El 14 de julio, el Comité Permanente de la Revolución toma la Bastilla. El edificio era el epítome de la represión obrada desde la Corona, y la apertura de sus puertas iba a liberar no sólo a sus reclusos, sino a todo el pueblo francés, como si la rotura de un eslabón acabase con el poder de la cadena de constreñir al pueblo. Una fortaleza cubierta por ocho torres de metro y medio de espesor que albergaría a decenas de verdaderos patriotas, amenazados por los guardianes y por las ratas. Y tenían razón, aquél viejo edificio daba la medida de la represión del antiguo régimen: había en sus celdas siete prisioneros. Dos dementes, un aristócrata y cuatro falsificadores.

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Frente a la represión de Luis XVI emergía con una fuerza imparable el movimiento de liberación que se gestaba ya en plena revolución. Sólo dos días después de la toma de la Bastilla, el Comité crea la Comuna de París, una suerte de guardia nacional, como se llamaría muy pronto, que se extendió por el resto del territorio.

El recurso a la violencia con objetivos políticos es esencialmente antidemocrático. Su control, y su uso, es uno de los problemas más importantes a que se enfrenta cualquier democracia

Tres años más tarde, en agosto de 1792, la Comuna y los sans culottes, un movimiento ideologizado y violento, entran en el palacio de Tullerías, apresan al Rey, le demudan de sus privilegios, disuelven la Asamblea Nacional y convocan la Convención que terminará proclamando la República.

Desatado de las sogas del Antiguo Régimen, el Gobierno de la República francesa inició un proceso de sustitución de las instituciones sociales por los aparentes frutos de la razón, convertida en diosa. Y los impuso ejerciendo un terror que sería precedente de muchos otros. En todos ellos, al poder político y a los intelectuales acompañarían las masas enfurecidas.

No es la Historia, sino la versión de la misma que se impuso durante décadas, la que ha ejercido un papel enorme. El poder del relato de la historia es el de conducir los eventos que hacen la misma Historia. La Revolución Francesa se autoimpuso como el hecho histórico que creó la era contemporánea, y acompañada por la Ilustración, por un lado, y la violencia en la calle, por otro, estableció todo lo que merece la pena defender en política. La verdad es casi la contraria, pero eso no hablamos de historia, sino de su versión tergiversada.

En esa versión, el pueblo, titular y fuente de todo derecho, actúa para remozar las estructuras políticas que producen toda injusticia, y explican a su vez los sufrimientos del pueblo. Esa idea animó la Comuna de París en 1871, y fue reforzada por la incidencia del marxismo. En este caso, Carl Marx introduce un elemento mecánico, necesario, pretendidamente científico, que le otorga una función muy parecida a las masas violentas: El sistema que les ha llevado a no poseer nada más que su prole, y que ha multiplicado su número, les conduce contra sí mismo por medio de una revolución violenta.

Los posos de esa ideología que glorifica la violencia si es contra el orden establecido es lo que vemos estos días en las calles. Los conocemos bien. Los hemos visto en el fondo de comprensión, cuando no de aprobación, de los grupos terroristas en España. En la mística reproducida en los medios del movimiento rodea el Congreso.

La democracia designa la opinión como motor del cambio político, y la conduce por el mero recuento de preferencias en la elección de los políticos. De lo más inteligente que se ha dicho sobre la democracia es que permite cambios de gobierno sin violencia. Lo dijo Karl Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (1945), pero se lo había leído a Ludwig von Mises en Socialismo (1922).

El recurso a la violencia con objetivos políticos es, por tanto, esencialmente antidemocrático. Su control, y su uso, es uno de los problemas más importantes a que se enfrenta cualquier democracia.

Por un lado, es efectiva cuando está sancionada, en algún grado, por la izquierda. Es una vía de legitimación de ciertas medidas políticas, e incluso de legitimación de organizaciones políticas. Podemos se legitima ante sus bases con cada oleada de violencia callejera. Por otro lado, su control efectivo, aunque sea una y la misma cosa que la defensa de la democracia, se enfrenta al prestigio de la violencia política, que sigue siendo muy poderoso. Una de las cuestiones no resueltas en nuestra democracia es acabar con el prestigio de la violencia política.

Imagen: El asalto a la Bastilla el 14 de julio de 1789.


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