El Estado moderno surge en Europa como una institución capaz de proteger a todos frente a la insolencia de cualquiera, frente a la violencia y el miedo común a los desastres y la guerra. En las democracias representativas esa protección adquiere fundamentalmente una forma de ley y, a medida que las situaciones conflictivas se extienden y complican, las leyes tienden a convertirse en una maraña en la que, sobre todo por inadvertencia, se quedan prendidas muchas víctimas inocentes. Así sucede con las regulaciones que es casi imposible que no perjudiquen a terceros, especialmente cuando tratan, y lo hacen de manera habitual, de proteger intereses sólidamente establecidos.
Frente a esos “fallos del Estado” (tan frecuentes como los consabidos “fallos del mercado”) apenas cabe otro recurso que el activismo de los perjudicados o, en forma de previsión, el “lobby” de los más precavidos, puesto que las instituciones (parlamentos, gobiernos y administraciones) que establecen los marcos normativos pueden equivocarse con frecuencia, porque no poseen toda la información relevante, no son infalibles, y tampoco son capaces de predecir el futuro.
El activismo contemporáneo es fruto, sobre todo, de la queja de los administrados frente a las imprevisiones, fallos e incompetencias de los reguladores. Muy conscientes de que esa necesidad de hacerse notar, de reclamar por los daños sufridos, tiene que hacerse presente de manera pacífica, los legisladores han reconocido, generalmente con gran amplitud de miras, el derecho de huelga, es decir la legitimidad moral y política de negarse a seguir siendo una pieza funcional del engranaje social, empresarial o de cualquier otro tipo, cuando los afectados consideren que el reparto de cargas y beneficios que les afecta está excesivamente desequilibrado.
¿Qué hace posible que los activistas interrumpan de manera violenta el normal funcionamiento de las instituciones y los servicios?
El problema que plantea el activismo y las huelgas es muy fácil de describir: un determinado colectivo no está dispuesto a seguir funcionando bajo un régimen que considera injusto o vejatorio y trata de imponer un cambio favorable para lo que recurre a interrumpir el orden normal, lo establecido. Para ello se manifiesta, deja de trabajar, ocupa las calles, y, según los casos, ejerce un tipo de acciones violentas e intimidatorias que nunca tienen en cuenta el daño que se infiere a terceros enteramente ajenos al conflicto.
La teoría dice que todo ese activismo es legítimo, que no se puede prohibir. Es una teoría correcta, desde luego, especialmente si el daño que se inflige al conjunto de la sociedad y, en especial, a los individuos a los que les afecta de manera más directa, no es irreparable ni absurdamente desproporcionado. Ahora bien, ¿cómo se calcula ese daño? Dicho de otra manera, ¿qué hace posible que los activistas interrumpan de manera violenta el normal funcionamiento de las instituciones y los servicios?
El cálculo del daño solo es posible cuando el interés de los activistas se dirige contra intereses perfectamente organizados (por ejemplo, en España, las actuales huelgas de los taxistas actúan contra el interés del sector VTC), pero es literalmente incalculable cuando los afectados no forman un conjunto definido, y esa ignorancia del daño es, precisamente, lo que hace tolerable el activismo. Lo que ocurre es que en el conjunto social funciona de manera tácita una especie de regla del “hoy por ti mañana por mí”, de manera que los ciudadanos soportan los daños que les afectan, calculando que en otro momento ese tipo de movilizaciones pueda redundar en su beneficio, suponiendo, por ejemplo, que toda defensa de intereses sindicales puede resultarles a la larga beneficiosa, o razonamientos similares.
En esa actitud se esconde un viejo prejuicio socialista, en el sentido más estricto del término: la suposición de que existen reformas sin coste alguno, o, dicho de otra manera, la creencia de que existe un fondo inagotable de mejoras sociales que no se actualizan en virtud de la mera perversidad de alguien, o del inextinguible egoísmo de los ricos. Esta creencia ha sido, sin duda alguna, un importante motor de los cambios sociales de los últimos ciento cincuenta años y ha conducido, nunca por si sola, sin embargo, a mejoras efectivas del nivel medio de vida. La pregunta que hay que hacer ahora es la siguiente: ¿se puede seguir sosteniendo esa creencia cuando las movilizaciones se enfrentan a cambios tecnológicos decisivos? La izquierda radical seguirá viendo, imperturbable, que detrás de esos cambios se encuentra el interés y la avaricia del capital, pero, ¿es razonable seguir aceptando esa clase de explicaciones? Me temo que no.
La simplicidad y agilidad de esas nuevas tecnologías ha dejado en evidencia a un sistema basado en paradas fijas, paseo por la calle y teléfono con centralita y dudosa respuesta
Veamos el conflicto que actualmente afecta al sector del taxi en España, y, de alguna manera, en todo el mundo. Siempre ha habido VTC y el taxi había convivido con ese servicio sin problema alguno. La novedad radical que ahora ha cambiado la situación no es, esencialmente, de carácter empresarial, sino tecnológica: el hecho de que se pueda relacionar con eficacia y rapidez mediante una sencilla aplicación de móvil un universo de coches con chófer y un universo de personas que necesitan ese servicio. La simplicidad y agilidad de esas nuevas tecnologías ha dejado en evidencia a un sistema basado en paradas fijas, paseo por la calle y teléfono con centralita y dudosa respuesta. Desde el punto de vista de numerosísimos clientes, la alternativa no ofrece dudas, porque supone una alternativa bastante más eficaz al sistema del taxi tradicional.
En este caso, pues, la huelga del taxi perjudica notablemente a los usuarios, pero no porque no puedan coger un taxi estos días, aunque también eso ocurra, sino porque la movilización pretende impedir que los clientes puedan usar medios alternativos que consideren mejores. Desde este punto de vista, el conflicto es enteramente descarado e impopular y se presta a comparaciones muy odiosas y negativas para los taxistas. En el fondo estamos ante un caso más en el que las tecnologías permiten desbordar el marco regulatorio y en el que los taxistas no han andado listos a la hora de ponerse al día. Les pasa lo que le habría pasado a Telefónica si no hubiese desarrollado la telefonía móvil y pretendiese que las administraciones obligasen a los usuarios a seguir haciendo un determinado tipo de llamadas desde terminales de pared.
Los taxistas son víctimas de un despiste profesional y tecnológico, despiste no disculpable porque son varios los profesionales del sector que se han pasado al VTC, pero, sobre todo, son víctimas de su absurda confianza en la capacidad de las administraciones para proteger sus intereses y de su esperanza en que el miedo de los políticos a enfrentarse a una fuerza tan viral y organizada como la suya les otorgue una victoria con cartas marcadas, como ha sucedido en Cataluña.
No se sabe cómo acabará este asunto, pero si los taxistas piensan que se puede detener el impacto tecnológico, aciertan solo a medias. El impacto tecnológico se puede aminorar, y solo basta comparar muchas ciudades europeas, con las urbes más avanzadas como Singapur, Austin, San Francisco o Shanghái, pero a la larga se acabará imponiendo, un retraso que conlleva costes, por supuesto.
Es desesperantemente incauto pensar que siempre habrá un poder benévolo con los taxistas
Las formas de movilidad urbana están cambiando por todas partes, y van a seguir haciéndolo. Es desesperantemente incauto pensar que siempre habrá un poder benévolo con los taxistas o que podrán ganar una guerra más o menos incruenta contra el resto del mundo si se dejan guiar por uno de esos asaltantes de cielos que ahora les inspiran.
El activismo es engañoso, sobre todo, porque al fortalecer los lazos grupales con los afectados, aminora cualquier capacidad de análisis ya que nos importa más el reconocimiento del grupo social que la verdad que viene de fuera, aunque esa verdad se suela encontrar en la forma más amarga cada final de jornada, al regresar a casa con las manos vacías. Estamos entrando en una época en que la diversidad y la intensidad de los cambios sociales empuja hacia soluciones escasamente compatibles con la democracia liberal, y todo activismo exaltado lo es, porque, como decía Marañón, que era un buen cliente del gremio, “Ser liberal es, primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo; segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios”. Eso, además, es ser inteligente.