Una vez que las ideologías han perdido vigencia, los políticos del mundo desarrollado han ido trasladando las viejas luchas ideológicas al terreno cultural, un terreno que pertenece al ámbito privado de las personas y resulta bastante resbaladizo.

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Como explicaba el sociólogo Donald Black, «la cultura es un juego de suma cero», y rara vez sus conflictos pueden resolverse mediante el compromiso entre las partes porque las discrepancias culturales generan reacciones aún más viscerales que las disputas ideológicas. La politización de la cultura tiende a plantear problemas que es imposible resolver mediante el acuerdo. En consecuencia, una vez las disputas ideológicas se han ido trasladando al terreno cultural y, desde ahí, al ámbito íntimo de las personas, los acuerdos se han ido volviendo imposibles.

Las personas, aun a disgusto, pueden, adaptarse a una subida de impuestos, a un incremento de la burocracia o al exceso regulatorio, pero difícilmente aceptarán la liquidación por vía legislativa de sus convicciones íntimas

Los conflictos sobre las prestaciones y costes del Estado de bienestar, con su inevitable traslación a las políticas tributarias, o la regulación del mercado, por ejemplo, suelen solventarse, para bien o para mal, mediante un cierto pragmatismo. Sin embargo, los conflictos sobre la soberanía nacional; la promoción, mediante nueva legislación, de unos modelos de familia en perjuicio, de facto, de otros; el matrimonio homosexual; el aborto libre sin contemplar el derecho a la objeción de conciencia; o la “libertad” de elección de género, vituperando cualquier condicionante biológico, por poner sólo algunos ejemplos, generan en la sociedad tensiones y desacuerdos insuperables. La razón es que estos cambios llevados a cabo mediante la capacidad coercitiva del Estado afectan a valores y cuestiones morales que, se quiera o no, trascienden el orden meramente administrativo. Las personas, aun a disgusto, pueden, adaptarse a una subida de impuestos, a un incremento de la burocracia o al exceso regulatorio, pero difícilmente aceptarán la liquidación por vía legislativa de sus convicciones íntimas.

Evolución social por coacción

Esto no quiere decir que el marco de entendimiento común de una sociedad deba ser inmutable. Todo es susceptible de evolucionar, incluso las tradiciones más arraigadas. Pero pensar que el orden social es una construcción artificial y que, por tanto, su transformación puede ser dirigida desde el poder del Estado por un puñado de políticos, tecnócratas y expertos, es un error que tiene consecuencias, entre ellas, la polarización, que tan de moda está citar en estos días como si fuera un mal sobrevenido de forma misteriosa. Las instituciones eficaces se distinguen de las ineficaces, más que por un acertado diseño, porque son coherentes con la sociedad y no la confrontan; es decir, no son instrumentos al servicio de un puñado de expertos, sino la plasmación razonable de la laboriosa y compleja interacción a lo largo del tiempo entre los sujetos que conforman la sociedad.

Esto no quita que hasta la reforma más prudente genere tensión. La relación entre tradición y nuevos conocimientos siempre ha sido una relación complicada. Ya en la antigua Atenas, el choque entre la doxa (creencia u opinión) y la episteme (nuevo conocimiento) dio lugar a encendidos debates. Y aunque, después, en la Roma imperial o, más tarde, en la Europa medieval, primó la tradición, esta tensión siempre ha permanecido.

Lo que emergió en los 60 no fue una cultura alternativa sino una contracultura, una reacción que resultó extremadamente eficaz socavando las viejas instituciones, pero que pronto se demostró incapaz de proporcionar una alternativa mínimamente inteligible, lógica y racional

Con la llegada de la modernidad, y especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, la tensión entre la autoridad de la tradición y nuevas maneras de legitimación alcanzó un punto álgido. Las viejas convenciones que proporcionaban un marco común de entendimiento perdieron su vigencia súbitamente con la transición de una generación a otra. Pero, lamentablemente, su red de significado común no fuere reemplazada por un sistema equivalente, no tuvo lugar lo que podríamos llamar un círculo virtuoso de la Cultura. Lo que emergió en los 60 no fue una cultura alternativa o evolucionada, sino una contracultura, una reacción que resultó extremadamente eficaz socavando las viejas convenciones, pero que pronto se demostró incapaz de proporcionar una alternativa inteligible, lógica y acorde con la realidad.

El salto al vacío

Durante la década de 1960, a pesar de la prosperidad económica y del progreso tecnológico, las sociedades occidentales parecieron haber perdido los recursos morales con los que legitimarse. La expresión de la autoridad en todas sus formas quedó expuesta a una abrumadora contestación. El problema no consistía en que una forma determinada de autoridad estuviera siendo cuestionada, era mucho más grave: la autoridad, como concepto, había entrado en crisis. De ahí que diferentes autores consideren, como apunta Dante Augusto Palma en esta pieza, que el 68 no fue una revolución contra los patrones sino contra los padres.

Ya, en los años 50, Hannah Arendt advirtió que la autoridad se había convertido «casi en una causa perdida». Y señaló que esta trasformación se estaba traduciendo en una pérdida de “autoridad de los padres sobre los hijos, de los maestros sobre los alumnos y, en general, de los mayores sobre los jóvenes”. El concepto de autoridad, que no autoritarismo, según el cual el padre y la madre eran el pilar familiar; los abuelos, por su experiencia, los consejeros; el maestro, por sus conocimientos, el guía; el médico, por su ciencia y humanidad, un referente, empezó a desvanecerse y a ser suplantado por las ocurrencias de los expertos y la voracidad de los políticos-tecnócratas, siempre dispuestos a extender la jurisdicción de su poder.

En efecto, a mediados del siglo XX el equilibrio entre tradición y nuevo conocimiento quebró de forma abrupta. Sucedió lo impensable: las sociedades occidentales rompieron por completo con su tradición, con su pasado. Como Robert Nisbet señaló, la revuelta contra la autoridad había sobrepasado el punto de no retorno.

Sin embargo, las élites dirigentes, lejos de afrontar la gravedad de la crisis, trasladaron la responsabilidad del conflicto a aquellas personas que insistían en conservar sus valores y se negaban a someterse a los dictados de los expertos. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, y por culpa de la amarga experiencia del nazismo, esta desconfianza hacia el ciudadano como sujeto autónomo capaz de tomar sus propias decisiones se vio reforzada. Las élites identificaron la resistencia al cambio y el apego a las tradiciones y las costumbres con un comportamiento patológico. La imagen del ciudadano poco confiable e irracional, fácilmente manipulable por un Führer, les obsesionaba.

Hubo que esperar a la década de 1990 para que Christopher Lasch llamara la atención sobre la creciente aversión de la clase dirigente hacia cualquier expresión que considerara populista. Lasch observó que, mientras antiguamente los liberales progresistas se habían preocupado por el declive de la participación popular en la política, ahora parecían ver ese desinterés como una buena noticia. Y se dedicaron a imponer una ideología cultural orientada a deslegitimar las costumbres y preferencias del ciudadano común. El desdén de Platón por el demos y su defensa del sabio-gobernante reapareció con fuerza en unas élites convencidas de que las personas corrientes rara vez sabían lo que les convenía. Y se estableció la idea de la «ignorancia de la multitud».

¿Poder o caos?

La ruptura con el pasado, la devaluación moral del concepto de Nación y su conversión a mero Estado administrativo, la separación entre comunidad y Administración, donde la segunda podía imponer identidades de grupo discrecionalmente a la primera, y la beligerancia contra la tradición se sustanciaron en un proyecto integral de reeducación y dictadura blanda, con rostro amable, que daría lugar a un conflicto generalizado: lo que algunos denominan «guerra cultural» y cuya consecuencia más evidente es la polarización social. Lo anticipó en los años 70 Daniel Patrick Moynihan, que había servido a tres presidentes norteamericanos, cuando apuntó que «las locas ambiciones de los 60 traerían consigo caos, arrepentimiento y amargura».

En este afán de promover una nueva visión del mundo, políticos, expertos e intelectuales han terminado imponiendo un esquema amigo-enemigo que ha polarizado a la opinión pública

En este afán de promover su visión del mundo, políticos, expertos, activistas e intelectuales han terminado implantando un esquema amigo-enemigo que, en efecto, ha fracturado a la sociedad: el sujeto que se opone a este statu quo ya no es considerado como un simple adversario, sino como el enemigo. Frente a esta actitud, algunos reaccionan con vehemencia, oponiendo una disidencia de dirección única que, para ser efectiva, aspira a sustanciarse a su vez en acción legislativa. De esta forma, en vez de expulsar al Estado del ámbito íntimo de las personas, se retroalimenta su extralimitación, aunque con la polaridad cambiada, y la fractura social se convierte en una profecía autocumplida.

Parece evidente que el ámbito privado de las personas está desapareciendo por la vía de una acción legislativa fuera de cualquier control que no deja absolutamente nada por intervenir, ya sean las relaciones sexuales, los hábitos de consumo, las costumbres y aficiones, el modelo de familia, la jerarquía padres e hijos, la moral social, etc. La compleja red de lazos que vertebra la sociedad se rompe, y la interdependencia entre personas, basada en un marco común de entendimiento y una jerarquía, da paso a una intensa dependencia del Estado y sus políticas.

Este desplazamiento implica un cambio crítico: el fin del principio de autoridad que anidaba en la sociedad y su sustitución por el autoritarismo paternalista aparentemente ilustrado, que en realidad es arbitrario y está a expensas de numerosos grupos de interés. Un horizonte de pérdida de libertad que Nisbet vaticinó cuando dijo: “Algunos piensan que el deterioro de la autoridad abrirá una nueva era de mayor libertad individual. Otros creen, por el contrario, que conducirá a la anarquía social. Yo diría más bien que el vació dejado por la autoridad será llenado por un ascenso irresistible del Poder”.

Sin embargo, Nisbet no advirtió un peligro aún mayor que el ascenso irresistible del Poder, quizá porque permanecía oculto en el punto ciego de la llamada guerra cultural. Ese peligro es una sociedad sometida a políticas cada vez más inconsistentes, erráticas y arbitristas, que cambian de un día para otro, y donde en realidad, por su propia dinámica, nadie tiene el control, sólo lo parece.

Este peligro es el caos.

Foto: Isai Ramos


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