Cuando se puedan empezar a leer estas líneas es posible que ya se sepa si Biden ha derrotado a Trump, aunque Trump no se le crea, pero lo interesante es que el trumpismo puede no haberse terminado. Para ver qué puede ser el trumpismo, convendría examinar el asunto en un doble frente, ex datis y ex conceptis, con perdón. Empezaremos con los datos, porque son impactantes: a pesar del Covid, Trump ha tenido 5 millones de votos más que en 2016, con un 48% del voto popular (es el tercer candidato más votado en la historia de su país). Una parte muy importante de los electores, también negros e hispanos, en especial cubanos, piensan que su gestión mejoró la economía y que viven mejor, algunos creen incluso que gestionó bien la pandemia. Todo esto autoriza a pensar que, aunque pierda, Trump va a intentar controlar el partido republicano, de forma que el trumpismo podría tener larga vida.
Para valorar el trumpismo a partir de ideas políticas, habría que partir de que nadie como él ha dividido tanto a la sociedad norteamericana, hasta el punto de que un mal candidato como Biden ha obtenido el mayor número de votos de la historia, tanto en porcentaje como en cifras absolutas. Es más que probable que Trump no respete la tradición de reconocer con elegancia haber sido derrotado, y por supuesto, se va a dedicar a poner a Biden y a Harris como chupa de dómine, cosa que ningún presidente ha hecho nunca con su sucesor, entre otras cosas porque nadie ha tenido la legión de hooligans que tiene Trump. Es decir, todo parece indicar que el trumpismo es una especie política que menosprecia valores básicos de las democracias (ecuanimidad, respeto a las instituciones, a la ley y a la libertad de opinión, etc.) y que es un partidario feroz de cualquier ley del embudo.
A Trump se le reprocha, con razón, sus amistades peligrosas, pero aquí tenemos a gente que ha trabajado para Maduro decidiendo nuestro futuro y a tipos monederos que gritan más que hablar para enseñarnos a los ignorantes las verdades de la verdadera democracia, que es la de Cuba, Venezuela, Corea del norte, y, ya puestos, hasta la de Irán
¿Y qué tiene que ver todo esto con España? Pues en mi opinión, aquí tenemos una especie de trumpismo dividido, con la salvedad de que ninguna de sus cabezas más visibles, que ahora mencionaré llega, ni de muy lejos, a tener el volumen de seguidores del trumpismo verdadero, que es el de los EEUU.
En España, el trumpismo material y de fondo, el que se caracteriza porque la democracia vale si ganan los míos y, si no, no vale nada, es mucho más fuerte en la izquierda que en la derecha, mientras que el trumpismo caracterizado por las baladronadas y el gusto por lo extremoso sí tiene asiento en sectores muy a la derecha y muy a la izquierda.
Muchos de los españoles que han visto en Trump al mismísimo diablo, no caen en la cuenta de que el tipo de atentados a la democracia que ha perpetrado se corresponde bastante bien con los que aquí propugna una buena parte de las izquierdas. ¿Alguien duda de que Trump habría hecho, si hubiere podido, una reforma del poder judicial para aproximarlo a su mayoría política, de que habría prohibido la enseñanza del español donde le conviniere, de que habría declarado un estado de alarma sin control de las cámaras, o de que habría montado una agencia en la Casa Blanca para «luchar contra la desinformación» y colocar a modo sus versiones alternativas a cualquier verdad? Trump, de hecho, ha indultado a sus amigos condenados tras juicio justo, como algunos pretenden hacer aquí, ha visto con simpatía a grupos radicales armados, como se hace por aquí, pero no ha llegado a sustituir a los parlamentarios por enviados de la Casa Blanca cuando se trata de discutir asuntos que competen al legislativo, como en la mencionada elección de los miembros del CGPJ.
A Trump se le reprocha, con razón, sus amistades peligrosas, pero aquí tenemos a gente que ha trabajado para Maduro decidiendo nuestro futuro y a tipos monederos que gritan más que hablar para enseñarnos a los ignorantes las verdades de la verdadera democracia, que es la de Cuba, Venezuela, Corea del norte, y, ya puestos, hasta la de Irán. Nuestros antitrumpistas se escandalizan a hora y a deshora de los muertos por la pandemia en EEUU, sin caer en el detalle, de que, a día de hoy, y en muertos por millón (727) están por debajo de España (823) y eso sin reparar que nuestra contabilidad oficial está muy bajo sospecha. El jefe médico de la lucha en EEUU contra la pandemia, el Dr. Fauci, se ha enfrentado en numerosas ocasiones a Trump y a la Casa Blanca, siempre que desde allí se han dicho tonterías, pero todavía estoy esperando a que el tal Simón diga algo que pueda molestar a Moncloa, a Illa o a su delicuescente equipo de científicos.
El presidente del gobierno español es, desde luego, mucho más correcto que Trump, y eso es de agradecer, pero Trump no ha tenido que fingir ser doctor, ni se ha atrevido a decir que había vencido al virus, aunque, sin duda, ha dicho muchas tonterías, pero no esa, que es la más gorda. Como ha escrito Andrés Trapiello está haciendo abuso de los esdrújulos con cuantas palabras puede (sólidaridad, réparación, cómprometer, résponsabilidad, tránsversal, périmetrar) tal vez porque sus recursos oratorios no le permiten otros vuelos, pero su trumpismo no es tremendista sino de fondo, le importa una higa saltarse la literalidad de las leyes o los límites del presupuesto porque sabe muy bien que el Parlamento no le va a revocar, porque la mayoría Frankestein está encantada de conocerse y no se ha visto en otra igual en su vida. A él le va muy bien con esto y es muy generoso con sus colaboradores (su gasto en asesores bate récords casi cada día) y lo bastante cuco como para saber que en España no acaba de tener éxito lo que los asturianos llamamos ser grandón o hacerse el grandón. Es la hormiguita hacendosa que barre todos los días para adentro, que tiene más ministros que nadie y está dispuesto a hacer lo que sea para seguir en Moncloa cuanto convenga, como Trump con la Casa Blanca, así que no duda en ponerle el altavoz al trumpismo gestual de cierta derecha para que los electores, como en la famosa escena de Los Hermanos Marx en las carreras, sepan lo miserables que son esos tipos tan exagerados.
Un apunte más, lo que ha caracterizado a Trump ha sido enfrentarse a los problemas no para tratar de resolverlos sino para convertirlos en escabel de su fama y de su poder político. No le ha interesado la paz social, sino el conflicto, no ha querido apaciguar sino exacerbar, no ha querido escuchar, sino hablar sin parar, no ha estudiado nada distinto a la manera de tensionar la convivencia. Desde mi punto de vista, esa estrategia, el cuanto peor mejor, es típica de revolucionarios y Trump la ha convertido, por desgracia, en un signo de su acción política. Como es sabido, no le ha seguido todo su partido, pero sí la mayoría, y ese espíritu de guerra cultural, se ha contagiado todavía más a la izquierda del partido demócrata que se había dejado arrastrar por el extremismo intelectual (political correctness, critical race theory, etc.) y que deberá pensar si le va a convenir continuar en ese campo de juego. Lo que es indiscutible es que no resulta edificante ver a tifossi de ambos partidos gritando “con Rivera no” a las puertas de los colegios electorales. Si la política tiene que ver algo, como creo, con el arte de impedir la guerra, Trump ha sido un político lamentable, por muchos que hayan sido sus aciertos. Y hablando de guerra, aquí disfrutamos del espectáculo de que los mismos que nos dicen, y no les falta alguna razón, que hay que pasar página sobre los crímenes de ETA, que son de ayer, nos recuerdan lo necesario que es revisar los cometidos en la guerra civil, que ya es cosa de bisabuelos.