Los partidos se han convertido en servidores de lo suyo. Da igual a qué elecciones concurran, es indistinto que sean locales, nacionales o europeas, diferencia que por fuerza implica particularismos que atender pero que son sistemáticamente desatendidos. Los partidos abordan todas las elecciones con el mismo reclamo: “vótame a mí”. Y un único argumento: “somos mejores” que, para resultar verosímil, no se desglosa en propuestas bien definidas y elaboradas con las que pillarse los dedos, sino tan sólo en una prueba indiscutible: “los otros son peores”. Un razonamiento impecable.

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El trabajo de un partido se ha reducido a señalar todo lo que está mal o hace mal el adversario. Si los trenes descarrilan, se incendian o sufren monumentales retrasos, ponen el grito en el cielo y se compadecen de los pobres usuarios, tratando de ganarlos para sí. El sistema ferroviario va de mal en peor, es absurdo negarlo. Pero una vez constatado, ¿qué propone usted para arreglarlo? No se sabe. Lo mismo cabe aplicar a cualquier otro asunto. Podemos hablar de los problemas del sector agropecuario, más conocido por los políticos como “el campo”, y se repetirá exactamente el mismo silencio final. Declararán su buena voluntad —“estamos con el campo”—, pero no perderán el tiempo en averiguar qué es lo que realmente sucede con el campo.

La ideología sirve para establecer por encima de las razones una razón superior, tan cierta, tan innegable que no puede ser discutida. Si te empobreces es porque otros son cada vez más ricos. Si no consigues lo que consideras justo es porque el sistema es injusto

Así es con todo, la enseñanza, la sanidad, la Justicia, la seguridad, el sistema de pensiones… Sólo hay una cosa que los partidos atienden con diligencia: la fiscalidad o, derivadamente, cualquier cuestión que suponga ingresos adicionales para las arcas del Estado que, claro está, ellos administran.

En este juego vacuo, con el que los políticos desatienden casi por completo lo que es ni más ni menos la misión de la política, los asuntos públicos, gana quien acierte a disimular con la ideología. Porque la ideología sirve para establecer por encima de las razones una razón superior, tan cierta, tan innegable que no puede ser discutida. Si te empobreces es porque otros son cada vez más ricos. Si no consigues lo que consideras justo es porque el sistema es injusto. Si tus opciones se reducen es porque otros las acaparan.

Pero la razón superior paradójicamente no atiende a razones. La gente no se empobrece porque otros se hagan ricos, la economía no es un sistema de suma cero. La riqueza se crea. Por lo tanto, será más que probable que el empobrecimiento tenga explicaciones de fondo, no una razón superior. Puede deberse a costes laborales elevados; a un mercado de trabajo rígido; a un sistema de enseñanza que no cumple su función; a la corrupción; al entramado legislativo que genera barreras de acceso a la riqueza, al emprendimiento y al beneficio; al encarecimiento de la energía; a la inflación generada por el exceso de liquidez de los bancos centrales; a la presión fiscal que aumenta sin cesar…

La ideología sirve para ignorar todo eso y colocarse por encima de cualquier evidencia. Permite al político no ya rasgarse las vestiduras respecto de lo que no funciona sin arriesgarse a ir más allá, le proporciona una respuesta fácil para el público, un ala delta con la que sobrevolar la realidad. La desigualdad creciente o el empobrecimiento no serán consecuencia de malas políticas. Obedecerán a una razón superior equivocada y perversa que debe ser sustituida por otra pero benigna: la suya.

Me viene a la cabeza el refrán que afirma que el patriotismo es el último refugio de los canallas. Lo que parece haber derivado en la generalización, que todo patriota es sospechoso. Creo sin embargo que, para evitar que el patriotismo se convierta en una emboscada, bastaría con atender a los hechos y no a las palabras. Así, patriota no sería aquel que expresa voz en grito su amor por la patria y sus mejores deseos para sus compatriotas, sino el que demostrara con hechos, y no declaraciones, que atiende los asuntos del país correctamente.

El sentido de advertencia del refrán cobraría mucho más sentido si el término patriotismo se sustituyera por ideología. “La ideología es el [primer y] último refugio de los canallas” me parece mucho más acertado. Porque, si repasamos la historia, hasta en las dictaduras más nacionalistas la razón superior no fue el patriotismo sino la ideología. La nación, por más que fuera exaltada, estaba supeditada a la ideología. De hecho, era la ideología la que acababa convirtiendo el patriotismo en una monstruosidad, en un artefacto que lejos de velar por los ciudadanos, los sometía, encarcelaba e, incluso, asesinaba. En todos estos casos, la ideología, y no el patriotismo, fue el refugio de los canallas.

La ideología no sólo establece unas aspiraciones, por ejemplo, la igualdad, las encorseta y proyecta de tal forma que la idea de igualdad, que puede resultar seductora, deviene en injustica y abuso, incluso en privilegios y nuevas desigualdades. Por eso son preferibles los principios a las ideologías, porque los principios plantean objetivos, no sólo buenos deseos, cuya traslación a la acción política puede ser discutida, aquilatada, razonada y rectificada.

Los principios, si bien implican un posicionamiento de partida, son abiertos; como su propio nombre indica, son el principio, no la conclusión. Mientras que la ideología convierte los principios en sistemas cerrados y auto conclusivos. No sólo propone objetivos supuestamente deseables, los supedita a una acción política previamente definida e innegociable.

Los comunistas, tras los sucesivos fracasos de su ideología, repiten una y otra vez que el comunismo no está equivocado, sino que no se ha aplicado correctamente. Después, en algún lugar desdichado, vuelven a aplicarlo, y el comunismo vuelve a fracasar. La razón por la que el error se repite es porque los deseos que expresa aún pueden seducir a ciertas sociedades en determinadas condiciones. De hecho, el comunismo ha escapado de la condena universal que recayó sobre nazismo porque, al contrario que éste, sus buenos deseos no se perciben por sí mismos como condenables. Sin embargo, el comunismo no es buenos deseos, es una ideología que somete esos deseos a una acción política prefijada que se ha demostrado una y otra vez ruinosa y asesina, por lo que debería haber sido proscrito igualmente.

Quizá deberíamos atender más a los principios y menos a las ideologías para, siendo leales a estos, juzgar la acción política por sus resultados. De esta forma la ideología dejaría de ser no ya el verdadero refugio de los canallas, sino esa razón superior indiscutible con la que los políticos ocultan su incompetencia, sectarismo, egoísmo y predisposición a la pereza, a ese hacer como que hacen a través de las palabras y los buenos deseos, al “vótame a mí” porque “estamos con el campo”, “estamos con la gente”, mientras o bien no hacen nada, o bien lo que hacen no admite enmienda.

Foto: totalitarism.

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