La presentación de un conjunto de anticipaciones sobre el futuro hacia 2050 me ha traído a la mente la extraña relación que parece mantener Pedro Sánchez con cualquier tiempo no presente e, indirectamente, el recuerdo de una obra teatral de J. B. Priestley “El tiempo y los Conway” estrenada en 1937 que reflexiona sobre el carácter corrosivo del tiempo, sobre la extraña erosión que suele traer respecto de ilusiones y fantasías. En el inicio de la obra de Priestley asistimos a un momento de ensoñaciones y, en un segundo acto, al contraste entre el futuro, que la ficción permite hacer real, y lo imaginado para volver después al momento presente y atisbar cómo ese futuro tan distinto al soñado está ya actuando. Los que no hayan visto o leído la obra me agradecerán el consejo si le dedican el tiempo que merece.
Lo que el arte dramático permite nos está vedado en la realidad, pero parece razonable sospechar que la mayoría de las personas que llevan a sus espaldas un largo pasado no se reconocen en lo que imaginaron de jóvenes. Esa es una experiencia muy común de la vida humana, su carácter imprevisible, su fugacidad. Si a eso añadimos la certeza de los errores, a veces casi cómicos, que han venido cometiendo los profetas de hogaño (mi ejemplo preferido es el de Paul Ehrlich que escribió en 1968 The Population Bomb prediciendo una hambruna masiva que tendría lugar durante los años 70 y 80 del pasado siglo a causa del crecimiento de la población) debiera estar claro que pensar el futuro es un oficio de excesivo riesgo, lo que no quiere decir que sea por completo dispensable, entre otras cosas porque cabe pensar que incluso las exageraciones podrían tener efectos moderadores, lo que no deja de ser curioso cuando se trata de puros disparates como el de Ehrlich.
Tanta ambición y largura de miras choca con frecuencia con diversas especies de mezquindad, pero eso no le importa a quien ha sabido pasar de un gobierno bonito a un gobierno que le quitaría el sueño, a base de sacrificio personal, porque él supo ver que esa sería la única vía capaz de llevarnos a un gobierno en la vanguardia del progreso
Como vivimos tiempos en que predomina un ambiente milenarista, en el que decenas de expertos nos amenazan casi de continuo con muy diversas penalidades, se hace necesario tratar de defenderse de esos maleficios y así ha nacido la disciplina, un tanto religiosa, de la sostenibilidad, la presunción de que podemos encontrar una manera de continuar que sea capaz de evitar las peores pesadillas con que se nos amenaza. En general, las previsiones que tienden a ser pesimistas han incurrido en un defecto común que es el de no saber integrar los progresos que son, en efecto, tan imprevisibles como probables.
Este es el bien intencionado marco en el que la Moncloa ha tratado de irrumpir con un volumen de casi setecientas páginas de muy diversos expertos (& expertas of course), según se nos muestra en los índices, y un prólogo estupendo de puño y letra del señor presidente del gobierno, ya me entienden. Supongo que puede resultar un texto de interés para diversos especialistas, más allá de las lecturas que vienen haciendo los periodistas y resumidores, de forma que no cabe desdeñar el empeño, aunque sea evidente que tan hercúleo trabajo debiera haberse encomendado a una institución más académica y neutral que las covachuelas del famoso Iván.
No se puede reprochar al presidente que se preocupe del futuro, pero lo que me llama la atención es que Sánchez parece habitualmente más dispuesto a enfrentarse con el pasado y a especular con el futuro que a distraerse con las cosas del día, con el precio de los garbanzos que tanto le interesaba a Fraga.
Su aproximación al presente se vehicula, de manera habitual, a través de grandes palabras, en su discurso no caben las fruslerías, pues el presidente es un tipo dotado no solo para la épica, sino para la más solemne oratoria. Esas mismas palabras son las que le permiten trastear con lo inmodificable del pasado y lo indescifrable del futuro. El presidente aborda el pasado con voluntad decidida de reforma, cree en su capacidad para rectificarlo desmintiendo el mito de que lo pasado, como todo lo muerto, es inalterable. Piénsese, por ejemplo, en su empeño en resignificar, como ahora se dice, el conocido como Valle de los Caídos extrayendo con extremada pulcritud a Franco de su sepulcro y culminando así una tarea que él ha reputado como histórica. Al presidente no parece importarle que ese gesto le haya resultado por completo indiferente a la inmensa mayoría de ciudadanos, y no le importa porque cree que nuestro pasado le está esperando para ser reformado y, tacita a tacita, se ha propuesto corregirlo y homologarlo. No se crea que hablo a humo de pajas, ahí está, por ejemplo, el proyecto de corregir la gramática del Diccionario de la lengua española desde una perspectiva de género, algo, sin duda tan largo como inaplazable.
Cyril Connolly escribió que el pasado es la única cosa muerta que sabe dulce, y eso es lo que Sánchez trata de hacer con el pasado, y con el futuro, endulzarnos la vida, hacer que olvidemos las anecdóticas dificultades de cada día y sepamos abrirnos a horizontes de liderazgo, grandeza y éxtasis. Este gobierno no legisla, por ejemplo, para arreglar nada, sino para lograr el pasmo del universo mundo, como, según asegura la ministra del ramo, se ha conseguido con la legislación sobre los riders, que está dejando al universo boquiabierto.
Claro es que tanta ambición y largura de miras choca con frecuencia con diversas especies de mezquindad, pero eso no le importa a quien ha sabido pasar de un gobierno bonito a un gobierno que le quitaría el sueño, a base de sacrificio personal, porque él supo ver que esa sería la única vía capaz de llevarnos a un gobierno en la vanguardia del progreso en la sostenibilidad, la previsión y en la anticipación de todas las reformas que se le puedan ocurrir a cualquier alma bella en oficio de biempensante. Ya las ha hecho sobre el papel, más paciente que la realidad del día porque todo lo aguanta, pero no les quepa duda de que, si la cosa se tuerce, sabrá sacar otro conejo de la chistera porque, a Dios gracias, parece que en la Moncloa no faltan ilusionistas.