“Al inicio crees que será algo pasajero, que cambiará. Dejas que pase el tiempo, procuras no darle mucha importancia, pero las cosas empeoran. Comienzo a ver problemas cuando observo reacciones desproporcionadas, por una tontería hace una montaña y reacciona con gritos y portazos. Primero son agresiones verbales, insultos y humillaciones. Desprecia mi vida, mi trabajo, mis relaciones, en un constante intento de ridiculizarme. Después de las agresiones verbales llegan las físicas”.

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Solo es un testimonio que expresa la realidad de muchos padres y madres maltratados por sus hijos, que permanecen en silencio, lejos de las portadas y el ruido mediático. Parece que este tipo de violencia intrafamiliar no es tan rentable en réditos políticos o económicos como la “violencia de género”, que sí están siempre explícitas en la agenda de los medios. Cuando un hijo levanta la mano o la voz contra sus padres, el hogar se convierte en un infierno, algo muy difícil de aceptar socialmente. De este modo, la violencia filio-parental, la que ejercen los menores contra sus progenitores, padres o abuelos, se oculta y silencia.

Si nos acercamos con mucha cautela a las cifras, los datos de un informe de la Fundación Amigó realizado, según indica esta fundación a partir de datos de la Fiscalía General del Estado, hay trece familias cada día en España que presentan una denuncia contra sus hijos. Durante 2018 se incoaron 4.833 procedimientos a menores por violencia contra sus padres o madres, un 3,6 por ciento más que durante 2017.

Existe un cierto desconcierto entre los profesionales dado el aumento de casos, en los que los menores agresores son más jóvenes, y en los que crece la presencia de niñas maltratadoras

El mismo informe estima que los padres que se atreven a poner una denuncia representan apenas el 15% de los que sufren el problema. Tomando estos datos como prudente referencia, es muy fácil comprender que dar ese paso como padre es muy doloroso, dado la experiencia que conlleva, que carga con el estigma de la culpa, lo que conduce a que son muy pocos los progenitores y abuelos maltratados, que abren una denuncia contra sus menores.

La violencia filio-parental como hecho complejo

La violencia es compleja en su propia realidad y en sus causas. No se puede simplificar, cada caso es una historia diferente, y cada caso obedece a diferentes motivos. La violencia filio-parental no se define por episodios puntuales de conflicto en la relación paterno filial, ni por ataques esporádicos con el humor alterado. María José Ridaura, psicóloga de la Fundación Amigó y directora del centro de menores Cabanyal de Valencia, señala que la violencia filio-parental es el conjunto de conductas reiteradas de violencia física, psicológica o económica dirigida principalmente a los padres o a las madres o a otros miembros de la unidad familiar que ocupen su lugar, como puede ser un tutor o un abuelo».

Existe un cierto desconcierto entre los profesionales dado el aumento de casos, en los que los menores agresores son más jóvenes, y en los que crece la presencia de niñas maltratadoras, aunque el patrón más frecuente es el de un agresor menor que pega a la madre. Cuando se pregunta a los psiquiatras y a los padres sobre estos comportamientos uno de los motivos más evidentes es una mala praxis educativa, que despliega un amplio abanico. Con importantes dosis de sobreprotección, a veces autoritarismo o de incoherencia interna entre la educación del padre y la madre, unos más condescendiente y permisivo, y otros más estrictos. Coinciden estos profesionales en la necesidad de utilizar el mayor equilibrio posible entre la disciplina y el afecto. En cualquier caso, reclaman la necesidad de la presencia de los padres en el crecimiento de sus hijos.

El complejo de Peter Pan

El componente multicausal de estos comportamientos apelan a factores individuales como perfiles con baja autoestima, alta impulsividad, dificultades para expresar y controlar emociones. Otros son familiares con un estilo educativo permisivo y extremado miedo a frustrar a los hijos. Así como otros factores relacionados con la escuela, en los que diferentes estudios (Cottrell, 2004; Gallagher, 2004; Romero et al, 2005; Pagani, Larocque, Vitaro y Tremblay 2003; Pereira, Calvo y Bibalo 2017)), aprecian un choque entre escuela y familia que se traduce en dificultades de aprendizaje, elevado absentismo escolar y falta de adaptación.

Estos motivos tienen su caladero en el infantilismo social (padres más colegas que padres), modelos sociales que exhiben los medios, en los que el éxito es signo de popularidad, la banalización de la violencia excusa narrativa, y con la gratificación inmediata y las emociones baratas, que se venden a precio de saldo. El narcisismo no es un atributo solo personal e individual, tiene un notable componente social.

De este modo, las tendencias que marcan las redes sociales en la búsqueda del “me gusta”, la caterva de formatos y subformatos del reality show televisivo, construyen la fantasía del éxito ilimitado, que exigen una admiración creciente y ubicua. Lo que suma, a la ausencia de límites en la familia, porque en muchos casos sus padres están ausentes, el desprecio social a la autoridad en la escuela, y la presión de los iguales motivada por los modelos mediáticos, son ingredientes que conforman el hábitat cultural y de valores de los menores.

El terreno queda muy bien abonado a la crispación, polarización ideológica, así como la tempestad irracional que inunda las redes sociales, lo que facilita la aparición de ejércitos de coach y talleres exprés de “mindfulness”, que se empeñan en “dar la solución” desde fuera, cuando lo necesario es un ejercicio de introspección y de interiorización. La libertad individual no es un regalo, la confianza en sí mismo nadie la regala, los actos siempre tienen consecuencias en uno mismo y en los que nos rodean.

El célebre “complejo de Peter Pan” fue en la década de los ochenta un original título de Dan Kiley, que subtituló su publicación como “los hombres que nunca crecieron”. Un síndrome que caracterizó en seis escenarios: irresponsabilidad, ansiedad, soledad, conflictos relativos al rol sexual masculino, narcisismo y machismo. Es fácil reconocer cada uno de estos lugares en el panorama social, cultural y educativo existente.

El término “complejo” se recoge de la literatura científica de K. Yung, cuando describe en su vasta obra “Los arquetipos y lo inconsciente colectivo”, los complejos como experiencias de la infancia con un notable componente emocional, que producen trastornos posteriores a lo largo de la vida del sujeto. De modo que podríamos indicar que este perfil psicológico presenta jóvenes y adolescentes de variada edad, que se sienten inadaptados socialmente. Esta experiencia la compensan con la preocupación y ocupación en sí mismos, en la exaltación de su ego, cuidado de su imagen y afán de autorrealización, acompañado de un terrible miedo al compromiso.

Este síndrome aplicado al sujeto como tal, hoy parece haber adquirido una dimensión social. Un proyecto de pareja con otra persona, la asunción de unos padres mayores o enfermos, la planificación de una familia exhiben este pánico al compromiso y a la libertad de asumir sus responsabilidades. La afirmación y reafirmación de sí mismos excluye cualquier reconocimiento de los demás, de valores como la reciprocidad y el compromiso.

Joseph Campbell, en su célebre “Las mil caras de un héroe” despliega desde diferentes ángulos culturales, tanto orientales como occidentales, el trayecto del héroe, complejo en su reconocimiento. Con “Diosas. Misterio de lo divino femenino”, retrata a ese joven ya iniciado que “mira en el interior de un cuenco de metal, como quien se mira en el espejo, mientras a su espalda un asistente sostiene la máscara de un anciano feo y lleno de arrugas. La concavidad del cuenco se ha estudiado y se ha llegado a la conclusión de que si alguien se observase en su interior desde esa posición, no vería su cara, sino la máscara que sostienen a su espalda”.

Es una historia que describe Andrés Ibáñez en “A través del espejo”, un conjunto de relatos que tienen como denominador común el espejo. Si abrimos el inmenso legado de Jorge Luis Borges también nos encontramos cuentos y poemas con espejo. En una ansiosa búsqueda del deseo de mirar el propio rostro, algo que le estuvo prohibido a Borges porque era ciego, aunque también buscaba mirarse a sí mismo.

Foto: Gianfranco Grenar


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