Hay grandes debates sociales que siempre pensamos que estarían vivos: ¿Somos de fiar o tiene que ordenarnos la vida el Estado? ¿Tiene la religión un papel más allá del ámbito privado? ¿Qué nos define como sociedad en un mundo globalizado? ¿Qué hacemos con “los otros”? ¿Cómo debemos combinar crecimiento económico y respeto por la naturaleza?

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Pero hay debates que muchos no pensamos que fueran a formar parte de nuestras sociedades, como el de la libertad de expresión, o el del papel de la ciencia. Sí, siempre hay alguien dispuesto a callar al de enfrente. De acuerdo, la ciencia les parece a algunos un juego sin gracia al lado de las grandes revelaciones divinas; o un ejercicio potencialmente anti revolucionario. Pero podíamos entender que vivir con esos extremistas es la parte tediosa de vivir en una sociedad plural, abierta, más o menos libre.

Los profesores que están a la izquierda, según la encuesta realizada por la profesora, no ven la censura en el debate público ni las presiones por ser políticamente correcto. Como ella misma señala, es muy posible que no la vean porque a ellos no les afecta

Pero lo que vemos hoy no provoca tedio, sino inquietud; la inquietud de sentirnos amenazados por cualquiera. Porque, y esta es la novedad, los debates sobre si debe prevalecer o no la libertad para investigar y para comunicar los hallazgos dentro de la ciencia, o para expresar las opiniones propias sobre lo que sea, los plantea una parte muy importante de nuestra sociedad, no un conjunto de inadaptados o extremistas.

Y aquí estamos. Lo hemos hecho tan nuestro que ni siquiera lo llamamos “ideología de cancelación”, sino “cultura de cancelación”, como si censurar al vecino formase parte de nuestro comportamiento social habitual; como si fuera dar las gracias cuando te traen el café, o saludar al vecino en la escalera.

La cancelación es “(Un conjunto de) estrategias realizadas colectivamente por parte de activistas que utilizan presiones sociales para lograr el ostracismo cultural de los objetivos (alguien o algo), acusados de (utilizar) palabras o hechos ofensivos». Es como lo define la profesora Pippa Norris, de la Escuela de Gobernanza Kennedy de Harvard. Norris ha realizado un estudio, Cancel culture, Myth or Reality?, sobre la cuestión, basándose en una encuesta realizada a casi dos millares y medio de profesores, especialistas en ciencia política, de 102 países.

La primera de ellas es que en los departamentos de ciencia política de las Universidades del mundo hay una clara tendencia hacia la izquierda. La autora dice que no ha de tenerse como un sesgo muy relevante, dado que los profesores se definían a sí mismos como moderados, en la mayoría de los casos. Pero teniendo en cuenta que Lenin criticaba a quienes veía a su izquierda y a su derecha en el partido, no veo claro que la auto definición de moderado sea un argumento suficiente para tomarlo al pie de la letra.

Lo nuevo de su estudio es que divide a los países en sociedades pobres y tradicionales, y sociedades ricas, avanzadas y post industriales. Dice que en estas últimas, los profesores de ciencia política tienden a estar a la izquierda (mucho más en los Estados Unidos que en ningún otro país), y que allí quienes denuncian sentirse acosados por la cultura de la cancelación son los profesores conservadores. La mayoría de los cuales, por cierto, también se definen como moderados.

Si esa es la situación en los 23 países que define como post industriales, en los 78 restantes lo que ocurre es exactamente todo lo contrario: son los profesores que se ven más a la izquierda quienes se sienten cohibidos a la hora de expresar sus puntos de vista.

El hallazgo es elegante, de una simetría inversa admirable. Y permite recurrir a cualquier explicación automática de la censura. Por ejemplo, la famosa espiral del silencio de Elisabeth Noelle-Neumann. Y eso hace; exactamente eso. La espiral del silencio es una metáfora elaborada por la politóloga alemana para denotar los mecanismos de control social, según los cuales quienes se ven fuera de la opinión mayoritariamente aceptada recurren al silencio. La situación puede ser tal que el silencio de quienes se ven fuera refuerza la visión de que la opinión mayoritaria realmente lo es, aunque pueda no ser el caso.

Norris dice que, “para evitar el aislamiento social en los campus de las universidades, así como la pérdida de oportunidades profesionales y status, los profesores a la derecha, que tienen ideas tradicionales o conservadoras, sienten presiones para ahormarse a los valores sociales tanto en la Universidad como en un ámbito más amplio de las sociedades post industriales”.

Los profesores que están a la izquierda, según la encuesta realizada por la profesora, no ven la censura en el debate público ni las presiones por ser políticamente correcto. Como ella misma señala, es muy posible que no la vean porque a ellos no les afecta. Sí la denuncian los profesores a la derecha. Pero hay un mayor consenso a la hora de reconocer que no impera la libertad de antes en el ámbito de la investigación.

La investigadora también encuentra que estos profesores se enfrentan a dificultades específicas impuestas por las instituciones en que trabajan, y que les imponen un lenguaje o un comportamiento con los que no están conformes.

Esta última situación va más allá de que ciertas posiciones se impongan como mayoritarias, y que quienes no las mantienen se sientan cohibidos y se autocensuren. Las instituciones asumen un conjunto de normas que cercenan el debate, y colocan a algunos profesores en la disyuntiva de asumir un lenguaje o unas ideas que no comparten, o renunciar a tener posibilidades de progreso académico. De modo que la espiral del silencio no es lo único que explica la incidencia de la cultura de la cancelación en el mundo académico.


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