardía y sumisión tales políticas, el reconocimiento del PP de la diversidad territorial como característica de nuestra historia (que no es la de Francia) y el españolismo revanchista de Vox, la tolerancia liberal con los mamporros de las guerras culturales.
Esa ambigüedad nunca resuelta y muy contradictoria le ha pasado una factura obvia al PP porque aunque haya recuperado algunos votos por su derecha es muy verosímil que los haya perdido por el centro, pero todo ello ha sido posible por el defecto principal del PP, por la ausencia de un proyecto político ambicioso, por su negativa a concretar los problemas que padecemos y a proponer soluciones imaginativas y audaces pero bien estudiadas, por su resistencia a realizar el trabajo necesario que permita encontrar fórmulas atractivas para el amplísimo sector de electores del arco reformista, conservadores y liberales, que son esa misma mayoría que lamenta la división del país en dos bloques políticos que se empeñan en parecer irreconciliables. Al sustituir ese trabajo por la llamada a la derogación del sanchismo han dado la sensación de formar un bloque natural con Vox y no han sabido ver el efecto movilizador que esa apariencia nunca desmentida ha supuesto para el electorado de izquierdas y nacionalista que se ha dispuesto a parar en seco lo que interpretaban como un achique de espacios que los expulsaría del terreno de juego.
Es muy improbable que el PP alcance ahora el Gobierno, pero más grave y más importante que eso sería que el PP volviese a equivocarse pensando que lo que le ha faltado es un liderazgo más incisivo, o cualquier otra zarandaja que sirva para desenfocar el problema mayor, a saber, que para triunfar en las elecciones con claridad el PP deberá volver a ganarse a los españoles con propuestas y con políticas bien definidas, con un partido plural y abierto, democrático, capaz de pensar con seriedad, de reflexionar, de hacer autocrítica y de ocuparse muy a fondo en lo único que debiera preocuparle: el porvenir y el bienestar de los españoles.
El PP tiene que proponerse acertar con lo que hay que hacer para que podamos sentirnos orgullosos de lo que somos y representamos en el mundo, para dejar de ser un país que vive del crédito ajeno, que gasta absurdamente el capital que necesitaríamos para progresar tecnológica y económicamente, un país, en suma, que pueda estar a la altura de los mejores y que no se resigne a seguir empobreciéndose, como nos viene pasando desde hace una quincena de años, a ser cada vez más insignificantes, algo que nunca hemos sido, pero que estamos a muy pocos pasos de conseguir con políticas miopes, conformistas e irresponsables.
Foto: NEOM.