Desde un punto de vista histórico, la democracia moderna ha conquistado lo que Tocqueville consideraba como libertad política, la capacidad de decidir un destino en común con el resto de los ciudadanos, y, con la abolición de los privilegios, un cierto nivel de igualdad. El propio Tocqueville vio con claridad el riesgo de que la libertad sufriera menoscabo a manos de la pasión por la igualdad. Esa amenaza está en los poderes democráticos y anónimos que trabajan exclusivamente en su beneficio, que no preparan a los hombres para la edad adulta, sino para mantenerlos irremediablemente en la infancia.

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La ignorancia sobre cómo funcionan esos poderes era una amenaza relativamente pequeña en sociedades en las que la información circulaba razonablemente mediante conversaciones y medios de comunicación rudimentarios, porque se llegaba a saber la verdad con cierta facilidad, pero se ha convertido en una barrera casi infranqueable si se piensa en la eficacia con que la tecnología y la masificación han multiplicado el alcance de esas minorías que controlan la circulación del conocimiento y la toma de decisiones, hasta el punto de que pueden mediatizar las opciones de las que disponemos de una manera enteramente irresponsable porque pasa por completo inadvertida.

Por eso es tan importante promover y defender la libertad más difícil de arrebatar, la independencia de juicio, la pasión por decir la verdad que esté a nuestro alcance conocer. Aron consideraba que la libertad y la verdad no podían sino ir a la par, y tal vez olvidó decir que, además, es necesario ser valiente para atreverse a disentir de esos consensos que se nos quieren imponer, y que, en su mayor parte, solo responden a intereses bastardos que el público, siempre alegre y confiado, tarda en advertir. Hace días me recordaba un buen amigo la vida de lujo y viajes cinco estrellas que se ha pegado durante años a costa de un organismo internacional creado para combatir ¡la pobreza!

La libertad está en riesgo de ser aplastada por una pesada mole de conciencias satisfechas, de tópicos incoherentes y de historias hechas a base de patrañas, pero eso no se puede desmontar sin empezar desde abajo

La alianza entre poderes que en lugar de respetarse y controlarse se dedican a acrecentar su beneficio y se olvidan de su misión es una de las mayores amenazas del presente. Hace unos días Felipe Fernández Armesto se hacía eco del desprestigio que afecta a la universidad cuando deja de ser cuna y estímulo del espíritu crítico y se rinde al tiempo a la tiranía de la corrección política y a los intereses del dinero, como han hecho algunas de las otrora prestigiosas universidades americanas al sustituir el mérito académico por la coima. La opacidad con la que actúa el poder económico y con la que se promueven prejuicios interesados para que el gran público se siente formando parte de la gran corriente de la historia, para que se identifique placenteramente con el bando de las almas bellas, se ha convertido en un gravísimo obstáculo para llegar a conocer la verdad de casi cualquier asunto complejo, y no es que escaseen.

Cuando alguien da a conocer una verdad contraria a los prejuicios dominantes enseguida se ve rodeado por la espiral del silencio, por el miedo a discrepar. Es lo que pasa con el libro de David Jiménez contando su peripecia como director de un periódico nacional, cuya lectura es muy recomendable, pero, en el fondo, deprimente, porque muestra hasta qué punto muchos periodistas se han dejado amaestrar y cómo las grandes empresas españolas no se dedican a competir internacionalmente sino a preservar su imagen, y en especial la de sus jefes, contratando más periodistas que ingenieros e incentivando sin descanso una imagen favorable. Jiménez lo resume diciendo que los poderosos han dejado de tener miedo a los periodistas, mientras los periodistas se rinden a los poderosos, y la crisis tecnológica de los medios no ha hecho sino agrandar esa sumisión cultivada por los lobbyes empresariales que los han mantenido a flote justo lo necesario, y por muy poquito dinero.

En el fondo, nos encontramos con que el triunfo de la igualdad ha inducido en muchos electores el mismo hábito vicioso vigente entre accionistas de las grandes compañías, que se conforman con la caja de bombones de la Junta General, un dividendo razonable y que, a ser posible, la acción no se desparrame, sin pararse a averiguar si son defendibles las operaciones que los gestores ejecutan en su nombre. Es lo mismo que les pasa a los electores cuando tienden a conformarse con que los suyos les den lo poco que esperan sin pararse a pensar, ni por un segundo, hasta qué punto están bien empleados los cientos de miles de millones de euros que administran en nuestro nombre.

Lo que sucede, en realidad, es que los accionistas solo son los propietarios nominales de esas grandes empresas, y los electores, por su parte, tienden a conformarse con ser los legitimadores de lo que hagan los que les han convencido de que trabajan por ellos, eso sí, sin hacer nunca la menor contabilidad de costes ni el más ligero análisis de posibles alternativas, porque la ideología ya se ha encargado de convencerles de que caminan con la historia hacia lo mejor.

De manera bastante tonta nos hemos convencido de que ya no hay privilegios y, de hecho, la mayoría de las personas no se sienten privadas de libertad. Creen que el Estado ya nos provee de lo necesario, nos llegamos a convencer que la educación es buena y pensamos que la sanidad pública es la mejor del mundo, y todo esto se sostiene en ausencia de datos, que se consideran un engorro. Mucha gente aspira a que los poderes públicos les otorguen alguna prebenda, y a que no exista límite en lo que se nos ocurra pedirle. A cambio, le abrimos nuestros bolsillos incluso cuando la causa es manifiestamente coja, como cuando se reclaman más medios para luchar contra quimeras que seguramente no admiten remedio.

Y, sin embargo, la gente no es tonta, simplemente elige lo mejor para ella con la información que tiene. El problema está en que, por desgracia, muchos de los que les proponen luchar contra este tipo de cosas han sido más y peores ladrones que los que nos esquilman descaradamente, y no han dado demasiadas muestras de que realmente quieran algo distinto a ponerse al frente de la oficina de recaudación, por mucho que proclamen principios sublimes, pero la gente es pícara y se sabe el cuento de la zorra y el cuervo a la perfección. Cuando se convencen de que lo único que quieren es el voto, cuando se lo llegan a exigir, les entra un profundo desconsuelo y ganas de salir corriendo, y es lo que hacen.

En España, la derecha política tendría que pensar seriamente cómo es que pierde la mayoría con tanta facilidad, cómo es posible que les arrebate el poder alguien a quien consideran una especie de saltimbanqui, y hasta que no sepan contestar a esto sin balbucir eslóganes necios y que nadie compra, seguirán siendo los melancólicos chapuzas que equilibran las cuentas tras los excesos de los igualitarios todo a cien, aunque, ciertamente, no haya sido esa la razón por la que se les despide con mayor celeridad que la empleada cuando se le da el finiquito a la izquierda.

Si se defiende la libertad hay que hacerlo en serio, y no desde una posición que nadie pueda discutir, o protegiendo a hora y a deshora a informadores deshonestos que se dedican a dar coba y al tremendismo más pueril. La libertad está, en efecto, en riesgo de ser aplastada por una pesada mole de conciencias satisfechas, de tópicos incoherentes y de historias hechas a base de patrañas, pero eso no se puede desmontar sin empezar desde abajo, sin decir la verdad también cuando resulta dolorosa, pactando con grises caciques locales que estrujan a sus súbditos de manera implacable. Hace falta un largo aliento para poner fin a tanta mediocridad y tanta mentira, pero debe capitanearlo quien esté dispuesto a que se haga verdad en su organización y en su grey el espíritu crítico que querrían ver aplicado únicamente a sus rivales.

La cultura política española es presa de anacolutos, medias verdades, y docenas de tópicos de guardarropía; es necesario cambiarla si queremos volver a ser alguien en el mundo, pero mientras se acepte la subordinación a poderes ajenos y a verdades capadas, mejor será que gobiernen los que, por lo menos, no presumen de ser luz de Trento, esos que, simplemente, saben sacar mejor el jugo a la manzana podrida de la opinión más corriente.

Foto: Abdullah Konte


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J.L. González Quirós
A lo largo de mi vida he hecho cosas bastante distintas, pero nunca he dejado de sentirme, con toda la modestia de que he sido capaz, un filósofo, un actividad que no ha dejado de asombrarme y un oficio que siempre me ha parecido inverosímil. Para darle un aire de normalidad, he sido profesor de la UCM, catedrático de Instituto, investigador del Instituto de Filosofía del CSIC, y acabo de jubilarme en la URJC. He publicado unos cuantos libros y centenares de artículos sobre cuestiones que me resultaban intrigantes y en las que pensaba que podría aportar algo a mis selectos lectores, es decir que siempre he sido una especie de híbrido entre optimista e iluso. Creo que he emborronado más páginas de lo debido, entre otras cosas porque jamás me he negado a escribir un texto que se me solicitase. Fui finalista del Premio Nacional de ensayo en 2003, y obtuve en 2007 el Premio de ensayo de la Fundación Everis junto con mi discípulo Karim Gherab Martín por nuestro libro sobre el porvenir y la organización de la ciencia en el mundo digital, que fue traducido al inglés. He sido el primer director de la revista Cuadernos de pensamiento político, y he mantenido una presencia habitual en algunos medios de comunicación y en el entorno digital sobre cuestiones de actualidad en el ámbito de la cultura, la tecnología y la política. Esta es mi página web