¡Pánico moral! Tras el debate entre Sánchez y Feijóo, el 23J amenaza con repetir el resultado de las últimas elecciones en España y reproducir un escenario que viene dándose en distintos países donde la derecha obtiene buenos resultados y la ultraderecha resurge. En algunos sitios, a su vez, este fenómeno se solapa con la aparición de candidatos antisistema que irrumpen y son capaces de disputar con los partidos tradicionales.

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Frente a ello, analistas y referentes de las progresías del mundo tratan de encontrar explicaciones que, al eludir toda autocrítica seria, recaen en la presunta manipulación de los medios de comunicación, y/o en la supuesta reacción de unos supuestos privilegiados.

Lo cierto es que la mala administración de los gobiernos socialdemócratas, especialmente en lo económico, puede ser una de las razones del resurgir de la derecha; pero también hay razones más de fondo, a saber, una izquierda que afirma “más Estado” como respuesta compulsiva a todo y que, de repetirse tanto, más que una respuesta parece un ataque de hipo; o la evidente decisión de avanzar con una agenda de minorías que se aleja cada vez más de los intereses de las mayorías trabajadoras que la izquierda solía representar. Sumemos a esto que, en el plano social y cultural, esa misma agenda avanza vertiginosamente imponiendo un clima de asfixia y censura hacia todo aquel que ose al menos poner en cuestión algunos de los principios de la nueva moralidad neopuritana, y tendremos un panorama más o menos preciso del estado de la cuestión.

¿Cómo no va a haber reacción si el Estado se rige por patrones objetivos para determinar nuestra edad, nuestra nacionalidad, la acreditación de nuestros estudios y nuestros niveles de riqueza al momento de pagar impuestos, pero permite que la mera subjetividad alcance para cambiar de género?

Ahora bien, aunque todas estas son razones de fondo, quisiera ir todavía un paso más allá y para ello me serviré de una novela del escritor estadounidense Philip Dick publicada en el año 1956 y cuyo título (The World Jones Made) se tradujo al castellano como El tiempo doblado.

Más allá de mutantes y colonizaciones de otros planetas, algo bastante repetido en la afiebrada mente de Dick, lo interesante de esta novela es que el autor de El hombre en el castillo, la sitúa en el escenario de una posguerra nuclear originada por visiones del mundo en pugna donde cada una decía representar y pelear por la Verdad.

Tras el desastre, las civilizaciones sobrevivientes entendieron que la única salida para construir un mundo nuevo era acabar con ese tipo de ideas y avanzar hacia una cosmovisión relativista, tránsito que describe bastante bien el derrotero de la humanidad hacia la posmodernidad después del año 45.

Lo cierto es que, en El tiempo doblado, el relativismo fue adoptado como política de Estado a partir de una suerte de “libro sagrado” cuyo autor era un tal Hoff. Siguiendo las directivas de este libro que era impartido en las escuelas y que se encontraba presente en todas las casas, ya nadie podía afirmar taxativamente nada.

Con todo, como suele ocurrir cuando la ley es de imposible cumplimiento y es, dejemos agregar, irracional, la gente no la cumple. De hecho, uno de los protagonistas de la novela es un agente de la policía secreta preocupado por identificar a quienes no respetan el relativismo. Justamente, y para pavor del policía, uno de sus interlocutores confiesa: “Todo el mundo viola la ley. Cuando le digo a usted que las aceitunas tienen un gusto terrible, técnicamente estoy violando la ley. Cuando alguien dice que el perro es el mejor amigo del hombre, está haciendo algo ilegal”.

La novela, lateralmente, va dando mensajes que tienen mucha actualidad y que, evidentemente, Dick considera que serían algunas de las consecuencias de un Estado que fomente el relativismo: por ejemplo, en un pasaje, los protagonistas piden heroína de forma completamente legal en un bar; en otra, unos hermafroditas que actuaban en el circo y que eran una suerte de mutantes, cambian de sexo constantemente durante la performance.

Pero lo interesante es que la trama gira cuando en ese mismo circo aparece un tal Jones que tiene la capacidad de ver el futuro hasta un año de distancia. Así, por ejemplo, ve ahora lo que le va a pasar dentro de 6 meses y luego lo vuelve a ver una vez cumplidos los 6 meses. ¿Qué tiene de relevante que aparezca un sujeto con este poder? Justamente, quien conoce el futuro, puede afirmar con certeza algo. En otras palabras, Jones acaba con el ideal del relativismo porque afirma cosas y esas cosas, además, se confirman en la realidad.

Lo interesante es que Dick capta perfectamente bien el sentir de una sociedad en la que nada se puede afirmar y lo que generaría, en este contexto, la irrupción de alguien que hable con la Verdad o, al menos, con una pretensión de ella. Así, en uno de los pasajes del libro se dice: “la gente no quiere conjeturar más; quiere certidumbres. El gobierno está edificado en torno a la ignorancia, a la conjetura. Y como ahora alguien puede saber, el gobierno está pasado de moda”.

De repente todo se precipita: la irrupción de Jones genera una revolución social y política. La gente sale a la calle con pancartas que indican: “Acabemos con el reino tiránico del relativismo”. El gobierno que “estaba pasado de moda” termina cayendo.

Un pueblo harto de conjeturas y de ignorantes que no pueden afirmar nada, harto de que todo pueda ser o no ser, erige en un líder absoluto a la persona capaz de decir que las cosas son de una manera, con todo lo que eso conlleva, naturalmente. Quizás sea para preocuparse, y la novela lo plantea, pero se trata de una reacción natural ante ese orden de cosas.

Digamos, entonces, que la novela de Dick es premonitoria en muchos aspectos, pero sobre todo da en el eje respecto del comportamiento de las mayorías ante gobiernos repletos de ingenieros sociales incapaces de defender una posición coherentemente y que, temerosos de afectar intereses, inventan sus hombres de paja y gobiernan en beneficio propio.

Por lo tanto, si las grandes instituciones que construyeron Occidente deben disolverse en el mundo líquido y posmoderno para aceptar al único gran relato admitido y la única religión posible, esto es, la de la víctima, es natural que haya una reacción; si ya no hay mentira sino solo “cambio de posición”; si sobre todo se puede decir una cosa y al rato decir lo contrario, como sucedió durante la pandemia, donde al desastre objetivo y la incertidumbre propia del caso, se le superponían gobiernos e instituciones mundiales capaces de montar un experimento social de normas cruzadas y contradictorias, también es natural que haya una reacción.

Dicho a la inversa: ¿cómo no va a haber una reacción si se aprueba una ley que pretende defender a las mujeres de las agresiones, pero acaba favoreciendo a los violentos? ¿Cómo no va a haber reacción si el Estado se rige por patrones objetivos para determinar nuestra edad, nuestra nacionalidad, la acreditación de nuestros estudios y nuestros niveles de riqueza al momento de pagar impuestos, pero permite que la mera subjetividad alcance para cambiar de género?

En síntesis, ¿cómo no va a ser el tiempo de las derechas y de los antisistema si la izquierda se volvió relativista y el relativismo es hoy el sistema?

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